Viernes, 17 de diciembre de 2010 | Hoy
El 9 de agosto de 1967, en Londres, el dramaturgo Joe Orton fue asesinado a martillazos por su amante, quien se suicidó dejando una nota que decía: “En sus diarios esto ya estaba explicado”. Los alegres y lujuriosos diarios de Joe Orton reeditados este año (Editorial Cabaret Voltaire), mucho más que develar algún dato sobre su horrible final, ponen en evidencia la importancia que el género íntimo, ya sea como memorias o diarios, ha tenido en la construcción de un discurso gay orgulloso de su erotismo, especialmente en tiempos de represión más dura.
Por Adrián Melo
”En el vagón en el que estábamos almorzando, reconocí al instante como ‘uno de los nuestros’ a un camarero joven y guapo. Mientras mi padre estudiaba el menú, intercambié miradas y guiños con ese joven. Hacia el final de la comida, cuando ya el servicio había terminado, pasó delante de mí con una mirada significativa y se volvió para mirarme una vez más antes de desaparecer en el pasillo. Le puse a mi padre la excusa de que tenía que hacer una necesidad y lo seguí. Me estaba esperando ante la puerta del lavabo. Entramos juntos y rápidamente nos desabotonamos el uno al otro y nos dimos placer. Luego regresé para terminar de tomarme el café.”
¿Alguien que sea gay puede no reconocer como propia esta escena que describe J.R. Ackerley en Mi padre y yo, más allá de unas pocas variaciones? El género autobiográfico, los testimonios, funcionó como una especie de boca a boca o mano en mano y fue fundamental para la construcción de la cultura y el orgullo gay. En los últimos diez años han sido reeditados o editados en castellano una biblioteca entera de este tipo de textos.
A las autobiografías de Gianni Vattimo (No ser Dios) y Gore Vidal (Navegación a la vista), les siguieron la reedición de las Memorias, de Tennessee Williams, y El templo y Un mundo dentro del mundo de Stephen Spender, y los Diarios de André Gide. Y a éstas les habían precedido en un escaso margen de años las publicaciones de los Diarios de John Cheever y de Jaime Gil de Biedma (Retrato del artista en 1956), los recuerdos personales de Juan Goytisolo (Coto vedado), los extraordinarios recuerdos de J.R. Ackerley (Mi padre y yo y Vacación hindú), la Autobiografía de Juan José Sebreli, las Memorias de Gore Vidal, entre muchas otras. Siguiendo esta tendencia han sido recientemente reeditados en castellano, después de veintitrés años, los Diarios de Joe Orton, uno de los diarios íntimos más divertidos y malditos, y quizás el más escandaloso que viera la luz durante el siglo pasado.
Frecuentemente, los diarios personales, al oscilar entre la revelación y el secreto, han sido una muy buena expresión y metáfora de la vida homosexual. Pero, más frecuentemente, sus páginas suelen poner al descubierto aquello destinado a permanecer en el oprobio y la vergüenza. Y quizás allí radican su fuerza y su subversión: en festejar los deseos prohibidos, en que los amores perdurables o furtivos y los sueños entre personas del mismo sexo condenados por la sociedad aparezcan como naturales y disfrutables, como orgía carnavalesca de la carne masculina.
Jaime Gil de Biedma pidió expresamente que su diario fuera publicado luego de su muerte. ¿Por qué eligió dejar esos escritos en el lugar del balance y del legado póstumo? ¿Por qué quiso que se lo recordara particularmente por ellos? Quizá porque fueron sus noches con Salvador, con David, con Lino y con tantos muchachos anónimos (“Durante todos estos días me he dejado llevar de mí mismo, sin hacerme preguntas y sin hacerme reproches. He hecho el amor con cierta frecuencia: viernes, sábado y domingo, a diversas horas, y creo que me ha sentado bien. Con este último, Apia, por la noche me sentía agradablemente fatigado”), los que le inspiraron poemas como éste:
Porque no es la impaciencia del buscador de orgasmo
quien me tira del cuerpo hacia otros cuerpos
(...)
