La Vía Honda tiene la dimensión poblacional de muchas localidades santafesinas pero todo el territorio es un enjambre de chapas, maderas, tierra y casi un basural a cielo abierto por el que corren los niños y a muchos adolescentes y adultos se les pierde la mirada ante el no saber qué hacer. El invierno allí es más crudo que lo que puede serlo a unas pocas cuadras, el viento se embolsa en pasillos mugrientos que algunos vecinos tratan empeñosamente de mantener más limpios. No es posible. En una vía muy honda, a la manera de una inmensa zanja, pasa el tren. Una, dos veces al día. Los vecinos ni saben muy bien cuanta es la frecuencia, pero esa gran vía llena de basura debe ser despejada para el tránsito ferroviario. Llega entonces un -camioncito-, así lo describen varios de los pobladores, con varios hombres que recogen, sacan las porquerías del enorme hueco y la vuelcan por distintos sitios de la villa. Los esfuerzos por el aseo sucumben ante tantas carencias: falta agua, falta luz, falta trabajo, faltan posibilidades de educación. Falta todo. Es muy difícil saber si los habitantes de la Vía Honda -una villa no tan vieja en la ciudad pero que crece a paso rápido , están en situación de mayor vulnerabilidad que en otros de los llamados asentamientos irregulares. Cada vez que se recorre uno de estos lugares parece el más desprotegido, el más abandonado. Seguramente la impresión que inunda todos los sentidos puede repetirse el mismo día en otro de los lugares donde la pobreza extremísima es una llaga sangrante que nadie se anima a curar, porque el remedio cien por ciento efectivo tiene que ver con

una distribución de la riqueza absolutamente distinta a la que el país conoce y con políticas públicas que atiendan en todas las direcciones, también en la que tiene que ver con una sociedad poco participativa, mucho más acostumbrada a mirarse el ombligo que a poner en práctica alguna forma de acción solidaria.