Viernes, 2 de octubre de 2009 | Hoy
Por Mauro Cabral
Sábado a la tarde. Patio Mayor del Cabildo de la ciudad de Córdoba. Feria del Libro. Mesa sobre los intelectuales y la política. Carta Abierta –Horacio González, Ricardo Forster, Diego Tatián–. Muchas palabras, muchísimas, para articular la “crispación” actual de nuestra vida en común. Muchas, tantas cuestiones. El cuerpo sexuado y sexual en ninguna. Ni el derecho al aborto ni a la contracepción de emergencia, ni a métodos anticonceptivos ni –siquiera– a la información. Ni el índice de violencia de género, ni los índices de homofobia y transfobia, ni la persistencia de la desigualdad en el acceso a derechos fundada en la orientación sexual, la identidad y la expresión de género de las personas. Ni una mención a la educación sexual como un tema que “crispa” nuestro presente político ni, mucho menos, a la vigencia de la mutilación genital infantil como tratamiento médico. Nada acerca de un Estado que obliga, en su vocación religiosa, a la reproducción mientras también obliga, en su vocación eugenésica, a la esterilización. Ninguno de los sujetos –individuales o colectivos– traídos a cuento en su presentación tenía algún tipo de encarnación sexuada políticamente relevante, y ningún malestar sexual o reproductivo se ponía en juego en su experiencia de la política. ¿Cómo es posible? A mi lado alguien respondió: son tres hombres.
La intelectual feminista parada a mi lado estaba segura de algo: con una mujer en el panel de Carta Abierta las cosas esa tarde habrían sido distintas. Una mujer feminista, se entiende, no cualquier mujer. Una mujer capaz de introducir esas cuestiones que el feminismo reconoce como parte integral —y no meramente accesoria— de la política. Me habría gustado responderle que fijar necesariamente la politización del género y la sexualidad en quien aparecería entonces como la mujer no solucionaría el problema de la división del trabajo político. Este es un escenario político donde el discurso hegemónico masculinista no tiene cuerpo, y donde la hegemonía contrahegemónica la ocupa hasta hoy un feminismo que nos relega a un más allá de los cuerpos, cuando no a un más allá de los tiempos.
No podemos seguir esperando nuestro turno. No podemos seguir esperando ser acomodados en el lugar que se nos reserve, aguardando pacientemente que se nos conceda el permiso para hablar, siempre en singular y a la hora señalada. Si hay una oportunidad para la interpelación trans e intersex de la política, esa oportunidad no puede consistir, me parece, sólo en el reconocimiento que podamos conseguir. Necesitamos, más que nada, de ese desconocimiento que podemos provocar, y provocamos, cada vez que progresistas de ambos sexos celebran la indiscutida congruencia de sus ideales, la imaginaria y feliz coincidencia consigo mismos.
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