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Viernes, 8 de octubre de 2010

Con un pie en el más acá

Contra la tendencia antiage que desprecia las trazas del tiempo sobre el cuerpo más que el paso del tiempo mismo, dos activistas históricos y orgullosamente viejxs, Ilse Fuskova y Héctor Anabitarte, hablan del deseo, la sexualidad y la libertad en esa etapa de la vida en la que el futuro deja de imaginarse y el pasado se reinventa para enhebrar relatos tan cargados de experiencia como de seducción.

 Por Alejandro Modarelli

Apoyaba los zapatos blancos pitucos sobre la roña del asfalto, y tomaba impulso para cruzar la avenida Santa Fe. El litro de vino que se había tomado en el bar El Olmo hacía del cruce una epopeya. De golpe, lo distraía el guiño de ojo de un taxista en un auto medio destartalado, que pasaba y le ofrecía por unos pesos más de un servicio. El instinto de supervivencia convence a veces menos que el deseo, y como en la vejez conservar el estilo es un esfuerzo en ocasiones sobrehumano, su cuerpo que buscaba responder a la seducción con pose firme parecía salírsele del eje, y entonces uno quería correr a tomarlo del brazo por temor a que el mareo le jugase una mala pasada y a que en ese momento, y por culpa del taxista encantador, dejasen para él de existir los otros autos y los semáforos.

Ironista sin relevo, Juan José Hernández oía poco y nada, pero a quién le importaba mientras siguiese recitando sus poesías de burla contra el machismo sobreactuado de Hemingway o el flojo suicidio con veneno del Leopoldo Lugones de la hora de la espada. Fuera de su mesa de El Olmo, el brillante escritor se volvía invulnerable al acoso de los chonguitos, que ignoraban que a él le gustaban los hombres mayores (como a toda señorita, le divertía decir) y que además era tacaño. E invulnerable al tránsito, que ignoraba que él estaba borracho. Imposible saber cómo llegaba siempre del otro lado de la avenida, como si el mundo se adecuara a su fragilidad de anciano y respetase los tiempos de su desplazamiento oblicuo.

Esa imagen de Juan José, de regreso a casa, uno no la olvida. El cuerpo tan débil de los últimos meses antes de su muerte, el intercambio frustrado con un taxista, la borrachera de la que se querían aprovechar otros, develan también la precariedad de tantos otros gays de su edad en aquella esquina donde efebos de bajo costo y poco gimnasio comentan con sus clientes de confianza el último crimen trascendido, el último robo triunfal de aquel zarpado que se pavonea delante de ellos y ha estado ya dos veces en cana. Que a la Ursula la asesinaron clavándole varias veces una birome en la garganta, miren qué saña, y los jueces fueron complacientes, si no cómplices, del odio serial (al viejo, a la marica), que excede el robo. Que a la Roberto lo dejaron atado de manos toda una noche, qué susto, y se llevaron hasta los ceniceros. Ya no hay códigos, se quejan los taxi-boys más profesionales. Por unas zapatillas estridentes algunos muerden la mano de la loca que les da de comer.

A pesar de todo, y por suerte, esa vejez amenazada persiste en el sexo. Y si, muy tarde ya para avivarlos, los órganos clásicos no responden, se impondrá entonces el tacto compensatorio, la boca auxiliadora, las conversaciones puercas que alientan la fantasía. Los últimos cartuchos quemados son también actos de emancipación. A veces la vida misma puede quedar lastimada, pero qué poca cosa es la vida encerrada en una escafandra. Eso sí: se precisará más sagacidad que nunca para conseguir el objeto sexual buscado, porque la ciudad de los jóvenes no es la de siempre, y un error es lección, pero dos ya es antojo. Que ojo de loca ahora también se equivoca. El débil que se arriesga no necesariamente es un tonto irresponsable, a ver si todavía le sumamos una culpa injusta. Su persistencia callejera es también tema de la filosofía: la voluntad de ser aún en el mundo a veces contra el mundo. Y, no mamemos, cuando el propio cuerpo se hace invisible para casi todo levante gratuito.

