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Viernes, 25 de febrero de 2011

Mi closet y yo

Patear una puerta y salir del closet, ¿así de fácil era la historia? Haber logrado ser a esta altura del siglo XXI una opción sexual minoritaria tolerada y hasta a veces bienvenida en el mercado de las identidades no es lo mismo que ser tan “nada que llame la atención” como lo es la heterosexualidad. Más allá de la frontera barrida gracias a los derechos adquiridos, perdura la injuria que nos precede y que sigue resonando en muchos ámbitos, por eso las formas que va adoptando el closet son difíciles de percibir y de derribar.

 Por Alejandro Modarelli

En los días previos a irse de casa, como evidencia de un martirio privado que su pareja apenas intuía y el afecto no había podido compensar, dejó escritos en una libreta personal ocultada con desidia unas frases que servían para explicar su decisión. Huellas de su vida introspectiva, el treintañero que dice amar a otro varón confesaba ahí la repugnancia que le provoca una existencia que siente no haber elegido (escribe más o menos esto: “Ser homosexual es una maldición. Soy horrible para el mundo, y un extraño para mí mismo. ¿Todavía puedo escapar a esta forma de vivir? Porque yo no fui así al principio, ni cuando era un adolescente. La vida de adulto me exige claridad y, sin embargo, sigo fijo en la pregunta pendeja: ¿quién soy?”. A empujones hacia una identidad sexual que no desea, hubiera querido reservar a una mujer su futuro. Pero qué cosa será el futuro, se dice. Perdido en todos lados, este desterrado no sabe ya en qué lengua hacerse entender que no sea la de la huida. Estas anotaciones suyas son también un mensaje para la pareja abandonada. Y un testimonio involuntario para toda una colectividad que debió atravesar demasiados desiertos antes de reconocerse: en las palabras de Alexis, muchos gays, muchas lesbianas ya libres de la vergüenza de sí regresarán por un instante y contra la paz del olvido a su propia y dolorosa época del armario y la enajenación. Incluso sirve de punzada para aquellos bien jóvenes, a los que la vergüenza les suena a bolero viejo, la aceptación social es producto de la aceptación individual, y no al revés, y no precisan salirse del closet porque sienten que jamás entraron. Porque en estos asuntos, amigos y amigas, no hay herida homofóbica infligida contra uno mismo que no sea a la vez contra todos.

“El relato de este muchacho Alexis, que ya es grande, me produce enojo y dolor. Sé que el enojo es injusto; termina siendo bronca contra el débil que se queda fijo, por impotencia, en aquello de lo que nosotros suponemos haber podido escapar por completo. Y en algún punto uno lo condena como si se tratara de una capitulación. ¿Cómo no tiene valor, cómo no tiene fuerza? Me parece oír que a través de él hablan los fantasmas que nos atacaban a nosotros cuando éramos chicos. Y él se abraza a los fantasmas, como el que traiciona. De pronto se me viene una imagen de mis veinte años. Yo estaba en el vagón de un tren sentado junto a un tipo que tenía los ojos cerrados. Había quedado poca gente. Me excitaban las piernas y le acaricié un muslo. El tipo abre los ojos, se levanta y camina hacia adelante, hacia otro vagón. Unos minutos después lo veo venir hacia mí. En ese momento estábamos ya solos. Cuando el tren para en la estación, me agarra del brazo y me empuja hacia el andén. Era de noche, no había nadie. Ahí, en total silencio, me golpea en la cara (quedé por unos días desfigurado. Me robaron, inventé). Yo quise detenerlo con súplicas, y le gritaba: ¿No ves que soy un enfermo? Era una argucia, un arma de defensa, pero también una convicción. En esa apelación desesperada, si querés en esa trampa, se colaba la mala conciencia de la sociedad, se coló su voz, como para parar la violencia que ella misma venía produciendo.”

