Viernes, 27 de agosto de 2010 | Hoy
Por Raúl Rossetti
Nochebuena y Navidad en Marrakech, en la pocilga de un viejo truhán desdentado, con el muchacho que vive con él, y un hermoso que conocí en Djemá-el-F’ná, amigo del viejo, quien me lleva a su casa ponderando sus virtudes culinarias, especialmente tajim de pollo con almendras y miel. A eso olía cuando llegamos, entre otra cantidad de olores sui generis, entre cuyos vahos se distinguían los de transpiración, cera de velas, zapatillas y sobre todo el de la densa humedad que destilaba este agujero tenebroso, puesto que el piso era de tierra, parcialmente cubierto por unas rotosas esterillas centenarias.
“¡Bismillah!”, nos decimos los cuatro al empezar a comer, sentados en cuclillas en el piso alrededor del humeante plato de tajim. La luz de una vela proyecta nuestras cabezas agigantadas sobre la pared. El incienso huele a jazmín.
Tomamos el endemoniado vino que se llama Doumi y que se bebe de igual manera a la que se fuma un joint o se toma mate: vaciando el alto y único vaso de una vez, para luego pasarlo vacío al viejo, quien lo vuelve a llenar y lo hace correr al siguiente, descorchando una nueva botella en cada ronda.
Farid L’Autrech lamentándose cada vez más moroso con su laúd, desde un viejo grabador con las pilas casi acabadas.
El hermoso me recuerda la Navidad, que no sabe muy bien lo que es, así que les cuento una versión bien abreviada del pesebre, los Reyes Magos, Herodes y la matanza de los niños, José y María.
El chico que vive con el viejo escucha interesado, con mucho respeto, y me dice a cada rato: “Manges... il faut manger... prends encore... tu ne manges rien, voyons...”. Algunas veces creo encontrarle una mirada despiadadamente tierna, que me pierde en alarmantes imágenes y pensamientos yuxtapuestos, momentos que siempre coinciden con un vaso de vino lleno que me alcanza el viejo con displicencia y con un “bois” tan imperativo, aunque al mismo tiempo natural, que nadie se animaría rechazar.
Al rato, mientras está el viejo lanzado en un estridente alegato sobre el infalible Koran y el último profeta, la sonrisa del chico se convierte en algo así como una morbosa burla, divirtiéndose con sarcasmo entre nosotros y las movedizas sombras cambiantes que proyecta la luz de la vela en la pared descascarada. (¿Es posible que haya visto bien, o sólo me imaginé ese grotesco y alevoso gesto erótico que acompañó con una tierna expresión de picardía?) Soy el mísero instrumento de lúbricas intenciones, pienso, como requerido por una infernal maquinaria precisa, pero algo trastornada.
La voz de Farid L’Autrech, después de ir enronqueciendo cada vez más, termina por callarse definitivamente. Siempre con mayor ímpetu e inspiración, el viejo también va enronqueciéndose al compás del Doumi, mientras nos expone la consabida explicación de certidumbre islámica, “... porque la prueba es que Mohamed es el último profeta enviado por Allah, y el más sabio... más que Aísa, cuya historia también figura en ‘El Libro’... todo eso que nació de Miriam, que jamás había hecho el amor... ¿cómo se puede creer? En cambio, Mohamed tenía más de veinte mujeres...”.
“Claro –dice el hermoso, ocupado en sacar con sal una mancha de vino de su reluciente pantalón–, no es que nosotros no creamos en Aísa o en Musa o en Ibrahim y tantos otros profetas que figuran en el Koran, sólo que nuestro Mohamed, el último profeta, reúne toda la sabiduría anterior para predicarla en el mundo y así...”
“Lo que pasa es que ustedes, los nazarenos, no tienen la convicción que tenemos nosotros para obedecer a Allah, que hacemos todos los años el Ramadán, pase lo que pase...”, dice el viejo terminando en un murmullo ininteligible que continúa por un rato, mientras, tropezando, tira unos almohadones en el piso, ayudado por el chico, que trae unas mantas.
“Hay que acomodarse antes de que se apague la vela”, me explica el hermoso. “Toma, ayúdame que los dos nos vamos a tapar con esta manta; más tarde hará frío.”
