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Sábado, 26 de diciembre de 2009

ES MI MUNDO

En carne viva

Su padre no podía ni verlo: cuando estaba cerca, lo corría a latigazos. Le gustaba vestirse de mujer, y tuvo una institutriz que, para “corregirlo”, lo encerraba en un cajón. Fue artista y prostituto, amante y sádico, jugador compulsivo y enfermo asmático. Pintó a su novio ladrón y suicida, invocó el crimen, derramó carnicerías y reprodujo crucifixiones. A cien años de su nacimiento, Francis Bacon sigue siendo el peor de todos.

 Por Ariel Alvarez

”Ese hombre horrible que pinta asquerosos trozos de carne.” Así etiquetaba Margaret Thatcher a Francis Bacon, uno de los más geniales artistas del siglo XX. Ningún otro pintor ha representado la figura humana con tanto sentimiento: la carne desgarrada, la deformidad de los cuerpos desnudos, masculinos y poderosos, retorcidos de maneras que llevan a la anatomía a un límite entre lo animal y lo humano. Una pintura carnal y, por qué no, libidinosa, que como él mismo definía “va directo al sistema nervioso”. Una obra que permanece, cruda y desolada tanto como su biografía, ambas marcadas por heridas violentas: “Yo y la vida que he vivido acabamos inspirando más curiosidad que mi obra. A veces, cuando pienso en ello, preferiría que todo lo que se sabe de mí explotase y desapareciera al morir”, decía Bacon en 1965.

L’enfant terrible

Francis Bacon nació en Dublín el 28 de octubre de 1909 en el seno de una familia puritana e inglesa. Su padre fue un riguroso ex mayor del ejército británico que se había trasladado a Irlanda para convertirse en preparador de caballos de carrera. Su infancia fue muy complicada, padecía de asma crónica y a raíz de los fuertes ataques comenzaron a suministrarle morfina a los 5 años. Debido a su enfermedad duraba poco en los colegios. El niño Francis no tenía amigos. En 1914, cuando estallaba la Primera Guerra Mundial, su padre era nombrado en el Ministerio de Guerra. Hasta 1925 pasó sus días viajando con su familia entre Inglaterra e Irlanda.

El pequeño Francis comenzaba a tomar conciencia del peligro y la violencia, no sólo por lo que ocurría en el mundo, sino por los maltratos a los que lo sometía su padre. El asma no era el único “defecto”. Francis Bacon era homosexual y su padre estaba decidido a “enderezarlo” a base de castigos físicos. Fue prácticamente entregado a una severa institutriz gótica, toda una malvada de cuentos llamada Jessie Lightfoot, que tenía por costumbre encerrarlo en un baúl. “Ese cajón fue mi origen”, recordaría años más tarde.

Era adolescente cuando el mayor Bacon ya ni siquiera soportaba tenerlo cerca, salvo para azotarlo con una fusta. De allí vendrá la fascinación del artista por pintar esos gritos, más bien aullidos que plasman no el terror sino el grito en sí. A los 16 años su padre lo expulsa del hogar cuando lo encuentra vestido con la ropa interior de su madre y durmiendo con uno de los mozos del establo. Fracasados todos los intentos correctivos, el mayor Bacon le pide a su amigo Harcourt-Smith que se lleve al joven a Berlín. Fue allí en el año 1926 donde Bacon, quien siempre tuvo una gran pasión por estudiar el movimiento del cuerpo humano, entró en contacto con el cine. Metrópolis y El Acorazado Potemkin, entre otras películas, fueron sus primeras inspiraciones. No pasó mucho tiempo hasta que el amigo de la familia metió al adolescente en su cama para luego abandonarlo a su suerte en una ciudad “violenta y sin ley”, como la definiría el propio Bacon. El joven de 17 años permaneció en Berlín, donde se entregó por completo a su gusto por los “hombres rudos”.

Desgarrar la carne

En 1927 se traslada a París y comienza a trabajar como decorador de interiores. Una visita a una exposición de Picasso lo decidió a ser artista: “Aquellos pierrots, desnudos, paisajes y escenarios me impresionaron mucho, y después pensé que quizá yo también podría pintar”. Instalado definitivamente en Londres, en 1928 comienza a pintar de forma autodidacta, pero sus cuadros no se vendían. De pronto se encontró viviendo con sólo tres libras por semana. En medio de esta situación descubre que resultaba atractivo a los hombres y comienza a ofrecer sus servicios como acompañante.

