Viernes, 18 de marzo de 2011 | Hoy
En el año 1914, en pleno auge del higienismo y su correspondiente criminalización de todo aquello que no se ajustara a la escueta pulcritud de lo normal, se estrenaba Los invertidos, una historia de pasiones secretas entre dos hombres donde además se lucía el personaje de la travesti, representada como nunca en la escena criolla. Este clásico de José González Castillo, que tuvo ya una legendaria puesta de Alberto Ure, se reestrenó en Buenos Aires. Excelente oportunidad para revisar aquellas lecturas que lo acusaron de homofóbico pasando por alto su gesto anárquico y su política de visibilización.
Por Diego Trerotola
Para purgar el barro orillero sublevado del Buenos Aires de fines del siglo XIX, se creó un desinfectante con una fórmula científica que se bautizó “Higienista”. El producto se proponía garantizar la limpieza de cualquier desorden (de personalidad, de sexualidad, de género, de clase, etc.) que ensuciaba la sociedad mientras multiplicaba una corrupción delictiva y ampliaba los calabozos. Como todo olía a podrido, había que mantener limpia Buenos Aires, sin contaminación humana, por eso a vagxs, prostitutas, invertidxs, anarquistas, travestis, etc., se les echaban fli, y no sólo se los encerraba o aniquilaba, eran objeto de estudio, piojos escrutados por un microscopio. Ese era el objetivo, vigilarlos, convertir a los sujetos en insectos y luego combatir la plaga. Uno de los científicos, que con toda lógica también era militar, que había fomentado y difundido el higienismo porteño, era Francisco de Veyga. Y él fue quien, en 1899, para atajarse del tanguero cambalache del siglo XX que ya se vislumbraba, fue autorizado para hacer experimentos científicos con personas, fundando una suerte de depósito de depravados para estudiarlos una vez criminalizados, gracias a su alianza con las fuerzas policiales. Toda desviación era un crimen imperfecto, que había que corregir y donde se podía hundir el escalpelo del ojo voyeur que cortaba y pegaba rasgos para construir arquetipos, modelos, conductas con supuesto estatus científico. Entre los arquetipos que crearon estaba la travesti punga, que se dedicaba principalmente a afanar a sus partenaires sexuales, ladronas glam de carmín y capelinas con plumas. Como narra Juan José Sebreli en su texto clásico sobre la homosexualidad porteña, una de las más famosas fue la Princesa de Borbón, gallega peregrina, que prefirió Buenos Aires después de su gira y su yiro malandra por varios países latinoamericanos, por donde pudo adquirir una fama internacional a través de sus shows de transformismo, de escandalosas derivas trans por las calles y de una habilidad retórica que incluía citas a Nietzsche; todas armas que también usaba, según cuenta la leyenda, para la estafa. Por esos tiempos, José González Castillo (1885-1937) escribió Los invertidos, una obra teatral que recupera a la Princesa de Borbón como personaje y también retoma ciertas claves del discurso higienista para dar otra versión de los conflictos sociales derivados de la homofobia que se respiraba espesa en ese cambio de siglo.