Para saber del amor, para aprenderle,
haber estado solo es necesario.
Y es necesario en cuatrocientas noches
–con cuatrocientos cuerpos diferentes–
haber hecho el amor...
En los mismos términos se expresó Ackerley en Mi padre y yo (donde Ackerley, imitando el gesto de Cocteau en el Libro blanco, confiesa su propia homosexualidad a la vez que la de su apuesto padre) a propósito de la búsqueda del amor y la promiscuidad: “Y, sin embargo, a pesar de esas aventuras, si alguien me hubiera preguntado qué estaba haciendo, no creo que habría respondido que estaba tratando de pasarla bien. Creo que habría dicho que estaba buscando el Amigo Ideal... Aunque a lo largo de los años pasaron por mis manos doscientos o trescientos jóvenes, no me consideraba libertino sino monógamo”...
Tanto Ackerley como Gil de Biedma, que buscaron durante parte de sus vidas al Amigo Ideal, terminaron por concluir que quizá no sea necesaria la propiedad; que, por el contrario, como el sociólogo Georg Simmel lo había expresado muchos años atrás, lo que para gozar de ello debemos poseer por completo terminamos destruyéndolo, más rápido o más lentamente, a través de la posesión: la carne asada, el vino, la vestimenta y todo lo que poseemos materialmente. Pero un beso, la contemplación de la hermosura, la risa, una mirada, las estrellas y los astros: de todo ello se puede gozar sin poseerlo.
Juan Goytisolo comparte a su vez con Ackerley el frenesí por los barrios bajos, la pasión por los muchachos viriles, los marineros, los obreros, los pescadores y los guardavidas. En el genial Coto vedado desarrolla la idea de que las andanzas y los callejeos por el barrio proletario no sólo se limitaron a contentar su sexo sino que a la vez avivaron su percepción de las cosas, lo obligaron a contemplar otras parcelas de realidad. Su enamoramiento de Raimundo, un hombre duro, que fuera un buscavidas toda su vida, que no cedió a sus encantos y que murió borracho, agonizando en bares y cafés, hacen nacer al artista y a la vez su conciencia de militante de izquierda.
El problema con Joe Orton es que frecuentemente su vida y su obra son opacadas o leídas a la sombra de su sórdida muerte. Orton murió asesinado mientras dormía, a martillazos en el cráneo por quien fuera su amante durante dieciséis años, su mentor y probablemente la persona más influyente de su vida: Kenneth Halliwell. La historia fue popularizada por la película Prick Up your Ears (1987).
El final truculento contribuyó a alimentar el mito de los gays como inadaptados y destinados a finales trágicos, e impidió rescatar para la historia los aspectos más subversivos de la pareja de amantes. La relación entre Orton y Halliwell era un acto de valiente rebeldía en un momento en que la homosexualidad todavía estaba penada en el Reino Unido. Vivían como pareja, acudían juntos a fiestas y estrenos, no solían separarse casi nunca.
Asimismo, la obra de Orton, que bien podría haberse constituido en paradigma de la década del ’60, fue frecuentemente olvidada bajo las páginas de los sucesos policiales o leída como presagio de su muerte.
Así, en Un rufián en la escalera, un joven de corazón destrozado busca hacerse matar por el asesino a sueldo de su hermano. El muchacho quiere ser sepultado con su hermano, estar unido en la vida como en la muerte. Lo mismo ocurrió con Halliwell y Orton. Halliwell se suicidó con Nembutal después del asesinato y sus cenizas fueron mezcladas, constituyéndose en un caso atípico en donde se juntan para la eternidad los restos del asesino y su víctima. A lo largo de la obra se insinúa que los hermanos eran amantes. El hermano superviviente rememora su cuerpo de deportista, tatuado y lo bien que le quedaban los shorts blancos. El erotismo se entremezcla con la muerte.
