Viernes, 8 de octubre de 2010 | Hoy
NOTA AL PIE:
Por Raúl Trujillo
Los Obama caminaban tomados de la mano por las calles de Washington luego de bajarse de la limusina el día de su asunción, en un gesto que de inmediato transmitió seguridad a la Unión. Sus trajes blindados realizados a medida con fibras armadías por el colombiano Miguel Caballero —como garantía de su fashion security, él mismo se deja balear durante las ferias portando su blazer blindado— los protegían de no repetir la historia en versión color de JFK.
De armaduras conocemos sobre todo las occidentales. Las europeas con las que vestimos en nuestro imaginario las Cruzadas o la sofocante conquista del nuevo mundo, pero son mucho más antiguas. Los asirios (XIX a.C.) las usaron elaboradas en cuero, en algunos casos recubiertas con tachas de metal, que luego llevarían los ejércitos egipcios como cascos o pectorales enormes, dejando expuestas las extremidades para la acción. Sólo los altos rangos llevaron siempre cascos de metal. Bajo la dominación romana se extendió el uso de elaboradas piezas realizadas en metal por artesanos —cascos, petos o brazal— para los generales y rudos gladiadores, pero la infantería llevó siempre modelos más livianos y fue sólo después del Medioevo, con la llegada de los tejidos en argollas de metal, que las armaduras lograron el aspecto que reconocemos. Estas armaduras estaban compuestas por más de veinticinco partes y podrían pesar hasta treinta kilos, pero ya cubrían la totalidad del cuerpo. De este lado del mundo, nuestros guerreros de los Andes y el Amazonas sabían que ante dardos con letal veneno, sólo mágicas plumas. Lo más similar a una armadura posiblemente la llevó el Señor de Sipán en grandes discos de oro cosidos a una camisa de algodón que refulgía al sol del mediodía durante las ceremonias a su dios.
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