Cierto revisionismo que relee manifestaciones culturales, entre ellas el teatro y la literatura, desde la historia homosexual en Argentina (un ejemplo podría ser el libro de Osvaldo Bazán) pone a Los invertidos de José González Castillo como ejemplo categórico de homofobia, incluso como ilustración de toda la aberración del higienismo, al dictaminar que la obra es un mal mayor, desolador, por producir una condena mortal a la diversidad sexual. El problema es que el principal, y casi único, argumento para sostener esto es centrarse en una lectura desde el punto de vista de su protagonista, el Dr. Florez. Este personaje tiene una doble vida, es casado y con hijos pero mantiene escondida una relación amorosa con Pérez, su amigo de la infancia. La obra empieza con un texto escrito por Florez, en plan higienista, un informe pericial sobre el caso de “un hermafrodita” asesino, y que termina dictaminando que “hay una ley secreta, extraña, fatal, que siempre hace justicia con esos seres, eliminándolos trágicamente, cuando la vida les pasa como una carga. Irredentos convencidos, el suicidio es ‘su última, su buena evolución’, como diría Verlaine.” El argumento que condena a esta obra de teatro se apoya en lo anterior y en que , además, los homosexuales terminan muertos, porque el Dr. Florez se suicida, incentivado por su esposa, para cumplir su propia teoría científica. Pero esta no es la única lectura, o dicho de otro modo, esto no es lo único que el texto ofrece para que leamos. Para empezar, hay una lectura de la obra muy inorgánica, que hace abstracción sólo de algunos rasgos, desnivelando todo el espesor revolucionario que tiene el texto dramático. La interpretación de la muerte final como prueba de la homofobia es muy sesgada: la razón del suicidio también puede ser el amor, porque en la misma escena, Clara, la esposa de Florez, asesina a Pérez, el amante de toda la vida: al perder la posibilidad de ser invertido, de seguir amando a su manera, no valdría la pena vivir para Florez. Por eso, puede ser visto como un suicidio romántico, una versión queer de Romeo y Julieta (y esa poética del homoerótico romanticismo suicida parece corroborarse por la cita a Verlaine). Pero también la lectura en clave homofóbica de Los invertidos delata una visión transfóbica, porque deja de lado los increíbles retratos de las travestis, discriminando a estos personajes que atraviesan todo el segundo acto, ambientado en una garçonnière, estudio trasformado en bulín, o protoboliche queer versión tanguera, donde se enfiestan Florez y Pérez. Los personajes trans, Juanita y la Princesa de Borbón, están muy adelantados a toda representación queer en la cultura argentina. Y, además, ambas son de un refinamiento extraordinario, tanto como para soportar una visión apologética de la libertad genérica y sexual –que de esa libertad parece tratar la obra–, o por lo menos ese es su vigor ideológico. Como muestra, un diálogo entre ellas dos y Emilio, un compañero de joda del bulín:
“Juanita: ¡Ay! ¡Quién hubiera nacido hombre!
Princesa: ¡Ay! ¡Quién hubiera nacido mujer!, decí mejor.
Emilio: No se quejen, que no tienen razón. Al fin y al cabo mejor que ser hombre o mujer solamente, es ser las dos cosas a la vez, y ustedes no se pueden quejar”.
Impensable para cualquier expresión masiva de 1914 que alguien sostenga como algo mejor la encarnación de una relación dinámica con los géneros. Y eso que cada frase de la Princesa de Borbón se roba la obra original, como es coherente para una travesti estafadora. Ella tiene una teatralidad que mezcla el trajinar por el arrabal adoquinado del lunfardo con unos pasos de tango incluidos cuando se presenta al personaje, pero también con la gracia báquica y afrancesada del título de nobleza queer que detenta. Barrial y cosmopolita, extranjera y telúrica, la Princesa, junto a sus aliadxs, tiene coronita queer, es un personaje insolente que se burla de los celos que disparan la tragedia de la obra, con ese qué sé yo que tiene la ironía de loca de las calles de Buenos Aires, como si de un gesto pudiese poner en crisis tanto al mundo como a su representación teatral. Y así, en el corazón de la obra, latiendo en el medio de los tres actos, se crea en 1914 una galería de personajes que Puig, Copi y tantxs otrxs imaginaron medio siglo después. Por eso se puede decir que Los invertidos fue el primer triunfo de la visibilidad anarcomarica del siglo XX porteño. Más que visibilidad es exhibicionismo, porque eso fue una suerte de afrenta, de obscenidad que su tiempo no soportó, y por eso la obra fue censurada (esa prohibición es otro argumento a favor de su homofilia, que los represores de turno detectaron). El primer acto se remata con esta frase antológica: “La noche parece infundirles una nueva vida, como si en el misterio de una sombra se operara en sus organismos una transfusión milagrosa de sexo. Son, entonces mujeres, como en el día han sido hombres”. El adjetivo designa la inversión del género como milagro, y es difícil pensar en homofobia, especialmente porque el telón se cierra sobre un beso entre el Dr. Florez y Pérez. Pensaría más, considerando 1914 como fecha de escritura, en una gran valentía del autor de esas líneas. Y, también, en una cercanía, una precisión de la descripción de ese mundo queer, que todavía tiene vigencia, realizada por la pluma que se le cayó (¿o la dejó caer?) a González Castillo, plumazo que puede ser considerado, sin exagerar, como un soterrado gesto de vanguardia.
