Domingo, 21 de febrero de 2016 | Hoy
CIUDAD
El centro de salud Ernesto Che Guevara abrió en 2007. Sus paredes blancas todavía son visibles desde arriba de Circunvalación. El día que el joven vecino atacó a la trabajadora social, había cinco empleados y en la sala esperaban unas cuantas personas. Sienten que, como Estado, son un islote perdido en un mar de demandas que a veces amenaza y otras lastima. Esos trabajadores de la salud recuerdan hasta haberle averiguado a los vecinos el lugar donde debían votar. Señalan la falta de clubes en las cercanías. Los talleres de oficios funcionan en la sede del Centro de Distrito Municipal Oeste, demasiado lejos; la comisión vecinal atiende a 15 cuadras.
Entonces entienden que el Estado no tiene nada para ofrecerle a los jóvenes y adolescentes del barrio que les resulte más seductor que los mil pesos diarios que pueden llegar a cobrar por atender o cuidar un kiosco de drogas. "No hay curso que valga, ni plan Progresar, ni nada. La salida no es lineal, y tampoco simple: podés desintoxicar a un chico, pero esa limpieza le durará una semana y volverá a la misma, al consumo y a la lógica de hacer lo que sea para seguir consumiendo, porque no tiene otra alternativa, no tiene otra cosa distinta para hacer ni para soñar o proyectar. Vuelve al barrio, a lo mismo, y sigue así. No será raro que cualquier día lo encuentren muerto en una zanja. Ahí es donde el sistema se queda corto", resumió, resignada, una de los profesionales que circulan por la red de salud pública.
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