A los cuarenta y tantos años, Omar, que de él son estas palabras, cree ver en este recuerdo de la primera juventud la huella más fresca del antiguo closet. En los golpes en el andén ferroviario, en la respuesta a esos golpes, se jugaba en aquella época una batalla alrededor del silencio impuesto, que jamás no obstante puede asumirse del todo. El miedo a que los otros sepan, aun si saben (“¿no te habrá agarrado un loquito moralista a vos?”, le dijo medio en broma, medio en serio, un compañero de oficina que adivinaba sus gustos). Porque donde hay batallas, hay fugas. Closet y contracloset. “El closet, además de un sufrimiento psíquico, es esa presencia afilada que corta todos los escenarios. La verdulería, el hospital, el examen de idioma donde la profesora propone hablar de la vida privada. Es el desliz de una paciente mía tapada, que en una reunión de colegas donde todos hablaban de los proyectos matrimoniales, ella, supuesta soltera, dijo: nosotras nos compramos un perro... A ella le ha llevado mucho tiempo darse cuenta de que el dolor no es enfermedad.” El psiquiatra y psicoanalista Pablo Gagliesi, director de Fundación Foro y un teórico que se ha concentrado en los procesos del coming out, toma a su paciente C. como ejemplo de esa saga en las biografías de gays y lesbianas que es su vida en el armario. El coming out sería un camino de marchas y contramarchas sucesivas, deconstrucción de valoraciones, un recorrido desde la toma de conciencia de un deseo, la inclusión en una comunidad y una cultura, hasta una percepción de la propia identidad como algo positivo y deseable.

Dolor como síntoma de enfermedad, entonces, en la paciente de Gagliesi. Deseo como síntoma de una enfermedad, en el Omar de los viejos tiempos. ¿Cómo pegarle a un enfermo, aun si con el manoseo ha hecho alarde de la enfermedad? A través del ardid que usó Omar con el homófobo, en el enredo de la mentira a los padres y los amigos, en la adivinación del compañero de oficina, el silencio se transforma en acontecimiento, donde todos creen tener algo que decir.

Hacerse gay, hacerse lesbiana

¿Es posible que, tantos años después de vivir entre gays como si fuera gay, el Alexis de la despedida no se haya hecho, realmente, “un gay”? Didier Eribon, en Reflexiones sobre la cuestión gay, inspira esa pregunta. Recuerdo haber leído que, en la salida del armario, no se tratará sólo de sentirse un homosexual sino de elegir serlo encarnizadamente, al modo que proponía Michel Foucault y recuerda Gagliesi, porque sólo así podrá uno creerse verdaderamente con derecho. Bien gestionado por la rebeldía, el estigma califica también como herramienta de libertad. Además, después de décadas de lucha, el trabajo emancipatorio ya no cuesta tanto, aun si estará siempre a medio hacer. Al fin y al cabo, las primeras relaciones homosexuales ya han sido en muchos casos suficiente épica del sufrimiento (en aquel baño del colegio o la estación de tren, donde una bragueta abierta puede tener espinas, en aquel dormitorio de adulto que se nos volvía de golpe tan extraño, en el sabor amargo de un chongo en el descampado oeste, y siempre bajo el peso traumático del silencio). Cuando muchos heterosexuales nos reprochan, un poco en broma, mucho en serio, nuestra recurrente conversación sobre temas sexuales, como si nuestro lenguaje fuese un dialecto conformado antes que nada por los vocablos que designan genitales, debieran tomar en cuenta lo que significó nuestro despertar ermitaño a la conciencia de ser diferentes, cuando supimos con tanta angustia que debíamos callarnos, ay, creyendo que éramos los únicos, mientras que los otros podían hablar. Charlar tanto de “eso” forma parte de la epopeya, la búsqueda de una revancha contra el silencio.

