Viernes, 18 de junio de 2010 | Hoy
TEATRO
La obra Mujeres terribles pone en escena los fragmentos del discurso amoroso entre Silvina Ocampo y Alejandra Pizarnik. En el escenario, pero también en la platea, los fantasmas regresan para avivar el fuego de esa historia improbable.
Alejandra la llama varias veces al día, entre la ansiedad y la mezcla de pastillas. Silvina a veces no quiere atenderla, la presión de escribir contra la mirada tiránica de su hermana Victoria y las infidelidades de su Adolfito la distraen de la fascinación que le despierta la joven poeta. Alejandra le escribe cartas extremas, “no puedo ser tamaña supliciada”, “no hagas que tenga que morir ya”. Silvina no es una mujer dispuesta a caer en dramatismos, pero Alejandra Pizarnik se suicida y todo lo que pudo ocurrir entre ellas queda suspendido. No hay una razón explícita para quitarse la vida, pero hay palabras que dan testimonio de un doloroso vínculo en el aire.
La época que les tocó vivir las convirtió en dos personajes periféricos. En esos bordes se encuentran y se ríen con crudeza de la hermosa pareja de amantes que forman Bioy Casares y Elena Garro, la esposa de Octavio Paz. Silvina conoce los romances de su marido. Las dos se sienten feas y entienden que las mujeres que escriben pueden llegar a parecerse a los hombres, pueden amar como un hombre, pueden ser tan lascivas como ellos. Las mujeres que escriben son peligrosas, especialmente si pertenecen a la aristocracia y actúan de testigos de la crueldad de su clase, si se proponen, como Silvina Ocampo, decir la verdad, romper las formas.
Cuando Noemí Frenkel (Alejandra) descarga los poemas de Pizarnik en el espectáculo Mujeres terribles, aparece la hija de inmigrantes rusos de “voz hipnótica, sugestiva, cavernosa, bien grave”, que la actriz encontró en una grabación en YouTube. El poema aparece como el espacio de consuelo al que las protagonistas recurren cuando el amor falla, cuando la luz de su condición de raras, de brillantes rarezas, no es suficiente, cuando la infancia se convierte en un regreso cargado de perversidades.
Frenkel propone: “Hubo un momento en el que Alejandra estaba muy obsesionada con Silvina, y Silvina debe haber necesitado tomar distancia, o se debe haber aburrido”. Y Bianchi (Silvina) supone: “O no era el proyecto tan importante para Silvina”.
Gracias a esos textos que las dramaturgas escarban para reconstruir ese estado donde la charla y el encanto jamás abandonaban su forma literaria, sabemos que Pizarnik amaba a Silvina Ocampo. “Su lenguaje me fascina”, señala Marisé Monteiro, como una prueba casi pudorosa de que ese enamoramiento no pasaba los límites de la ficción, pero Noemí Frenkel la interrumpe: “Por algunos testimonios que recogí, Alejandra estaba enamorada apasionadamente de Silvina; pero en lo concreto fue una amistad, fue un vínculo que se construyó, probablemente, con una gran seducción mutua, de una gran fascinación”. En toda la obra se respira una voluntad de ser fiel, de acercarse a esas biografías con un minucioso afán de reconstrucción. “Nosotras no quisimos seguir pensando nada más allá de lo que estuviera escrito o dicho, no quisimos ficcionar nada sobre lo que no supiéramos, hay un hueco donde no se sabe qué pasó”, comenta Virginia Uriarte, otra de las autoras.
Silvina casi no menciona a Alejandra en sus cartas, y Pizarnik se pregunta: “¿Por qué voy a enamorarme de alguien que es mentira? La inventé, yo inventé este amor. La obligué a ser mi imposible”, recuerda Frenkel. Esas palabras, envueltas en las grandes escenas que protagonizaba Silvina Ocampo, podían ser fatales. “Silvina era capaz de cualquier cosa –dice Bianchi–, de las peores groserías y maldades, pero todo con una enorme seducción.”
Silvina Ocampo envía desde París un ramo de rosas al departamento porteño de Pizarnik, quien la extraña con devoción. La joven poeta vive como un ultraje ese obsequio. “La sexualidad de las dos fue muy ambigua –comenta Uriarte–. Alejandra alternaba relaciones heterosexuales y homosexuales, y de Silvina también se dice que era bisexual.” Ocampo usaba esa alternancia sexual como un recurso mágico y misterioso, como parte del universo sobrenatural de sus relatos. Era una mujer de sesenta años que miraba con distancia a una treintañera Pizarnik, que la había comprendido como pocos al momento de descubrir el humor en su obra.
La sospecha de que Silvina Ocampo tuvo un romance con Marta Casares, las suposiciones maliciosas que encuentran en ese amor la explicación del casamiento entre Bioy Casares y Silvina, como si el joven dandy se hubiera propuesto salvar a su madre de los lapidarios rumores de su exquisito entorno, no inquietan tanto como secretos de familia. Lo que realmente revelan es esa persistencia, tanto en Pizarnik como en Ocampo, de hacer de cada hecho de la vida una experiencia literaria, donde descolocar, donde no cumplir con el estereotipo de las buenas costumbres se vuelve imperdonable.
“Diez días antes de estrenar me encuentro con una chica que estuvo internada con Alejandra en el Pirovano —cuenta Frenkel—. Fue compañera de internación durante tres meses. Me sirvió para desdramatizar cuál era mi fantasía sobre lo que ocurría en el Pirovano, me decía que era como un internado, que Alejandra era una quilombera, que organizaba jodas.” Son muchos los personajes reales que se hacen presentes en la sala del Centro Cultural San Martín cada miércoles; tal vez el más preciado sea el de Jovita Iglesias, la empleada histórica de la casa que compartía el matrimonio de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. La mujer diminuta se apareció en el camarín vestida con la ropa y la cartera de Silvina. Sostenía extasiada la mano de Marta Bianchi y confesaba que la autora de “Pecado mortal” sólo hablaba con ella porque “huía de la gente”, y que fue la encargada de cuidarla hasta el final, de cerrarle los ojos. También fue la heredera de esa condición de testigo que en Silvina Ocampo funcionó como un arma. Jovita parece guardar un gran secreto. Y también parece que no. l
Mujeres terribles forma parte del ciclo “Mujeres en la Literatura” y se presenta todos los miércoles a las 20 en la Sala Enrique Muiño del Centro Cultural San Martín.
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