Viernes, 16 de julio de 2010 | Hoy
La historia de la sexualidad, las etimologías, los sistemas de parentesco, la institución griega de la pederastia, los chamanes y su relación dinástica con los hombres-mujeres, la determinación de la economía sobre la cultura, la psicología y los procesos de identificación, las relaciones entre cuerpo y género, en fin: un congreso de ciencias sociales dentro del Congreso de la Nación. Un millón de palabras cruzadas que se llevará el viento, aunque su resolución quede inscripta en la Historia.
Por Daniel Link
No voy a decir, como muchos de los integrantes de la Cámara alta aclararon, que yo tengo un amigo homosexual. Tampoco, como solía decirse hasta hace unos años, que tengo un amigo judío. Diré algo más radical: yo tengo un amigo fascista.
Este amigo, naturalmente, negará su fascismo diciendo que es anarquista y que su rabiosa oposición al matrimonio universal se basa en una repugnancia total y definitiva a cualquier forma de estatización de las relaciones humanas. Esa forma radical de pensamiento (que en momentos de excesos alcohólicos cualquiera podría suscribir) es lo que en filosofía política se reconoce como anarcocapitalismo, una de las máscaras que el fascismo tiene, con su desprecio a la juridicidad, las instituciones, las burocracias parlamentarias y todo lo que no tenga que ver con el decisionismo.
Según su criterio, habría que prohibir totalmente el matrimonio, y no ampliar su alcance. No discuto con él (¿quién puede o quiere discutir con un fascista?), pero sé que se equivoca en varios puntos, pero sobre todo en uno: el nivel de análisis.
Cualquiera puede poner a trabajar las hipótesis de Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado y declarar que allí está el Mal. Claude Lévi-Strauss se dejó llevar por la misma ilusión metodológica y en un texto memorable, la “Lección de escritura”, incluido en Tristes trópicos, declaró que escribir volvía a las personas esclavas de la Ley y las sometía a un ritual de poder. La historia de la escritura, en su perspectiva, coincide con la historia de la dominación.
Por supuesto, Lévi-Strauss tiene razón en un nivel de análisis, pero en otro no. En países como la Argentina, con índices endémicos de analfabetismo, una hipótesis así carece de todo fundamento liberador. Sólo desde la “grandeur de la France”, con su probada eficacia escolar, podría sostenerse una versión tan pesimista de la alfabetización.
Con el matrimonio universal pasa lo mismo: podemos señalar las miserias del “instituto matrimonial”, pero sólo a partir de su universalización, es decir, de la transformación de un privilegio en derecho. Ya podremos reírnos de la épica pequeñoburguesa de las locas y tortas casamenteras (como del voto obligatorio), pero lo primero es la causa de los universales (y después, su crítica).
Todo esto como introducción al comentario crítico del debate senatorial a propósito de la ley universal de matrimonio, que duró mil horas y que, como todo congreso académico, abundó en estupideces y poquísimos memorables momentos de claridad y brillantez.
Además, como lo que se debatía era la regulación legal de una forma de vida (porque las formas de vida, correlativas de actos de discurso, son instituciones propiamente jurídicas), los senadores y senadoras se entregaron a un rápido repaso de la historia de la sexualidad, las etimologías, los sistemas de parentesco, la institución griega de la pederastia, los chamanes y su relación dinástica con los hombres-mujeres, la determinación de la economía sobre la cultura, la psicología y los procesos de identificación, las relaciones entre cuerpo y género, en fin: un congreso de ciencias sociales o, más precisamente, sobre formas-de-vida, es decir: sobre la guerra civil que las define y las constituye (supongo que muchos académicos, becarios y estudiantes habrán estado en estos días redactando los discursos senatoriales, porque ya sabemos cuán brutos son nuestros políticos como para poder suponer que, de pronto, aparezcan citando a Gide, el Retrato de Dorian Gray, Virginia Woolf, Sor Juana Inés de la Cruz, Juana de Arco (que de psicótica belicosa pasó a ser torta asesina, en una apresurada operación de interpretación cultural) o Habermas, y estableciendo deliciosas diferencias entre el pater y el genitor.
Las posiciones eran, por cierto, dos (dejo de lado las abstenciones, que fueron pocas y cobardes): a favor del matrimonio universal y en contra. El debate, como era bizantino (porque el matrimonio entre personas del mismo sexo ya existe, porque las familias homoparentales ya existen, porque el mundo ya es el mundo), abundó en delicias retóricas.
Los argumentos de quienes estaban en contra eran de una estupidez y de una ignorancia que no merece comentario alguno. Baste señalar el modo en que el odio se filtraba en las hipócritas posiciones que partían del reconocimiento de la aceptación de la homosexualidad como realidad (“yo tengo amigos homosexuales” o incluso, como se animó a decir la siempre perfecta Hilda de Duhalde, “familiares homosexuales”) y la insoportable cantinela: “Yo no discrimino”, como si la discriminación fuera un verbo que pudiera declinarse en primera persona. No, señores y señoras de derecha: “discriminar” (como “asesinar”) es un verbo defectivo y sólo se conjuga en segunda o tercera persona: usted discrimina, ellos discriminan. Y el que es capaz de pronunciar un juicio semejante nunca es uno, sino el objeto de discriminación. “Yo no discrimino, pero ustedes son distintos”, ellos decían.