“La homofobia social, si se junta con la homofobia internalizada, resulta fatal. Ahora, cuando de la cárcel del silencio pasamos a estar con salidas transitorias, es difícil que el paciente que se cree asumido detecte su propia homofobia.” Quien habla, el licenciado en Psicología Jorge Horacio Raíces Montero, es el coordinador del Departamento Académico y de investigación de la CHA. Sigue: “La homofobia internalizada se manifiesta de manera mucho más sutil que antes. Ya no se trata apenas de traer a la sesión el relato de una enfermedad, o peor, de un pecado. Ahora uno oye cosas tales como: cada vez hay más pasivos en el ambiente, y es una tragedia. O que le gustaría tener hijos, pero que lo mejor para ellos es un papá y una mamá. Está el papá gay que siente vergüenza frente a los otros padres, y que tiene miedo de no poder nunca hacer realmente feliz (heterosexual) a su hijo. Aquel al que le resulta lógico que los hermanos le pidan hacerse cargo de la madre porque ‘vos no tenés problemas’, lo que significa volverse representante tardío de ese mito que hacía de la última de las hijas mujeres la soltera que pasaba a cumplir la función de geriátrico. En el consultorio se oye hasta el absurdo de pensar que no se tiene pareja porque los putos son todos promiscuos, o que no puedo porque la tengo chica para el promedio. Esto es como hacer un gueto de sí mismo, vivir en estado de duelo. Como verás, en la era de los derechos civiles, los fantasmas de la homofobia encuentran resquicios por donde seguir dando sus órdenes. El aparato psíquico no sabe de anécdotas, como la promulgación del matrimonio igualitario; sólo sabe de órdenes y de ahí se derivan los síntomas”.

Lo de “hacerse gay o lesbiana” es, por así decirlo, una de las labores del devenir. Transformarse y asumirse, digamos, al modo del existencialista. Llegar a ser lo que uno es, como quería Nietzsche. Y a una fisonomía, un estilillo, que se anuncia propia y singular también se llega mediante la mímesis, porque los gestos, las ocurrencias y el tumulto de la moda se van conformando en compañía de las otras locas, las otras tortas. Hoy será la revuelta colectiva de un peinado, pero mañana su traición. Entonces se nos vuelven felices aquellas formas nuevas de amistad —tan intensas porque se licua ahí el estigma— y sobre todo el amor en pareja, que al principio mirábamos desde afuera un poco con desconfianza. Descubrimos que a partir del propio deseo vivido hay un punto de llegada a una comunidad de intereses y de pensamientos, una identidad compartida sobre la que afirmarse frente al mundo.

Y ese ambiente de pertenencia, afectivo y territorial, que a veces con tanta liviandad se denuesta bajo el calificativo de gueto (como si el Castro de San Francisco evocara el barrio judío de Varsovia y la tilinga Chueca la Rocinha carioca militarizada) funciona como primera plaza de la liberación. Que sobrevenga después, si se quiere, la discusión sobre la trampa de las identidades o el imperialismo de la cultura gay lésbica globalizada —ay, sí, medio soporífera— contra el modelo originario loca/chongo, bien sexy para tantos. Puto o torta peronista de la periferia versus gay o lesbiana del centro. Asimilación social versus revulsión contracultural. Alianza con otros movimientos sociales versus retraimiento en la propia agenda de reivindicaciones. Para el chico o la chica que se asoma a los primeros destellos del deseo, la comunidad gay lésbica será necesariamente el punto de partida, y no de llegada, para sus futuros acuerdos o desacuerdos respecto de muchas de estas cuestiones.

Devenir marica, devenir butch

Para Alexis, la vida entre gays (y apenas unos pocos acceden a su confianza y su alcázar de macho) se le ha querido imponer como se impone el destino en los melodramas, y se ahoga de espanto de sólo verse reflejado en el espejo de la sociedad rosa. ¿Y si la mariconería fuera el precio y el síntoma necesarios por adherir a la causa? Pequeño Aquiles difuminado entre pseudo mujeres, él no quiere quebrar la piernita como una gacela ni suavizar la voz; eso sería elegir para sí una pose infame, y resignar en cambio la pose de los fuertes, en medio de los cuales creció y aprendió a jugarse. Le encanta ser penetrado, pero lo aterrorizan las supuestas consecuencias. El vive de modo dramático bajo el antiguo régimen de la loca y el chongo, donde los roles sexuales son destinos. Pasivo es mujer, activo es varón. No puedo recibir por atrás y ser varón a la vez. Por alguna razón, en estas cuestiones piensa todavía como piensan los amigos de la adolescencia del barrio conurbano (puto es quien recibe), con los que salía a buscar travestis de tarifas bajas y visitar punteros, y que ahora ya no son sus pares en el alto reino de la heterosexualidad. Aun cuando hoy pueda mirarlos, sí, un poco desde la altura de su cierto ascenso social.