En 1933 pinta la primera de sus Crucifixiones y al año siguiente realiza su primera exposición junto a uno de sus amantes, el pintor cubista Roy de Maistre. La muestra no tuvo éxito. Sumido en una crisis, destruyó las imágenes del fracaso y abandonó la pintura para retomarla durante la Segunda Guerra Mundial. Esto era parte del genio iracundo de Bacon, ese hombre que trabajaba obsesivamente, para luego ir a los bares a beber y a provocar alguna pelea producto de su lengua filosa. Era el artista que llevaba una vida austera, vestido con ropas sencillas, que perdía grandes sumas de dinero en el casino y se entregaba a los romances con tipos peligrosos. Su amigo íntimo, el escritor francés Michel Leiris, le sugirió que “el masoquismo, el sadismo y casi todos los vicios, en realidad, son tan sólo maneras de sentirse más humano”. Y Bacon hizo de esta frase una ley personal.

Izquierda, Bacon besándose con John Edwards. Derecha, con George Dyer.

El pintor, el ladrón, el sádico y su amante

A mediados de los años ’40, Francis Bacon y su estilo único eran aclamados por la crítica. Su inspiración provenía de muchas fuentes: el Retrato del papa Inocencio X de Velázquez (que se convertiría en una obsesión), el mundo decadente de la posguerra y, por supuesto, sus romances.

Bacon era un personaje recurrente de los bares londinenses, en especial del Colony Room, un club de mala muerte, donde pasaba las tardes bebiendo en medio de esas paredes de color verde que más tarde serían la decoración de muchas de sus pinturas. Fue allí, en 1952, donde conoció a Peter Lacy, un ex piloto de combate que tenía una amplia colección de látigos que destrozaron la espalda del pintor y muchos de sus cuadros. “Yo nunca me había enamorado de nadie hasta entonces”, comentó Bacon más adelante. “Por supuesto, fue el desastre más total desde el comienzo.” Los dos hombres llevaron al S & M hasta el extremo. Ya habían pasado algunos años de su separación cuando Bacon se encontraba preparando una retrospectiva de su obra que se inauguró en la Tate Gallery de Londres en 1962. En ese momento se enteró de que su ex amante había sido encontrado muerto por una intoxicación de alcohol. Su cuadro Dos figuras (1953) es el testimonio más real de su relación con Lacy: un abrazo erótico y violento que muestra la oscuridad de esos dos desconocidos que se funden brutalmente.

Dos años más tarde, en 1964, un delincuente llamado George Dyer es sorprendido por Bacon mientras intenta robar en su casa. Esa misma noche terminaron en la cama y siguieron juntos durante siete años. Pero la historia volvió a repetirse. Bacon se convirtió en un bebedor que tenía que hacer frente a las crisis de su novio, la mayoría de las cuales terminaban en intentos de suicidio. La relación terminó en 1971 cuando Dyer murió de una sobredosis de alcohol y pastillas. Al momento de su muerte, Bacon, de 61 años, se encontraba terminando de preparar su muestra, que tendría lugar en el Grand Palais de París. Los sentimientos de culpa persiguieron al artista por el resto de su vida: “Si yo me hubiera quedado con él en lugar de preocuparme por ver la exposición, él estaría aquí ahora”, diría más tarde. Francis Bacon había pintado muchos retratos de su gran amor en el pasado, destaca entre ellos George Dyer en un espejo (1968), y siguió haciéndolo después de su muerte, era su manera de recordarlo. Esta historia de amor terrible fue llevada al cine en 1998 por el director John Maybury, en la película El amor es el demonio, un título que no precisa mayores explicaciones.

El heredero

Ya en la década del ’60, Bacon era un pintor de fama internacional, sus pinturas habían llegado a Nueva York y centenares de críticos y morbosos concurrían a ver esos cuadros de hombres deformes que parecían transmitir el calor de la carne. Su personalidad también apasionaba a sus seguidores. Su taller en la calle Reece Mews en Londres era famoso por el desorden: centenares de fotos, libros de anatomía, radiografías y muchos cuadros que uno pisaba al entrar. Este estudio en su totalidad fue donado a la Hugh Lane Gallery de Dublín por John Edwards, su último compañero y heredero de todos sus bienes (11 millones de libras). Con él entabló la relación más estable de su vida. Bacon había conocido a Edwards –un fotógrafo aficionado cuarenta años menor que él– en Londres en 1974 y estuvieron juntos hasta la muerte del pintor: “Es el único amigo verdadero que he tenido”, declaró en 1985. Francis Bacon murió en Madrid el 28 de abril de 1992 de un ataque cardíaco. Recordando a la institutriz de su infancia, había manifestado no querer volver nunca más a estar dentro de un cajón. Siguiendo con sus deseos, sus restos fueron incinerados y sus cenizas se esparcieron en Inglaterra.

Francis Bacon.

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