Viernes, 25 de febrero de 2011 | Hoy
La aberrante noticia de la lesbiana sudafricana Millicent Gaika violada durante cinco horas por un hombre que alardeaba de estar “curándola” de su homosexualidad puso en evidencia que en Sudáfrica las “violaciones correctivas” son una práctica corriente.
Por Valeria Flores
Sudáfrica captó la atención mundial el año pasado porque fue allí que, por primera vez en el continente, se desarrolló la Copa Mundial de Fútbol, el megaespectáculo deportivo que mueve a miles de personas y millones de dólares. Debido a su extensa repercusión mediática, los grupos activistas de derechos humanos utilizaron el evento para llamar la atención sobre las violaciones en las que todavía se incurre en el país o en los de los equipos participantes. Así, una de las noticias que rodaron por los campos de la comunicación alternativa fue que en Sudáfrica el aborto está despenalizado. Cuenta, desde el año 1996, con una ley de Libre Elección respecto a la Interrupción del Embarazo, cuya enmienda en el 2008 mejoró el acceso a los servicios de aborto, especialmente para las mujeres pobres, jóvenes y rurales. Desde su aplicación, la tasa de muertes por aborto inseguro ha disminuido un 91 por ciento.
Sudáfrica está considerada como la nación del “arco iris” por su horizonte de esperanza o futuro promisorio, luego de estar subyugada por el sistema de “apartheid” que impusieron los boers, los afrikaaners y los colonos blancos, instalando una pesada estructura legal segregacionista con leyes discriminatorias desde 1916. Además, este país tiene una Constitución progresista que incluye la protección legal para las personas lesbianas, gays, travestis, transexuales y bisexuales, al condenar la discriminación por motivos de orientación sexual y legalizar el matrimonio de parejas del mismo sexo.
Sin embargo, en enero de este año, una noticia estremecedora jaqueó la banda multicolor de la esperanza y tiñó con rojo sangre los contornos de esa geografía. Millicent Gaika, una joven lesbiana sudafricana, fue maniatada, torturada y violada durante cinco horas por un hombre que alardeaba de estar “curándola” de su homosexualidad. Diversas organizaciones emitieron un comunicado a nivel mundial con el propósito de alertar y poner fin a las violaciones correctivas hacia las lesbianas que se producen en Sudáfrica, una práctica habitual que se ejercita con impunidad en ese país, así como en tantos otros.
Sólo en Ciudad del Cabo, la organización local Luleki Sizwe ha registrado más de una “violación correctiva” por día, en varias de las cuales estaban involucrados amistades o familiares cercanos de las víctimas, las que son, en su gran mayoría, mujeres negras, lesbianas y pobres. Luleki Sizwe es una organización que fue fundada en 2007 por la activista Ndumie Funda, después de que su novia fuera víctima de una violación correctiva. Trabaja para rescatar, apoyar, alimentar y cuidar la salud de las sobrevivientes de este tipo hechos de violencia.
Según la organización, cada semana más de 10 lesbianas son violadas o ultrajadas por pandillas sólo en Ciudad del Cabo. 150 mujeres son violadas cada día en Sudáfrica y, en la última década, 31 lesbianas han sido asesinadas a causa de su sexualidad. Por ello, sus activistas han realizado una petición de alcance masivo para que el gobierno condene públicamente las “violaciones correctivas”, ilegalice estos crímenes de odio y garantice su aplicación inmediata, junto con programas de educación pública y protección para las sobrevivientes.
En los últimos años, se registraron casos de lesbianas que expresaron públicamente su sexualidad y, luego de hacerlo, fueron víctimas del odio heterosexual. Entre ellas se encuentran: Sizakele Sigasa y Salome Massooa, una pareja que en 2007 fue blanco de abuso verbal, violación por varios hombres, tortura y ejecución; Zoliswa Nkonyana, una joven de 19 años que fue lapidada a muerte fuera de su hogar por una multitud en 2006, y Eudy Simelane, de 31 años, ex jugadora estrella de la selección nacional femenina de fútbol, quien fue violada y asesinada en 2008.
La violación correctiva es una práctica criminal, a través de la cual los hombres violan lesbianas, supuestamente como medio para “curar” su orientación sexual y convertirlas en una mujer “auténtica”, es decir, heterosexual. Históricamente, la violación fue —y continúa siendo— un modo de control y disciplinamiento heteropatriarcal de los cuerpos de las mujeres y de algunos hombres. No obstante, hay una diferencia que se moviliza en la violación correctiva, al ser una forma de tortura ejercida para castigar y rectificar el deseo “equivocado”. Pensar que el acto sexual forzado es lo que produciría el rito de transformación de la identidad implica una doble operación de reducción de los cuerpos lesbianos a un estatus inferior. Por un lado, la identidad lésbica queda reducida exclusivamente a una práctica sexual, y por otro, es la práctica penetrativa de los machos —de manera excluyente— la que tiene el poder fundante y ontológico de conversión.
La violación correctiva forma parte de ese conjunto de técnicas correctivas dispuestas por la heteronormatividad, como el encierro, el electroshock, los tratamientos hormonales y farmacológicos, las terapias de conversión, entre otras, que actúan como el brazo armado de un sistema cuya eficacia en la producción de normalidad ha fracasado.
El Estado sudafricano, con su silencio y negligencia para dar cumplimiento a la legislación vigente, consiente este tipo de vejámenes. Hay todo un tejido institucional que sostiene esta cadena de impunidad. El propio ministro de Justicia, Jeff Radebe, considera que el motivo es “irrelevante” cuando se trata de crímenes como la violación correctiva. A esta indiferencia gubernamental se suma la denigración sistemática de la homosexualidad efectuada por varios dirigentes africanos en los últimos años, que han impulsado la percepción de que es una importación occidental y europea. A su vez, la policía suele actuar con desidia en las investigaciones y los oficiales homo y lesbofóbicos someten a las víctimas a una doble discriminación. Asimismo, el sistema judicial es lento y está plagado de nuevas agresiones, entre las que se destaca la desestimación por parte de los fiscales de la motivación homofóbica de los delitos. Este cóctel de inacción, silencio y desprecio por parte de funcionarios e instituciones es la venia estatal para la sistematicidad de este tipo de violencia.
La situación de las lesbianas en Sudáfrica —así como también en cualquier país latinoamericano, con sus especificidades inherentes— pone de manifiesto que la letra de la ley no hace carne por sí misma, resaltando la desconexión entre la política y la implementación institucional. Y vuelve a interrogarnos, como lo hizo el asesinato lesbofóbico de Natalia Gaitán en nuestro país hace casi un año, sobre las acciones políticas, necesarias y urgentes, minúsculas y potentes, que tengan la capacidad de alterar esa trama normativa de imaginarios, valores y prácticas que dan consistencia de habitabilidad a ciertas vidas y a otras, muchas, las torna descartables.
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