Hay una prueba muy elocuente de la fuerza queer de la obra. Porque esta lectura del valor positivo y celebratorio de lo trans no es una visión actual del texto dramático, se había instalado como mirada en el momento de su estreno original. El dato está referido en el libro La murga porteña, de Coco Romero, donde se señala que “José González Castillo escribe Los invertidos, cuyo personaje está inspirado en un homosexual español. El travestido se hacía presente en la escena nacional. En los años siguientes será recibido en determinados barrios como parte del espectáculo murguero.” El “español” citado por Romero es la Princesa de Borbón, nacida en La Coruña. A través de ella, la obra inspiró cierta proliferación de la travesti de murga, quien hizo mella en lo popular, para ser festejada la “inversión” como es propio de todo carnaval que se precie. Y tiene lógica la incidencia de González Castillo en la cultura baja, por su simpatía anarquista, que le costó un exilio en Chile. Otro dato biográfico del autor de Los invertidos, también letrista de tangos, guionista de cine mudo y padre del compositor Cátulo Castillo, puede ayudar a entender cómo la inversión tenía una carga positiva en su obra. Según comenta Jorge Francisco Nielsen, González Castillo escribió dos tangos, “Silbando” y “Organito de la tarde”, que fueron estrenados en la revista La octava maravilla de 1925, cantados por Azucena Maizani. Y fue él quien sugirió que se vista de varón para interpretar sus tangos, dando el puntapié inicial del rasgo trans de la cantante y compositora, que se presentaba alternativamente vestida de malevo o de gaucho, en una performance drag tanguera célebre, que llegó al cine en la película Tango!, (1933) de Luis J. Moglia Barth, con la misma ambigüedad de una Marlene Dietrich, en versión arrabalera, entonando “Milonga sentimental”. ¿Siendo creador de un ícono local de la inversión como la Maizani, González Castillo puede seguir siendo juzgado de transfóbico? Hay algo de desconocer el lugar desde el que habla el autor en estas acusaciones. Tras veinte años de estar retirada de las tablas porteñas, tras una adaptación célebre que Alberto Ure hizo a principios de los ’90, Mariano Dossena volvió a poner en escena Los invertidos, estrenado a fines de febrero pasado en el teatro El Extranjero. Su versión guarda una fidelidad total al texto, y él también sostiene que existe un equívoco en la lectura mayoritaria del sentido original de la obra. No estaba al tanto de lo de Maizani, pero sí del anarquismo militante del autor. Y Dossena partió desde ahí para encontrar el lugar donde reside la voz que siguió para pensar su adaptación. La explicación de su punto de vista es bastante clara: “Más allá de todo lo que lo han tildado y lo siguen tildando a Castillo, de que él y que la obra son homofóbicos, mi intención con esta puesta es defenderlo, porque no me parece eso para nada. No es homofóbica porque a partir de la hipocresía surge la tragedia, no creo que condene a los personajes sino a la clase aristocrática, a la hipocresía de esa clase; y la heterosexualidad es la que mata en la obra, la homosexualidad no asesina a nadie. Me parece que en ese sentido creo que hay un error de no leer bien a Castillo. También habla de la hipocresía de la heterosexualidad, porque Clara, la mujer de Florez, atraviesa una zona moral. Yo entiendo que siendo él un anarquista secuestró a su novia para casarse porque los padres de ella no la dejaban, para la voz de Castillo no está en Clara, está en los sirvientes, y también en las travestis en la garçonnière; me parece que en lo más bajo, en el lenguaje más terrestre, ahí escucho su voz. Por ejemplo, pone a dos personajes que son los sirvientes de la pieza, que podemos pensarlos como de una clase más baja, hablando de esto con total naturalidad, que se me eriza la piel de pensarlo escrito en 1914. Como hablan de la naturalidad del ser, aunque se asustan un poco