Viernes, 16 de julio de 2010 | Hoy
La agenda del día siguiente a la ley de matrimonio igualitario es tan urgente como ésta que hoy vivimos como una conquista. Porque si nos negamos a hablar de dolor en relación con la orientación sexual, no se pueden negar de ninguna manera el dolor y las violencias cotidianas sobre quienes encarnan identidades de género disidentes.
Por Mauro ï Cabral
Los últimos meses. Las últimas semanas. Los últimos días. Las últimas horas. El último tiempo que nos tocó vivir fue el tiempo del matrimonio —lo que es decir, también, el tiempo de los hombres y de las mujeres—. El mismo sexo, el sexo opuesto: dos sexos en cada combinación del amor y del contrato, en cada precisión de los derechos y de las obligaciones, en cada versión de la vida familiar expuesta a la mirada colectiva.
Hoy es 15 de julio, y es tiempo de mucho más. El tiempo, podría decirse, de los que somos muchos más que dos.
El Estado argentino reconoce sólo dos sexos, varón y mujer. El sexo que corresponde a cada cual nos fue asignado en el momento de nacer, y nuestra cultura (incluyendo nuestra cultura jurídica) supone que ése será el sexo que ha de correspondernos hasta el momento de nuestra muerte. La realidad es bien distinta —y la violencia que se juega en esa suposición de correspondencia es una cuestión de este tiempo—.
Es cierto: toda asignación de sexo en el momento de nacer implica una violencia inaugural (a ninguno de nosotros nos han preguntado cómo queríamos ser asignados). Para muchas y muchos —de verdad, muchas y muchos— esa violencia inicial se redobla, sin embargo, al infinito. En la Argentina, como en casi todos los países del mundo, niños y niñas que nacen con cuerpos que no encarnan una masculinidad o una feminidad promedio son sometidos, sin su consentimiento y en nombre de sus derechos humanos, a cirugías de normalización genital. En este mismo país, campeón del derecho a la identidad, las historias legales y médicas de esos niños y niñas son ocultadas, falseadas o destruidas.
La diversidad de expresiones de género también se castiga en la Argentina. Ahí están, aún en vigencia, los códigos de faltas y contravencionales que, hasta el día de hoy, continúan penalizando el uso de ropa del sexo opuesto. Pero la violencia no se produce solamente al amparo de la ley, sino también —y sobre todo— en su desamparo. En la misma Argentina donde acaba de sancionarse la ley de matrimonio igualitario, la violencia por expresión de género no tiene fin. La sufrimos todos los días y todas las noches quienes transgredimos los estereotipos de género. La sufrimos en nuestras casas, nuestras escuelas, nuestros trabajos, buscando vivienda, buscando trabajo. Sin trabajo. La sufrimos cada vez que estamos en un hospital, en una comisaría, en un banco, en una cárcel. Cada vez que caminamos por la calle, que tomamos un tren o subimos a un colectivo. Lo sabemos todos y todas: transgredir las normas explícitas o implícitas de la expresión de género se paga, en este país, con la vida.
El Estado argentino —como la gran mayoría de los debates en contra y a favor de la ley de matrimonio igualitario— sólo reconoce la existencia de varones y mujeres. Ese reconocimiento depende de manera esencial del sexo asignado al nacer, y puede ser modificado sólo bajo condiciones extraordinarias. Hasta hoy, hasta mañana y hasta quién sabe cuándo, para acceder al reconocimiento de una identidad de género distinta a la asignada al momento de nacer es necesario emprender una gesta judicial que incluye exploraciones periciales del cuerpo, la mente y el alma, diagnósticos varios y humillaciones al por mayor. Es necesario también, en una cantidad abrumadora de casos, ofrecerle a la Justicia la evidencia incontrastable de cirugías y tratamientos hormonales, de esterilidad e irreversibilidad, todo lo cual, una vez más, se justifica siempre y en todos los casos desde la fuente —al parecer inagotable— de los derechos humanos.
Nuestros aliados y aliadas dicen que ha llegado nuestra hora. Que ahora sí, por fin, ha llegado el momento de terminar con el orden legal de la correspondencia debida; que éste es el momento de travestis, transexuales, transgéneros e intersexuales. Ambiguo como soy, yo creo que dicen la verdad y también que se equivocan. Las violencias de las que hablo nunca han dependido, para existir, de victoria alguna o de algún ahora. No saben de primeros o segundos lugares, no respetan precedencias, no se detienen por duelo como no se detienen por boda. Han estado aquí, siempre aquí, sobre, contra y dentro de nuestros cuerpos, todo el tiempo. El tiempo todo.
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