En el cuestionamiento a la identidad denegada, señala Gagliesi, los temores de un tipo como Alexis a volverse una loca, pasiva y femenina acorralan al individuo “que no puede distinguir entre preferencia sexual y género... En otros la fijación de ciertos roles de género otorga tranquilidad y sosiego a aspectos de ansiedad turbulentos”.

No obstante, de la misma paranoia emerge en ocasiones el deseo frustrado de devenir mujer, aunque más no fuese en los juegos de alcoba. Raíces Montero tuvo un paciente gay cuyo verdadero closet consistía en no poder dar rienda suelta a sus ganas de coger con ropa íntima femenina. Hasta que se atrevió: “Su discurso en el consultorio era defensivo, avergonzado, trataba de encontrar explicaciones, y hasta soluciones. Yo lo paré en seco y le dije: Perfecto todo este melodrama, pero a mí me interesa saber sobre todo si lo pasaste bien”.

En la laberíntica salida del closet, pues, muchos pasan por el terror a feminizarse, y ni hablar de que en los primeros contactos con otros, un chico o una chica se encuentra a menudo con que el chat es una tetera cruel donde uno de los mayores logros que se promociona, además de los oropeles del gimnasio, es el “cero pluma, cero ambiente” en el caso de los varones, y el de ser “femme” en el de las mujeres. Mónica, que abominaba de la noción de orgullo glttbi, un sinsentido, me dijo una vez que por suerte ella “no parecía”. Que era innecesario sacar del closet su vida sexual. “Si a mí puede gustarme también un hombre.”

El secreto que la unía a un grupo de amigas también en el closet era a veces pura diversión en los entretelones que sobrevienen en el escondite. ¿Te vio o no te vio? Pero esa vida que se cree vivida en la celebrada intimidad, cuando en realidad fue bajada a la fuerza al sótano del anonimato, sufrió una conmoción durante las jornadas del debate por el matrimonio igualitario. Junto con su pareja, en la Plaza Congreso, Mónica se rebeló contra la sociedad heterosexual homogénea en la que ambicionaba asimilarse, y también contra el individualismo, sólo atento a las propias emociones y sentimientos. Así, ingresaba contra su pasado a un colectivo político, más allá de la cofradía. Como quería Hannah Arendt respecto de los judíos de su época, ella había dado ese salto entre el paria sin conciencia, el famoso parvenu, y el rebelde que se dispone a narrar su propia historia personal en el mundo, y de ese modo transforma el mundo. Que es lo que para un yo politizado estará siempre en juego. “Al principio, abrir este último closet me hizo sentir en un país extranjero, pero después me di cuenta de que había sido siempre mi propio territorio.” Ahora Mónica sabe (quizá sin saberlo del todo) que, interpelada por las Sociedades del Odio, ella puede responder como una lesbiana.

Sobrevivir así es sepultarse

A diferencia de los juegos de amigas de Mónica, al Alexis solitario la simulación lo estresa, lo desespera. Es una lucha por la supervivencia donde sobrevivir es sepultarse. Una variante de la violencia contra sí, una sangría lenta. Y los compañeros del pool podrían darse cuenta de la treta. Aunque guarde el secreto, él es ya siempre sujeto de todo rechazo y de toda violencia, porque vive en la intimidad como viven los gays. Cuando la primera y única novia “lo entendió”, creyó leer en esa misericordia los rastros de un insulto (“y fue peor para mí. Me dijo ‘es tu vida’, pero si yo no tengo ‘una’ vida”). Piensa sobre todo en los hijos que no van a nacerle de una mujer en regla. Como el paciente desclosetado de Raíces Montero, cree en la familia tradicional como remedio de los desvíos. La reciente aceptación de su vida en pareja homosexual por parte de sus padres también la siente como un malentendido. Justo cuando sus padres, tan pueblerinos en tantas cuestiones, se revelan en ésta como cosmopolitas, él se hace más macho que nunca y quiere meter falo donde sea, y si se trata de coger pendejas, mejor (“cuanto más permiso me dan, menos permiso siento. Ya no hay pretextos para quedarme escondido. Se supone que tengo una pareja y que la amo, pero no puedo mirarme así desde afuera, visitando a mis padres los domingos. Estos pensamientos son fantasmas, pero a veces me parece que no tengo otra compañía. Si tuviera que lastimar a alguien, que sea yo el que salga más herido. Quiero decirte que amo como puedo, y que no me duelen estos años que pasamos juntos, y fui sincero cuando hablamos de un futuro en común y en la unión civil. Lo que me duele es no poder ser yo porque no sé quién soy yo. Escribo esto con lágrimas, literalmente”).