porque es 1914, no nos tenemos que olvidar que hasta ahí llegó Castillo. Lo hizo de una manera muy sutil, a los protagónicos los carga de cierta cosa crispada y, sin embargo, a los sirvientes, a ambos, porque hay hasta cierta simetría en eso, los plantea como personajes de avanzada. Y esto me parece que es la mayor poesía que tiene la pieza, la simpleza de cómo es visto el tema, y cómo después el intelecto y la escala social va poniendo nombres y juicios a estas cosas”. Como señala Dossena, en una mirada exhaustiva de los diálogos surge una disputa discursiva que marcaba las tensiones de la época, muy lógica para este tipo de obra, que es un teatro de texto en un sentido muy clásico. Las líneas pronunciadas por dos personajes, Petrona y Benito, ambos sirvientes, que desestructuran la ampulosidad científica del informe sobre el hermafrodita del Dr. Florez. Por un lado, Petrona critica que los “médicos y procuradores siempre les han de inventar nombres raros a las cosas sencillas”, para confirmar que conoce a cientos. La sencillez con que los nombra en lenguaje de la calle (manflora, mariquita o maricón), pero sin ninguna moralina, sin hablar “mal de nadie”, sino como mera descripción que le parece cotidiana. Benito habla de “varones de ambos sexos”, carente de carga negativa, y convive con ellos y ellas sin dramatismo. La homosexualidad, para la clase obrera, es una cuestión sencilla, y es verdad que en la duplicación de esa idea en la obra, adquiere una fuerza ideológica, una contundencia donde parece contrabandearse un significado más densamente autoral. Y Dossena hace bien en asumir ese punto de vista que, además, se refuerza con un gran comentario a partir de una decisión conceptual muy fuerte en su puesta en escena. El actor Emiliano Dionisi primero interpreta a Julián, al hijo del Dr. Florez, que inaugura la obra leyendo el hipócrita (y sintomáticamente fascinado) discurso higienista de su padre sobre un hermafrodita, pero luego se convierte en Juanita, la trans que inaugura el segundo acto tocando al piano el tango “Griseta”, también compuesto por González Castillo. Nada señala, ningún apunte ni didascalia en el texto original, este cambio de roles, esta doble faceta interpretativa; ni siquiera las puestas anteriores hicieron ese enroque, ese dispositivo actoral trans. Ahí, en ese gesto, se juega la celebración carnavalesca del doblez, de la inversión del género como teatralidad, y se llega al meollo del asunto, a la sensibilidad que la obra dispara como juego genérico, respetando la simpleza, porque con el recurso más básico se puede enfrentar las rigideces autoritarias sobre los cuerpos, esas que opturan, condenan y aniquilan las posibilidades de hacer, de desear, de encarnar. “Era la flor de París, que un sueño de novela trajo al arrabal”, dicen los versos de Griseta que canta la Juanita interpretada por Dionisi, plantando en el fango local lo lejano, extranjero, arrebatándole la tristeza de ese tango para encontrarle otra veta, esta vez festiva, a partir de la androginia adolescente con que se interpreta extraordinariamente ese personaje. Como González Castillo, como Azucena Maizani, como Dossena, ese actor también profana al tango para que sonría con la ambigüedad gardeliana, mezcla de melancolía y felicidad, como tragedia burlada. Porque en ese acto delictivo, ese hurtar del sentido, está el gesto más libertario de la obra y de la puesta, que desde lo más bajo termina siendo una revindicación de la travesti ladrona que inspiró todo, quien, como una buena anarquista expropiadora, saqueó de toda la riqueza de los géneros para acuñar una fortuna voluptuosa, tanto intelectual como física, que entregó altruista como teatralidad gratuita. Y tal vez no haya espectáculo más político, más queer, que ése.
Los invertidos se presenta todos los sábados, a las 23, en el teatro El Extranjero, Valentín Gómez 3378, Abasto.
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