Si el cuerpo no se salva del abuso de los años, la experiencia vuelta narración divertida puede ser un buen antitóxico contra la melancolía, y hay viejos que al pasar revista a la memoria fascinan como medusas. El problema es que el auditorio actual, con tantos permisos sociales, ya no los necesita. Su palabra, que tiene pasado, ya no tiene futuro. Los sociólogos hablan de saber ancestral cuando se trata de transferir a los jóvenes lo atesorado. Pero hoy son las travestis quienes todavía recogen el guante de esa sabiduría, y las mayores son siempre nodrizas de las recién llegadas.

Este mundo más tolerante se volvió demasiado ajeno para muchos viejos doctorados en chongos que, como extranjeros desorientados, dan consejos en una lengua anacrónica. En el curso de las mudanzas, demasiado difíciles, debieron atravesar dos épocas, dos regímenes de vida, dos procesos identitarios. El paso de una comunidad de pertenencia, aquella especie de secta francmasónica extinguida de la que hablaba Marcel Proust, a una categoría social en la grilla de las orientaciones sexuales. Del homosexual que cuando oye la sirena de una ambulancia grita por hábito reflejo “chicas, la policía”, y “su caso” será hasta su muerte secreto de familia, al chico gay de clase media, habitante tenaz del circuito del consumo, cuya amenaza del día se reduce a que el novio lo encuentre a la noche en el dark room. Chicos que se ríen de quienes todavía ven en Adiós Roberto el archivo de sus vidas, y creen que los edictos policiales pertenecen más a una prehistoria colectiva que a su propia historia individual, y a su closet recién abierto, no le competen.

Ni qué decir si lo oyeran hoy al casi centenario Pancho, que nunca abandonó una obsesiva discreción barrial que es el sucedáneo de la culpa y el estigma. Pancho fue testigo directo en 1942 del famoso escándalo de los cadetes del Colegio Militar, fotografiados semidesnudos en orgías con maricas paquetas de la época. Cuenta que, por esa joda, enseguida sobrevino en Buenos Aires una profusa persecución que dejó en muchos un miedo irrevocable: “Nunca hablo de mi sexualidad con nadie que no sea del ambiente. Además, por suerte no soy afeminado. Alguna vez traje a vivir a algunos muchachos, pero para los vecinos eran mis sobrinos. Cuando pienso en las razones del ocultamiento, me doy cuenta de que el asunto de los cadetes me dejó con miedo, desde entonces me refugié. Me parece maravilloso lo que pasa hoy con los gays, pero llega tarde para mí”.

Para los viejos de menos edad que vienen de largas parejas, al contrario, una ley como la del matrimonio igualitario llega a tiempo porque resuelve cuestiones familiares y patrimoniales prácticas urgentes, justo cuando la muerte deja de ser una apelación romántica, el sueño juvenil del suicidio o el obvio destino de todos, y empieza a dibujarse en el propio cuerpo con sus formas definitivas.

La bella arruga

No obstante, ¿se puede ver la arruga bella, la cana interesante y la experiencia de un plus sexual? Existen jóvenes que la malicia popular llama gerontófilos, abuso de una categoría como hipérbole de sobremesa, que se rinden ante la fruta madura. El filósofo italiano Gianni Vattimo contó en Soy que un chico, en ocasión de yiro, le dijo: “Sos demasiado joven para mí. Me gustan los de más de sesenta”. Eros, además, también puede ser caritativo en los momentos más desfavorables, dice Vattimo, y en un sauna vio cómo la mano de un viejo encontraba un intersticio posible entre dos cuerpos jóvenes enlazados, que no rechazaron la caricia.

“Querido Alejandro”, me escribe desde Aranjuez, donde vive hace años, Héctor Anabitarte, uno de los fundadores del viejo Frente de Liberación Homosexual, y autor de un laberinto de biografías cruzadas que llamó Nadie olvida nada: “A los setenta años hay que adaptarse, asumir que se puede disfrutar de la sexualidad de una manera distinta, incluso al margen de la erección. Y quizá, si el ‘objeto’ es muy atractivo (como un chico tunecino cruzando una avenida en Hammamet durante el Ramadán) funciona mejor que el Viagra. Mohammed ahora me acompaña en el recuerdo, se instaló en mis neuronas un olor, una sonrisa, una mano enérgica que me incorpora mientras disimulo la artrosis. Mohammed me olvidará, no se acordará de mi nombre que le sonó extraño, pero quizá recuerde que un europeo lo trató con consideración... ¿Alianza de civilizaciones? El sexo puede derribar murallas”.

