Domingo, 11 de enero de 2009 | Hoy
LECTURAS
Por Armando Rondelli
El departamento céntrico de Iván Romanov estaba en la planta baja de un edificio de propiedad horizontal, en pleno Buenos Aires. Era pequeño y húmedo. Encajonado debajo de la interminable verticalidad de los quince pisos, daba la impresión de ser una vivienda relegada, en el fondo de un hueco profundo, casi subterráneo. Pero para el anciano, ese era su hogar, refugio silencioso de sueños apenas olvidados, a veces, confusos.
A través de la puerta corrediza del living, se accedía a un patio interior desde donde se podía ver, recortado en las alturas, un poquito de cielo que le anunciaba, aunque con cierto margen de error, la condición climática del día. Ese reducido espacio al aire libre, cercado por antiguas macetas cuyas plantas crecían lozanas gracias a la dedicación del viejo Iván, era el único recodo por donde ingresaba a los ambientes interiores la brisa o el viento entubado de las tormentas, mucho más sonoro que violento.
Durante los días de verano, el tórrido calor no penetraba. Pero la humedad sí se podía instalar por semanas, con las dolorosas consecuencias en los huesos artríticos y crujientes del anciano. En los fríos inviernos, la calefacción central lograba protegerlo con confort. Roma-nov vivía allí su viudez, obediente, esperando la muerte, destino inevitable y acaso anhelado. El probable origen dinástico de su apellido parecía combinar perfectamente con sus buenos modales, retinados y distinguidos, y además con su pasado en la facultad de Arqueología donde había sido docente e investigador destacado.
Todas las mañanas, el anciano, de manera rutinaria, salía a recoger los más extraños objetos arrojados desde los pisos superiores, que se estrellaban en aquel terreno embaldosado del fondo como muestra de una absoluta carencia de urbanidad por parte de sus vecinos. Debía limpiar el patio temprano, ya que pasadas algunas horas, el olor nauseabundo se hacía intolerable.
Las cosas encontradas variaban, desde bolsitas de residuos, toallitas femeninas, pañales usados, hasta un pollo al horno, que habiéndose colocado en el marco de una ventana para enfriarlo en vísperas de Navidad, cayó accidentalmente con el consecuente estrépito y sobresalto del dueño del patio.
Don Romanov, habituado a esa ingrata tarea de limpieza matinal, con cierta precisión lograba reconocer la procedencia de las cosas lanzadas, por lo que contando con todo el tiempo y la paciencia posible subía por el ascensor a devolver a su dueño formalmente el correspondiente residuo. De nada valía intentar ruborizar al desconsiderado vecino. Frecuentemente reincidían. Pero el anciano no dejaba de insistir, aunque vanamente, en su actitud didáctica y educativa.
Curiosamente estos hechos se producían, con preferencia, en horarios nocturnos, como si la oscuridad de la noche protegiera al infractor. "Extraño proceder el del alma humana...", reflexionaba Iván, constantemente.
En las reuniones de consorcio, el abuelo también había puesto de manifiesto el serio inconveniente, y rogó a los habitantes del edificio que se abstuvieran de arrojar basura a su patio. Pero todo intento persuasivo resultaba inexplicablemente inútil.
Sabía, por ejemplo, que en el 5°C vivía el único matrimonio con niños pequeños; pocas dudas quedaban de que los pañales les pertenecieran. El anciano se los devolvía envueltos en una bolsita, cumpliendo con normas elementales de cortesía e higiene.
De vez en cuando se veía obligado a revisar el contenido de la basura esparcida en el patio, hasta encontrar algún deshecho revelador con el que, aguzando cierto razonamiento detectivesco, conseguía establecer su procedencia. Se dio el caso de que a la mujer del 7°C, habiendo sido intervenida quirúrgicamente de hernia y a causa de la evolución tórpida de su post operatorio, se le debieron efectuar las curaciones en su domicilio. Ninguna incertidumbre planteó el hallazgo de gasas usadas, sucias de pus y malolientes en la bolsa de residuos.
Las colillas de cigarrillos las clasificaba con la dedicación de un filatelista y, de acuerdo a la marca, se las restituía al dueño en un prolijo paquetito, en el que incluía la etiqueta, si la hallaba entre los desperdicios.
Don Iván -es oportuno decirlo- contaba con colaboradores inestimables en su tarea de establecer el origen de ciertos elementos: el quiosquero de la esquina era quien le informaba sobre la identidad de los fumadores del edificio. El farmacéutico se encargaba de comunicarle el nombre del vecino que, habiéndole adquirido preservativos, una vez utilizados, los arrojaba, con total descaro, en aquel tragaluz sin fondo. Y por supuesto el portero: dueño y señor de ciertos secretos, a veces de situaciones vergonzantes e íntimas, como cuando se enteró de que la jovencita del 10°C había quedado embarazada, luego de su primera relación con el vecino de enfrente, quien desesperado, cometió el error de solicitarle al mismísimo portero la dirección de alguna enfermera para que le practicara un aborto. Así fue que, Don Romanov, supo de inmediato la procedencia de algunos coágulos y restos de tejidos sanguinolentos, envueltos en un trapo y arrojados al vacío. En esa oportunidad, curiosamente, el viejo se mantuvo en reserva, sin poner en evidencia el hecho criminal, convirtiéndose, sin que él lo sospechara, en cómplice del delito.
A pesar de los más variados e inmundos proyectiles lanzados al patio del fondo, las plantas del anciano, convenientemente protegidas, seguían creciendo sanas y salvas.
Además, Romanov nunca pudo imaginar que durante una tarde de agosto, un perrito fuera arrojado desde el 11°C, con catastróficas consecuencias, no solo para el pobre animalito que murió reventado, sino también para el asesino, porque el viejo Iván en esa ocasión formalizó una denuncia a la Sociedad Protectora de Animales. Institución a la que se dirigió, llevando inmediatamente, envuelto en una bolsa plástica el cadáver del perro como prueba evidente del lamentable atentado.
Tampoco pensó, que el patio de su hogar, durante una noche fatídica, fuera el sitio elegido por el gordo del 8°C, para arrojarse al vacío, desde la terraza, con el fin de concretar su suicidio. El luctuoso acontecimiento fue descubierto horas después: La tormenta y la lluvia culminaban en el fondo, con sonidos estridentes, confundiéndose por momentos con los truenos y el retumbar del viento. Por eso, la estrepitosa caída del vecino no fue percibida por Don Romanov sino recién a la mañana siguiente, cuando, como de costumbre, salió a examinar el patio. La tormenta había menguado. Una escena espeluznante se le presentó de improviso: los vidrios del ventanal se hallaban manchados de sangre, con algunos pegotes de tejidos y visceras que la lluvia no había logrado lavar, y en el centro del piso, blanqueado por el agua y con una inaudita desnudez, yacía el enorme bulto amorfo, rodeado por sus propias y grises entrañas.
Cuando el viejo Iván, luego de algunos minutos, logró interpretar el significado de aquel despojo, no supo qué hacer. Permaneció durante horas, aturdido, sentado en el living sin poder quitar la vista de esa obra macabra. Hasta que, recién por la tarde, familiares del infortunado, junto a la policía y personal de la morgue municipal, se llevaron los restos humanos, prolijamente envueltos, en el interior de una bolsa negra.
Nuestro anciano amigo finalmente decidió mudarse, dejando atrás, más que buenos recuerdos, como se comprenderá, tan solo sórdidas pesadillas...
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