CULTURA / ESPECTáCULOS › CóMO SOSTENER UNA NARRACIóN DESDE LA MIRADA DE UN NIñO
› Por Leandro Arteaga
Hay que sostener un film desde el punto de vista de un niño. No significa que no se lo haya hecho antes y, dado el caso, ejemplos sobran. Los muy buenos no son tantos. En este sentido, destacar y relevar el cine de François Truffaut, con El pequeño salvaje o, más aún, con La piel dura. Situarse, entonces, a la altura de la mirada niña, que la cámara esté allí y desde allí. Evitar, para eso, la angulación en picado porque los niños, justamente, miran desde abajo y los adultos, claro, desde arriba.
Para esto, por ejemplo, que el adulto se haga bajito. Que sitúe su mirar a la altura del niño. Como el tío Beto (Ernesto Alterio), tan atento a esa mirada que, por quedar debajo del punto de vista adulto, a veces se descuida. Una vez allí, lograda la horizontalidad, establecer entonces el diálogo. Es cuando ocurren los momentos más íntimos, de mayor afecto, cuando este tío (gran tío, qué bueno tener un tío como Beto) sabe cómo explicar y empatar al maní con chocolate con las minas. "¿Minas?", dice Ernesto, descubierto en su cariño de escuela. Sí, minas. Bienvenido al mundo adulto.
Ahora bien, esto como elemento de color -si es que tal apreciación es permisible-. Entre otros que permiten a la historia contarse. Amenamente, cálidamente, afectivamente. Alrededor, en tanto, es otro el asunto, como si fuese un marco contenedor que, se sabe, habrá de ahogar este reparo de luz. Un mundo mayor para este submundo de niñez. Folletería, puertas trampa, municiones por maníes, armas por juguetes, nombres falsos, gobierno de facto.
El contexto inmediato es el de la contraofensiva montonera, con los padres de Ernesto como brazo activo, al servicio de la patria, vivando consignas tales como "Perón o muerte". Amigos caídos, tragos de vino para el recuerdo, lágrimas contenidas, y una misión que cumplir. Aún cuando -¿necesariamente?- devenga en alienación. Todo esto, tal como se apuntara, siempre desde el punto de vista del niño, testigo que mira, escucha, hilvana, no comprende, sí comprende, y se enamora.
Casi como si fuese el país a través del espejo ("¿Quién sabe Alicia este país...?"), para una vez allí celebrar entonces la fiesta del no cumpleaños: cualquier otro día menos el que debe ser, acorde entonces con el nombre de fantasía que esconda al Juan de verdad, elección de madre peronista y también predestinación paradójica: Juan es bíblico, Juan es Perón, pero Juan es -antes que todo eso y cualquiera otra cosa- el nombre del niño. Pero, para poder decirse, y por esto pensarse a sí mismo, Ernesto habrá de transitar un laberinto que, dada la misma puesta en escena, será vidriado, será espejado. Imágenes idénticas, repartidas, multiplicadas, hasta alcanzar la unidad última, justa, necesaria. Allí cuando Ernesto pueda, por fin, decir su nombre propio.
Luego, claro, la historia será otra. Qué importante, por eso, poder decirse. Allí cuando la palabra se asume como propia, como conciencia de sí. Como protagonista de lo que devendrá. Tan importante, por ello, es la mirada -adulta, ahora sí- que propone Benjamín Avila en Infancia clandestina.
Infancia clandestina. 8 (ocho) puntos.
Argentina/España/Brasil, 2012
Dirección: Benjamín Avila.
Guión: Benjamín Avila y Marcelo Müller.
Fotografía: Iván Gierasinchuk.
Música: Marta Roca Alonso, Pedro Onetto.
Montaje: Iván Gierasinchuk.
Intérpretes: Natalia Oreiro, Ernesto Alterio, César Troncoso, Cristina Banegas, Teo Gutiérrez Moreno.
Duración: 112 minutos.
Salas: Cines del Centro, Monumental, Showcase, Sunstar, Village.
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