Quien así ven sufrir, quien esto escribe, se llama Alexis. Sí. No me reprochen lo que seguramente suene como obviedad. Mal que pese a la necesidad de ser un cronista creativo, ese nombre es el verdadero. Se me impone con ironía y no lo voy a esquivar. Porque muchos sabrán, claro, que el nombre Alexis nos remite sin ningún esfuerzo al tan remanido homosexual en el closet de la novela de Marguerite Yourcenar, cuya elegante confesión a la esposa imposible de convertir en objeto de su deseo fue en la época de nuestra adolescencia una voz que corría entre tantos como yo, que ya hoy gayas gordas y maduras creemos ver ahí sentimientos o miedos demodé, sin percatarnos de la actualidad que tantas veces conserva el relato. Y sobre todo en ciudades chicas de provincias. Si el Alexis europeo de entreguerras de la Yourcenar escribe a la esposa que ignora o pretende ignorar los avatares de su deseo, como modo de asumir una existencia verdadera y plena, el Alexis invertido de la Argentina de los Kirchner escribe a su pareja gay después de varios años de convivencia, sólo para la angustiosa tarea de negarse.

Este closet narrado en la era del matrimonio igualitario, que puede parecer tan extraño o anacrónico por haber estado su habitante en pareja durante mucho tiempo, sorprende sobre todo por lo incontaminado. En ese encierro, nada parece haberse colado del mundo exterior. No lo tocan los tiempos políticos, los cambios sociales (ay, tantos menos de lo que a veces suponemos), ahora que nos dieron, como a un adolescente premiado, la llave de la ciudad democrática. Nos fue dada a regañadientes, es cierto, porque más allá de la frontera de los derechos adquiridos perdura la injuria que nos precede y en la que crecimos. Digámoslo: ser gay o lesbiana consiguió ser una opción sexual minoritaria tolerada y hasta a veces bienvenida en el mercado de las identidades, pero nunca podrá ser apenas “nada” al modo en que lo es la heterosexual, como sueñan algunos optimistas que se olvidan qué terrores sexuales transhistóricos nos acompañan desde niños en Occidente. Y ni qué decir de las travestis, para quienes no hay closet posible donde esconderse, y no han podido todavía conseguir turno en el comité de bienvenida a la aceptación social.

Absolutos a fuerza de no confrontar con nada exterior a sus propios fantasmas, sin interferencias de otros, los pensamientos de Alexis rebotan siempre contra sí. En ese interior, él dota a todo lo subjetivo de un aire de objetividad. Se abraza sin saberlo a unas valoraciones que para el gay de su entorno es ya puro pasado, propiedad de una época en la que el más ambicionado logro social de una loca era poder pasar inadvertida o casarse y hasta reproducirse. Sin embargo, haber escrito esos párrafos dirigidos a nadie y a todos es ya un primer paso para la emancipación de Alexis. Aunque después se haya ido de casa por un tiempo detrás de una madre casi adolescente que conoció a través de un levante por Internet. Ese dolor suyo vuelto finalmente lenguaje escrito o relato de circulación oral ha conseguido rebelarse contra su propia cárcel de silencio y volverse así un testimonio que se encarna en las biografías de tantos de nosotros y nosotras. Inserta, por fin, su yo en el mundo. De algún modo, este Alexis que vive en una determinada encrucijada histórica y personal —derechos sociales reconocidos, aceptación de la familia pero represión y rechazo de sí mismo— interpela nuestras propias homofobias presentes, sutiles e inadvertidas, desde su aire de pasado tenaz.

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