En Loot, una pareja de adolescentes varones, amantes y bisexuales, uno de ellos obsesionado con los burdeles, esconde el botín del robo de un banco en el cajón de la madre de uno de ellos, a la cual están velando. En una de las escenas juegan con la dentadura postiza del cadáver (en algunas de las funciones de la obra se usó la dentadura postiza que pertenecía realmente a la madre de Joe, recientemente fallecida). Los restos mortales de la madre se bambolean, se esconden o se ponen a la luz de acuerdo con el interés de esconder el dinero del corrupto detective que investiga el robo bancario. Según las memorias de Dennis Dewsnap: “En el momento de unir las cenizas de Joe y Kenneth [Halliwell], la hermana de Joe tomó un puñado de cenizas de ambas urnas y dijo: ‘Un poco de Joe y un poco de Kenneth. Aunque creo que un poco más de nuestro Joe, y un poco más de Kenneth’”. Entonces la agente de Orton, Peggy, exclamó: “Vamos, queridita: es sólo un gesto, no una receta de cocina”, una frase que le hubiera encantado al propio Orton y que bien podría haber sido parte de Loot.
Orton fue un pionero en poner en escena cuestiones que se constituirían en tópicos de época: la burla a la moral burguesa del matrimonio y de la familia, la parodia de las rígidas categorías sexuales, el sexo como liberación y como goce, el cuerpo desnudo como objeto del deseo, el psicoanálisis y el erotismo y la homosexualidad.
Hijas de su tiempo, imitadas y banalizadas hasta el cansancio, las obras de teatro de Orton serán probablemente olvidadas. Pero hay dos obras que indudablemente se recuperarán y perdurarán. La primera, el gesto que lo lanzó a la cárcel y a la fama: junto con Halliwell empezaron a robar y adulterar libros en la biblioteca local. Les modificaban sutilmente la tapa o las solapas, y luego los devolvían sin ser descubiertos. Por ejemplo, un libro de poemas de John Betjeman fue devuelto a la biblioteca con un nuevo forro que mostraba la fotografía de un hombre de mediana edad casi desnudo y lleno de tatuajes (“hice cosas como pegar un cuadro de una imagen desnuda sobre un libro clásico, sobre la imagen del autor quien, pienso, era Lady Lewisham. Hice cosas muy extrañas”, declaró Orton). La pareja utilizaba asimismo muchas de las tapas originales para decorar su apartamento. El que resultó más escandaloso para los jueces y para la opinión pública inglesa fue curiosamente el reemplazo de la tapa de un libro de especies de rosas, por gorilas. A raíz de ello, el periódico Daily Mirror tituló los hechos utilizando la expresión “Gorila en las rosas”. Orton y Halliwell fueron condenados a seis meses de prisión (“Un tiempo maravilloso”, dice Orton con encanto en una entrevista para televisión en abril de 1967, de la cual se conservan fragmentos en YouTube). Actualmente, los collages realizados por los amantes son considerados verdaderas obras de arte.
Por su parte, los Diarios cubren poco más que los últimos ocho meses de la vida de Orton, desde diciembre de 1966 hasta agosto de 1967. Según Halliwell escondían el secreto del asesinato atroz: “Si leéis sus diarios, todo quedara explicado”, reza su nota suicida. “Sobre todo la última parte.” Sin embargo, es probable que la “última parte” se la haya quedado la policía.
Muchos críticos han hecho hincapié en que puede reconstruirse a través de ellos el doloroso distanciamiento y la crisis de la pareja. Pero más allá de algunos rastros, los diarios son mayormente un verdadero festival de la carne, de la vaselina, de los mingitorios y de la celebración de la carne masculina. Siguiendo la tradición de Pierre Loti, Oscar Wilde y André Gide, entre otros que en algún momento fueron a buscar el paraíso de los sentidos a Oriente, en sus Diarios puede leerse el desfile de chicos argelinos a su cama durante su estadía en Tánger: “Le di la vuelta. Admiré la forma de su espalda, esa bella forma que sólo se tiene a los catorce años. Sus nalgas, que no eran nada oscuras sino de un tono cremoso, se alzan de forma muy pronunciada sobre la cintura. Apoyó la cara en la almohada. Entré hasta donde podía y le di bien tres cuartos de hora”.