La siniestra informante señora Negre de Alonso no cesó de aclarar que ella no discriminaba, aun cuando se escandalizaba ante la mera hipótesis de tener que enseñarles a los niños, ahora, que además de hombre y mujer (“como se nace”), la sexualidad es construida y hay homosexuales, bisexuales y trans. Y defendió a los objetores de conciencia (tuvo que contestarle Norma Morandini). Señora Negre, usted se tiñe el pelo y es probable que el agua oxigenada haya destruido su masa encefálica: nada tiene que ver una ley de matrimonio universal como la que se discutía con la educación sobre determinadas variedades de lo viviente, lo que usted piense sobre lo normal y lo desviado no les importa ni a las Carmelitas que se cartean con Bergoglio, y a ninguno de nosotros nos interesa que tal o cual portero tribunalicio quiera o no casarnos. Para eso hay muchos empleados en el Estado.
Muchos de los objetores del proyecto con media sanción en Diputados (luego de insistir en su respeto a los derechos de las minorías sexuales) seguían machacando con los fundamentos “naturales” de la familia (como si a uno pudiera importarle el modo en que las cucarachas, las hormigas o las garrapatas viven para decidir su forma de vida). Las más lamentables eran una senadoras de provincia (yo soy provinciano y odio a los porteños, de modo que puedo pronunciar sin mala conciencia un juicio semejante), medio empastilladas y temerosas del juicio de Dios.
El más sólido de los representantes de la derecha fue Luis Naidenoff, de la UCR. Esgrimió argumentos leguleyos con gran solvencia que, si uno fuera idiota, habría aceptado sin dudar. Y la más astuta, la ya citada Chiche, que dijo el único argumento que podría haber frenado la iniciativa parlamentaria: el tema no es prioritario en un país donde hay miseria, hambre y los jubilados no cobran el 82% móvil.
Como la derecha, además de vil, es torpe, hizo caso omiso de tal argumento y se lanzó locamente a discutir lo natural, lo cultural, la infancia, la moral, la ética, las relaciones entre formas de vida y actos (jurídicos) de discurso, en fin: los temas de la filosofía más actual y más italiana, pero sin mayores respaldos argumentativos. Ahora, que se jodan.
Muchos repitieron argumentos eclesiásticos: los homosexuales tienen más de quinientas parejas. Es como si dijeran: “¿Pero cómo? ¿Además de coger mucho, quieren casarse?”. Y sí, señores, disentimos del heterosexismo por aburrimiento, y volvemos al instituto familiar por agotamiento. Ustedes, además de coger mal y poco, son malos padres. ¿Vieron qué paradoja?
Un médico neuquino, que se oponía al matrimonio universal, dijo o insinuó que ya hemos avanzado bastante, y que como ya nadie apedrea a los homosexuales (en fin, digamos), deberían contentarse con eso.
Una señora inverosímil se alarmaba porque, de acuerdo con el proyecto de ley, los hombres podrían pedir licencia por maternidad. Y otra, que a todas luces hacía mucho tiempo no le veía la cara a Dios, levantó su dedo admonitorio alertándonos de que la Argentina será proveedora de niños para los países donde hay parejas homosexuales reconocidas por la ley. Y otra, con voz de pito, denunció que se violaron los fueros porque dos senadoras fueron puestas en el avión presidencial, “como antes se encarcelaba a los disidentes”. Y agregó, perdida en unas nubes de Ubeda: “Yo tengo mucho proyecto de aborto” (ella misma parecía uno).
Entre los que estuvieron a favor de la ley se destacaron el insoportable Daniel Filmus, el cordobés Juez (genial: una precisa y deliciosa combinación de humorista, sabio de vereda y filósofo cínico), la chaqueña Corregido, calma y brillante al mismo tiempo, Blanca Osuna, Samuel Cabanchik, Oscar Castillo (que hizo una historia del amor deliciosa y puntuada de ironía, con menciones a las manducaciones por las que Julio César fue tan querido entre su tropa, y a la amistad mítica de Aquiles y Patroclo). Giustiniani, del Frente Cívico, citó a Jürgen Habermas. Pichetto, como siempre, bruto como un arado, desagradable y molesto.
Pero más allá de los retazos de ciencias sociales, hubo mucho clasicismo, mucha cosa griega y romana, y mucho humanismo. Fue como un Renacimiento por TV (que conste: TN transmitió los discursos casi sin interrupción y cortaba los discursos más salvajemente reaccionarios; Canal 7 no puso casi nada al aire).
María Eugenia Estenssoro, de la Coalición Cívica, finísima como siempre, señaló que las mujeres pueden identificarse “con esta situación (discriminatoria) que venimos a resolver”. Confesó que le gusta decir que “soy casada, divorciada, madre soltera y concubina”, y que eso demuestra la evolución de la familia. Sobre el proyecto alternativo de unión civil señaló que es “súper-precario, lamentable, escandaloso”, y lo probó sobradamente. Habló de sistemas de parentesco y destacó que los homosexuales quieren “relaciones sanas, dignas, dignificadas”. Y tiene razón. Puede quedarse tranquila la derecha: de estas uniones que el Senado ajustadamente ha garantizado no sale un niño puto ni una niña torta ni por casualidad. Esperemos que la Iglesia y la Televisión, que tanto han hecho por la proliferación del goce, sigan proveyendo.
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