Viernes, 1 de octubre de 2010 | Hoy
Por Naty Menstrual
Me llegó un mail con una invitación, digamos, a una reunión social de... género. Mi curiosidad periodística –no la calentura, ni la pajera curiosidad, no, no, no– me llevó a leerlo con atención. El texto decía más o menos así: “Fiesta para todos, hombres héteros, bi, gays abonan entrada. Mujeres, trans y cross, gratis. Se pueden cambiar las chicas que lo necesiten un rato antes. Los hombres con compañía femenina entran gratis también. Se exige desnudo completo o ropa interior: sólo así se podrá estar dentro del recinto”.
¡Upa la la! “Desnudo completo. Ropa interior.”
Desnuda completa yo no iba ni loca: con lechuga, tomate y dos huevos, iba a parecer Rubén Peucelle, ya que no tengo tetas, así que mi darwiniano poder de adaptación me hizo ingeniar un transparente modelazo con baby doll, tanga clavada, medias red con silicona, altos tacos y maquillada como una puerta. Mi ilusión era ver de qué se trataba esa fiestonga, calentarme, desparramarme en brazos de calientes chongazos de miembros latiendo calientes como jugosos pecetos recién salidos del horno para hincarles el diente. Eso sí: nunca había estado en una orgía. Allá fui, algo nerviosa y expectante. Al boliche se ingresaba por un lobby –no sé cómo decirlo, me suena muy pituco y no era el caso– donde había un guardarropa atendido por una amable señorita, que te daba un número y una bolsita para que guardes la ropita, un pequeño grupito de gays se sacaba la suya, se quedaba en boxer blanco (la mayoría, como si el boxer blanco los transformara en modelos de Calvin Klein). Me dio gracia que se quedaran con medias y zapatillas, y hasta algunos atrevidos con medias de vestir y mocasines. ¡No! Muy surrealista.
Yo ropita no dejaba, así que bolsita nada, dejé mi tapadito de compraventa de leopardo y me metí en las fauces de la erótica noche prometida. Varios reservados llenos, la música sonaba y algunos cuerpos se daban matraca llevando el ritmo; una escalera caracol metálica grande comunicaba a la parte más oscura y reventada, había tipos en pelotas con erecciones a la vista colgando como elefantes trompita en busca de algún culito solidario. El promedio de edad era de entre 40 y 112, y yo soy pendejera, mal me la veía. En diferentes cuartos se habían armado performances, un gordo hiperobeso desparramado en un sillón con sus carnes llegando al suelo se hacía brindar placer por una trava vieja sobre su micropene insignificante y lánguido: era como un gran emperador romano, un gran cerdo blanco rosado sin la manzana clavada en la boca. Fui al baño, se me retorció el estómago.
Un petiso de buen cuerpo con linda flauta andaba como loco metiéndola en cada mujer que encontraba a su paso, eran sólo dos o tres gordas calientes que se quedaban en 4 esperando el amor de algún buen cristiano; en mi distracción caliente por el petiso, de pronto sentí una mano, me di vuelta y vi un señor de unos 70 años que me miraba baboso con cara de ternero degollado.
–No, señor, gracias. Paso.
No daba para más: ese lugar era una experiencia bizarra y entretenida, pero ya era hora de salir rajando. Salí en busca de mi apelmazado leopardo, dos cross feas de pelucas de nylon salían haciendo escándalo, las miré y me pregunté cómo pueden andar con esas pelucas que parecen gatos violados. Salieron a la calle, los patovicas confianzudos las saludaron, se cruzaron a la vereda de enfrente y una hizo sonar la alarma de un BMW último modelo reluciente y blanco. Se subieron y tocando bocinazos se fueron arando.
Y yo, con mi pelo natural, me quedé perpleja mirando: esa noche no había sido la mía, pero la vida era así, un día te la ponen y otro día te la sacan. Eso... no hay que dudarlo.
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