Mohammed me olvidará, no se acordará de mi nombre que le sonó extraño, pero quizá recuerde que un europeo lo trató con consideración... ¿Alianza de civilizaciones? El sexo puede derribar murallas.
Héctor Anabitarte

Por suerte, un país musulmán como Túnez, por ahora refractario al islamismo, ignora los moldes de una cultura antiage como la gay que se va haciendo global, si no se hizo ya, y por eso es un destino de compensación para muchos europeos mayores que bostezan en Chueca. Allá la vejez no es aún para los jóvenes (que en ocasiones llevan un jazmín en la oreja) la aterradora estación terminal frente a la cual hay que cambiarse de vereda sino la edad del sabio que mira en perspectiva toda la vida humana y, como Sócrates, también seduce. Quienes pueden darse el lujo, vayan tomando nota.

“A los setenta años –escribe Anabitarte–, si uno tiene controlada la envidia, los celos, y más o menos hay salud, la vejez puede ser una etapa agradable. Y es el momento de ejercer la generosidad con lo acumulado. Algunos ancianos se quejan de que están solos, y cuando muere alguien de su edad dicen, como un amigo mío: ‘Se van los mejores y no hay relevo’. No hay que caer en la negación del presente, porque uno queda entonces en una dimensión paralela. La amistad, la relación con el entorno, es algo que hay que cultivar desde joven. Participo en asociaciones de ayuda a los inmigrantes, en política. Además, la soledad es imposible, uno está acompañado por tanta gente que murió... Me preguntas por la muerte, uno de los tabúes de nuestra cultura. Si se ensaya aceptarla –nada fácil– y te dedicas a preparar las valijas que no irán a ninguna parte, y se aprende con disimulo a despedirse de personas, de cosas y paisajes, puede ser algo gratificante. Si me enamoro de un tunecino de 25 o 40 años, deseo todo lo mejor para él, sabiendo con serenidad que no debe proyectarme. Ahora que lo pienso, ¡qué sensación de libertad!”

Ilse Fuskova fue la primera feminista que en la televisión argentina se nombró lesbiana, a principios de los ’90, aunque hoy milita con pasión a favor del medio ambiente porque, sin un planeta habitable, ¿qué humanidad –y qué diversidad– se podrá seguir soñando? Como en Carlos Jáuregui, una estadía previa en Europa operó en ella, ya madura, como novela de educación activista, y fue en Berlín donde tomó contacto con el universo teórico y comunitario lésbico. Tuvo la suerte, además, de tener un marido cosmopolita que después de treinta años de matrimonio y tres hijos comprendió que debía comprenderla. Aquellos años ’80 fueron también los de los primeros amores, y en un encuentro feminista en Bertioga, Brasil, donde para su asombro “las mujeres bailaban entre ellas con un erotismo exacerbado”, conoció a la famosa militante española Empar Pineda: “Ser lesbiana, además de un enfrentamiento con la heterosexualidad obligatoria, es un desafío poderoso al patriarcado. En esa época, ese desafío lo vivía también como una celebración. Hacerme lesbiana fue, además, un trabajo del espíritu, una ética que superaba el nivel de lo sexual, y hoy llego a los ochenta y un años junto a Claudina, mi pareja desde 1992, con mutuo respeto y con orgullo. La vida lésbica me proveyó de independencia; aunque admito que mi separación me dejó con una buena economía y entonces la posibilidad de conocer el mundo, algo que muchas otras no pudieron vivir. ¿Cómo veo hoy al movimiento lésbico? Me gustaría verlo con una mayor elaboración de lo que significa ser lesbiana. No quedar tan sujetas a la genitalidad sino permitirse otras exploraciones de ese cuerpo de mujer que se ama como se amó en el origen el cuerpo de la madre. No podemos hacer como los varones, y en lugar de entronizar el pene, endiosar la concha.

Una teórica maravillosa que conocí en Buenos Aires en 1989, Sarah Hoagland, escribió en Lesbian Ethics sobre la posibilidad de una revolución moral, del antagonismo a la cooperación, a partir de la experiencia lésbica. Ella nos convoca, más allá de lo genital, a ir hacia la otredad como compromiso, como obligación y también como justicia. Yo quisiera conservar esa lectura en mi pensamiento. A los ochenta y uno, hay que haber entendido muy bien qué significa salirse de los diez centímetros erógenos”.

