Sábado, 6 de enero de 2007 | Hoy
CULTURA / ESPECTáCULOS › EL DURO ARTE DE ELEGIR
Por Leandro Arteaga
Por Leandro Arteaga
Qué incluir, qué elegir, porqué tal película, porqué no tal otra, con cuál criterio, que sólo a vos puede gustarte eso, que los críticos siempre justifican lo injustificable, que nunca comparten el gusto del público, que toda elección es arbitraria (frase tan desafortunada como falsa), y tantas otras cosas más. De todos modos, la lista caprichosa e injusta con tantos otros films que quedan fuera, es factible. Así como también es igual de posible y cierto sostener que el desnivel que los estrenos cinematográficos vienen padeciendo es alarmante. Afortunadamente, siempre hay un puñado de buenas películas (aunque para ello haya uno de haber visto cientos de films indigeribles). Pues bien, adelante entonces.
A través de los géneros el cine ha conocido épocas de esplendor. En El plan perfecto, Spike Lee nos devuelve el gusto por un buen policial plagado de guiños, entrelíneas, y maestría narrativa. Así como Martin Scorsese con Los infiltrados, otro policial pero de mafias, agentes encubiertos, y comportamientos simétricos de moral dudosa. Y tal vez porque este género sea mi favorito, completo esta tríada con El ilusionista, policial que entreteje su trama desde la tensión que se juega entre la razón deductiva y los trucos de la prestidigitación, permitiendo un film para el encanto y la magia. Todas, un lujo.
Del cúmulo de títulos que se vieron acompañados de Oscars o nominaciones, será pertinente no olvidar por qué la magnífica Secreto en la montaña, de Ang Lee, no podía nunca ser el film favorito del rencor reaccionario de la Academia, así como tampoco lo fue el trabajo del cada vez más llamativo George Clooney -Buenas noches... y buena suerte- entregado, de cara a la actual administración republicana, al revisionismo de la caza de brujas macarthysta.
Siempre será bueno encontrar y reencontrar ciertos nombres en la cartelera. Que Woody Allen nos siga regalando, todos los años, una película es un placer que deseo inmortal (más aún si el film en cuestión es Match Point). Ken Loach, con El viento que acaricia el prado, nos involucra en el origen del IRA y nos devuelve su mirada lúcida y comprometida. Tan desafiante e inclaudicable como la de Costa-Gavras, que juega en ritmo de comedia negra, entre sutil y terrible, las consecuencias del desempleo en La corporación. Claude Chabrol, ya se sabe, es un maestro. La comedia del poder sólo puede ser realizada por un artesano, por alguien capaz de indagar, elegantemente, los entramados de la práctica político-económica. Alabado sea. Pudimos reencontrar, también, la poética de Jim Jarmusch: Flores rotas, road movie del desencanto, del hastío, del burgués viejo. Que se repita. Y porque Almodóvar siga más cerca de Volver que de La mala educación.
También tuvimos la firma de nombres nuevos, o casi desconocidos, pero algunos ya ineludibles. Laurent Cantet: el mismo de Recursos humanos, pero con un film -Bienvenidas al paraíso- que demuestra una sutileza mayor. Tan inteligente como la obra maestra de Michael Haneke: Cache, escondido. Francia, luego de este film, ya no puede seguir siendo la misma. Y la poética magna, carente de palabras, de Kim Ki-duk en Hierro 3. Una perla. Difícil de no atesorar.
El cine argentino tuvo momentos de privilegio. Crónica de una fuga, de Israel Caetano; Ana y los otros, de Celina Murga; El custodio, de Rodrigo Moreno; Nacido y criado, de Pablo Trapero. Films con distintas propuestas narrativas. Inteligentes todos. Que dan razón a la permanencia de un nuevo cine argentino que debe, todavía, sobrellevar los desequilibrios de la exhibición, la distribución, y el éxito de vergüenzas como Bañeros 3.
Si de animación se trata, que ésta continúe el sendero trazado por los automóviles de Cars, y porque también extravíe su rumbo entre las fábulas de El increíble castillo vagabundo, de Hayao Miyazaki.
Y para no dejar de lado el humor, desbordante e irreverente, Los productores nos alivió porque no sólo nos divirtió, sino que también logró que, al menos durante dos horas, los prejuicios sean despachados al lugar que les corresponden. Que viva, para siempre, Mel Brooks.
Porque el mundo, entonces, esté más teñido de locura, de poesía, de magia, de mirada bufonesca. En otras palabras, porque El tigre y la nieve, de Roberto Benigni, siga desatando las iras contenidas de tantos críticos dañinos. A ver si se ríen un poco. Sólo un poco...
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