“M’salhir”, dice el chico como al descuido, mientras apaga la vela con dos dedos mojados con saliva y se ríe de una manera inquietante, desproporcionada, para mostrarme sus dientes blanquísimos, que sobre la tez morena resaltan con un encanto más dichoso que el de joyas preciosas. De un modo asombrosamente natural, se acuesta con tranquilidad entre el viejo y yo; esa feliz disposición que ni mis sueños se atrevían a dibujar, tal había sido la conmovedora y mansa sensualidad que todos sus movimientos, sus palabras y sus silencios despertaron en los recovecos de mi alma, ennobleciendo hasta la voluptuosidad cada rincón de esta pocilga.
El viejo aún sigue mascullando un buen rato algunas frases entrecortadas en shlah, mientras yo voy sintiendo levemente, y al rato firmemente, la pierna del chico pegándose a la mía. Algo medroso e irresoluto, contesto el movimiento, justo en el momento en que el total silencio es quebrado por el ronco monólogo embrollado del viejo, que estalla en una pueril exclamación agresiva. Esto obliga, casi mecánicamente, en un movimiento reflejo, a replegar mi pobre y audaz pierna a su juiciosa posición original.
¿Es que estaré en la casa de un brujo, o será este hombre nada más que un especialista en vibraciones?
Parecen siglos los instantes en que me quedo con los ojos más que abiertos, sin moverme, sin pestañear, creo. Sólo se escucha por ahí el persistente roer de una rata y, luego sí, una respiración acompasada.
De un lado, se animan en sigilosos movimientos unas hábiles manos conocidas sacándome el pantalón, unas piernas acomodándose y el fuerte sexo erecto que ayudo a lubricar. Al mismo tiempo, del otro lado, mi boca encuentra largamente los incitantes labios carnosos del chico, sus manos pequeñas recorriendo mi impaciente sexo; ofreciéndome luego, con dócil habilidad, las redondas nalgas ya desnudas.
Entre una disimulada respiración que hace como que duerme, nuestros apremiantes, venturosos jadeos... y el dichoso movimiento acompasado vertiéndonos al éxtasis.
Luego, quebrando la pacífica quietud de esas distendidas caricias que el placer compartido vuelve casi impersonales, el murmullo áspero e imperativo del viejo, y el chico que se despega soñoliento de mi lado.
Es entonces el borracho quien comienza a apretujarme, murmurando nerviosamente al intentar hacer algo conmigo, desesperándose, ya que muy poco puede hacer con tanto vino encima. Yo diciéndole que tranquilo, que lo deje para mañana, que ahora duerma, lo que logra ponerlo más violento aún, y comienza a gritar y a tironearme con toda la fuerza de la impotencia y el alcohol.
Me levanto de un salto y empiezo a vestirme, dispuesto a partir. El chico se hace el dormido, mientras el otro se viste maquinalmente, maldiciendo al mundo entero –observo que se coloca la camisa al revés– y gritándole algo al viejo para que se calme. Pero éste se tambalea hasta la puerta con un cuchillo, gritando: “¡Así no te vas a ir, sucio extranjero...! ¡Además abusaste de mi joven amigo!”. El hermoso logra ponerse en el medio, gritándole mientras trata de sacarle el cuchillo. Con los ojos vidriosos, trastabillando, sin saber a qué recurrir para vindicar su honor mancillado –vacilación ésta que se percibe en el cuchillo que blande con escasa convicción, o con una convicción negativa–, el viejo continúa con sus exaltadas arengas. “¡Así no te vas a ir, naiek...! Me tendrás que pagar todo lo que comiste en mi casa, sucio nazareno...!”
Mi amigo logra apartarlo, mientras yo alcanzo a abrir la puerta y así salimos a la calle desierta. Ellos continúan por un rato con sus tremendos insultos; el viejo acompaña las furibundas letanías con el cuchillo resplandeciente enarbolado en el aire. Hay vecinos asomándose a las ventanas y unos perros que empiezan a ladrar.
Nosotros caminamos sin mucha prisa por las calles vacías.
Al darme vuelta, veo al viejo que se sienta en la vereda con su borrachera, todavía susurrando un vidrioso soliloquio a la luna. El chico está apoyado en la puerta, su shilaba medio rota, mirándonos pensativo, con una sonrisa algo divertida, entre bostezos. Nos saludamos con la mano.
De ¡Qué verdes son tus hojas! (Túnez y otras orillas)
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