Pero a la vez nos brinda páginas de una delicada poesía que celebran la belleza del mundo perecedero: “Qué increíble, pensé luego, mientras le veía ducharse, ver a un muchacho de quince años desnudo. La pequeña cintura, la súbita prominencia del trasero; no era sólo una cuestión sexual: era una experiencia estética. Sentado en la bañera, parecía un lienzo de un impresionista, de algún pintor de la talla de Renoir. Había un breve brote de vello en la región lumbar que se extendía hacia las nalgas. Mientras lo contemplaba así, secándose con absoluta naturalidad, sin la menor timidez, pensé que nada envejece más que ver a los hijos desnudos si son hermosos”.
Una cara es el Marruecos de 1967: el sol ardiente, los niños jugando y siempre, por todas partes, muchachos y hombres jóvenes. La otra cara del mundo sensual que describe Orton en sus Diarios es la del Londres de los años ’60. Los lugares de “levante”, el callejeo por las ciudades en busca de sexo y, sobre todo, las orgías en los baños públicos.
El paso de los años, el temor a caer en una vejez patética correteando y pagando por los jóvenes, tema caro a cualquier gay, es también un tema recurrente de sus Diarios. Allí donde Gide dice que “es también que al comprobar cómo a mi alrededor el agua se retira, mi sed aumenta, y me siento más joven cuanto menos tiempo me queda para sentirlo”; o Ackerley: “Y con el transcurso de los años veía a aquellos competidores míos (en la búsqueda de soldados y marineros) cada vez más viejos, y al verme reflejado en los espejos de los bares o tabernas, me daba cuenta de que lo mismo me estaba sucediendo a mí, de que me estaba convirtiendo en lo que los soldados llamaban un ‘viejo sarasa’ o un ‘carrozón’, y que a mis probabilidades de encontrar el Amigo Ideal les estaba pasando lo que a mi pelo, que cada vez tenía menos”.
Orton señala: “Di una vuelta. Nadie a quien ligarme. Sólo un montón de vejestorios repugnantes. ‘Yo también seré un vejestorio repugnante algún día’, pensé con tristeza. Aunque tengo grandes esperanzas de morir en plena juventud” (14 de julio).
“Las mayores fuerzas de la vida íntima –las pasiones del corazón, los pensamientos de la mente, las delicias de los sentidos– llevan una cierta y oscura existencia hasta que adquieren visibilidad y se hacen públicas”, decía Hannah Arendt. Thomas Mann solía registrar obsesivamente en sus cuadernos a los muchachos que le gustaban y que sólo había contemplado o cruzado en recitales y en conciertos, en bares y hoteles. Si el tema principal de todo diario personal es la doble vida, ninguno pudo expresarlo con mayor estilo que André Gide (“Amo a Madeleine con toda mi alma; el amor que siento por Marc no le ha robado nada”), o con mayor tortuosidad que John Cheever, cuyos diarios revelan la angustia protestante de un hombre que se debate entre la paz y la limpieza hogareña, los hijos y la mujer que ama desde la juventud, por un lado, y los encuentros en las duchas y los mingitorios, y el cosquilleo en el bajo vientre que sentía frente a los jóvenes de torsos desnudos en las piscinas públicas, por el otro.
Quizá todos ellos debieron escuchar la lección que Orton ya había aprendido cuando contaba con apenas 34 años: “Tienes que hacer lo que te gusta... Siempre que disfrutes haciéndolo y no hagas mal a nadie... Procura que te cojan, si te apetece. Consigue algo que te guste. Rechaza todos los valores sociales. Y disfruta de la sexualidad. Cuando te mueras, lamentarás no haber disfrutado de tus órganos genitales”.
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