Para Ilse Fuskova, como para muchas otras lesbianas, la edad adulta puede ser buena proveedora de sensaciones de libertad, en general desconocidas en la juventud. La visibilidad lésbica, que tan a menudo llega tarde, funciona así a contrapelo de esa invisibilidad paradójica que sobreviene en los gays a medida que envejecen y van quedando fuera del mercado del deseo.

Una nueva narración de la vejez

Tiempo antes de hacerse decapitar, joven todavía a los cuarenta y tantos por las prácticas fanáticas de musculación y enojado con el Japón de su época, Yukio Mishima escribió: “La muerte es el lugar de la belleza última, siempre y cuando se muera joven”. Quien se había echado unas pajas pensando en el cuerpo martirizado por las flechas de San Sebastián, ese icono gay y quien dice también S/M (si no de la acupuntura, para algunos ingeniosos) resumía con aquella frase la juventud como el único estadio en que vale la pena vivir, sobre todo si se muere, en contraposición con la vejez como escenario de desecho y de derrota. Y José Ingenieros, el talentoso precursor de la sociología, y además médico criminólogo que soñaba con razas perfectas, asoció la vejez a la mediocridad, adelantándose a los jóvenes de La guerra del cerdo, la novela de Bioy Casares, donde los viejos son vistos como seres superfluos y abyectos, y enseguida como objeto de exterminio.

Con menos romanticismo tardío, muchos en el ambiente gay prefieren morir antes que llegar a esa edad que, fantasean, los encontrará con el pelo mal teñido y los pinchazos del botox. Puto viejo o loca vieja patética son algunas de las categorías que se oyen (y que muchos en El Olmo se dicen a sí mismos), y hasta conocí a un chico que cuando veía venir a un anciano se cambiaba de vereda, como si temiera tropezar y caer en manos de su futuro. Si para el sentido común de la sociedad heterosexual el viejo tiene que retirarse a los cuarteles de invierno del deseo, el que además sea puto –y en ejercicio de pecado carnal– es ya un congreso de calamidades. Dirán que al cataclismo del tiempo se le suman las veleidades crepusculares de la carne y la soledad inevitable de quien vivió en las márgenes.

A nadie le es fácil ponerse en lugar del viejo, porque ese lugar es el testimonio de la autoridad del tiempo y la precariedad de toda vida, e incluso un suicida como Mishima decía querer vivir para siempre. Demasiados gays –mucho menos las lesbianas– creen que llegado ese momento deberán cerrar el grifo del deseo y devolverse a un closet donde el pasado es el único presente digno.

“Ser gay, lesbiana, trans o intersexual, generalmente es más difícil”, nos dice Anabitarte. “En realidad, en mi caso, es una ventaja. Mirando a familiares y amigos de mi generación, opino que ser gay provocó que mi vida fuera más intensa, más interesante. Me ayudó a cuestionar, me enseñó que la solidaridad es una obligación, no una posibilidad... En el tren de la vida estoy en la última estación, en el andén que no va a ninguna parte, fumando apaciblemente, que ya el médico me dijo que no lo hiciera. Que es mi único factor de riesgo. No me conoce. En este momento, no sé por qué, se me aparece Adelaida Gigli (poeta, ex esposa de David Viñas y madre de sus dos hijos desaparecidos), amiga, compañera, cómplice. Le encantaba decir: ‘Me gustan los putos porque son insaciables’.”

Al acoso de la melancolía, contra los cuarteles de invierno y los mundos perdidos, habrá que oponer más pensamiento creativo, caricia y deseo. El camino que imagino es el que le gustaba a Adelaida: el de los insaciables. Más allá de los diez centímetros erógenos de los que habla Ilse Fuskova. Sí. Pero también ahí mismo, si todavía se puede.

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Hacerme lesbiana fue, además, un trabajo del espíritu, una ética que superaba el nivel de lo sexual, y hoy llego a los ochenta y un años junto a Claudina, mi pareja desde 1992, con mutuo respeto y con orgullo. La vida lésbica me proveyó de independencia.
Ilse Fuskova
Imagen: Sebastián Freire
 
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