Viernes, 18 de marzo de 2011 | Hoy
Se cumplen cien años del nacimiento de uno de los dramaturgos más influyentes del teatro contemporáneo, el retratista por excelencia, junto con Eugene O’Neill y William Faulkner, del mítico sur norteamericano y una referencia ineludible para la cultura homosexual del siglo XX. Tennessee Williams puso en escena bellezas masculinas y femeninas que perdieron el esplendor de la juventud, divas venidas a menos, solteronas y viudas ninfómanas, vagabundos, marineros, boxeadores fracasados, presidiarios y otros hermosos perdedores, y en cada caso contó su propia íntima historia.
Por Adrián Melo
Tennessee Williams nació con el nombre de Thomas Lanier Williams en 1911 en Bible Belt (Columbus, Mississippi) y creció en Saint Louis, Missouri, una ciudad sureña de fanáticos valores campesinos y cristianos. Como señala Gore Vidal, en este mundo todo aquello que proporcionaba placer era automáticamente pecado y merecía la condena. De hecho, aunque Tennessee nunca creyera en Dios, sí creyó en el pecado. En esa clave puede leerse gran parte de su vida y de su obra. Quizá por ello, aunque vivió una vida en que gozó de los placeres sensuales con otros hombres, con muchas personas, durante muchos años, pareció punirlo con problemas nerviosos desde la adolescencia, una hipocondría crónica (siempre se refería a sí mismo como a alguien próximo a morirse), y con los años la recurrencia al alcohol y a las drogas.
Thomas Lanier se transformó en Tennessee a principios de los años treinta, apodado de esa manera por sus camaradas de la Universidad de Missouri a raíz de su fuerte acento sureño. Hacia los años cuarenta, Tennessee se marchó a Nueva York, donde ejerció diferentes trabajos, entre ellos portero y camarero.
El salto desde el anonimato y la pobreza a una súbita celebridad se produjo en 1944, cuando apenas tenía 34 años y estrenó en Broadway El zoo de cristal. Cuatro años después, en 1948, da el golpe de gracia cuando gana el premio Pulitzer por su obra Un tranvía llamado Deseo (1947). A partir de entonces se suceden quince años gloriosos y productivos, de grandes éxitos teatrales. Todas sus obras son estrenadas en Broadway y alcanza fama mundial, porque muchas de sus obras son filmadas por directores eminentes.
En una entrevista a la revista Gay Sunshine, Tennessee declaró: “Todos mis personajes se inspiran en mí. No puedo crear un personaje que no lleve adentro”.
No cabe duda de la afirmación con respecto a Tom, su personaje de El zoo de cristal, un joven frustrado empleado en un negocio de zapatos que quiere escapar de la alienación, de la opresión del pueblo y de una madre dominante con aires de diva. El propio Tennessee solía decir que había nacido en 1914 no tanto por coquetería sino para no confesar que había perdido tres años de su vida trabajando como vendedor de zapatos. Su madre, como la Amanda de El zoo..., fue abandonada por su marido, el borrachín y mujeriego Cornelius, y el personaje de la entrañable y frágil Laura que sueña en su mundo irreal poblada de animales de cristal está inspirada sin duda en su hermana Rose, quien fuera prematuramente encerrada en un manicomio tras una fallida lobotomía que agravó su delicado estado de salud mental. El tema de la lobotomía también aparece en Súbitamente, el último verano (1958) y la heroína loca, homenaje y referencia a su hermana –y a él mismo como espejo de su hermana– reaparece como recurrencia en varias de sus obras.
Pero para Truman Capote, por largos años amigo de Tennessee, el personaje que más lo representa es uno de los más celebres: la Blanche Du Bois de Un tranvía llamado Deseo.
“Tennessee era un hombre desdichado”, expresa Capote en un retrato conmovedor al que tituló Recordando a Tennessee, “incluso cuando más se reía y sus carcajadas eran más sonoras. Y la verdad, es, al menos para mí, que Blanche y su creador eran intercambiables: compartían la misma sensibilidad, la misma inseguridad, la misma melancólica lujuria”.
Frecuentemente se le criticó a Tennessee que sus obras ofrecen una imagen sórdida y breve de la vida homosexual. En Advertencia para barcos pequeños (1972), la presión social y el aislamiento convierten al personaje gay en “un hombre que sólo encuentra placer en las relaciones fugaces de una noche y que incluso rechazaría a un taxiboy si descubriera que éste se puede quedar enamorado de él”.
En Un tranvía llamado Deseo se relata la historia de un muchacho que se suicida cuando su mujer lo descubre en brazos de otro hombre.
Y el clímax de la imagen de la tragedia homosexual lo constituye, sin duda, el Sebastian Venable de Súbitamente el último verano. En esta obra el personaje gay no aparece en escena, o sea, es invisible, no tiene voz, sólo se sabe de él lo que los demás hablan sobre él: su madre y su prima a las que Sebastian utilizaba para atraer a los muchachos pobres a los cuales pagaba para tener relaciones homosexuales. Es estéril (sólo escribe un poema al año), solitario y promiscuo. Al momento de morir, cruel y literalmente devorado por un grupo de jóvenes hambrientos a quienes intentaba seducir para alimentar su voracidad sexual, Sebastian ha tenido un surtido de morenos y soñaba con hacer un viaje al norte en busca de pálidos latinos. El canibalismo despiadado de los muchachos es la respuesta simbólica del consumo metafórico que Sebastian pretendía hacer de ellos. No parece haber en Williams indicio alguno de creer que un homosexual puede ser feliz en otros momentos que no sean los de los arrebatos de fugaz placer que precipitan el desenlace rápido y brutal.
En sus obras de teatro, la sexualidad es el destino y el del homosexual es un destino trágico sin posibilidad de finales felices. El destino de los hombres que aman a otros hombres se halla inscrito en la muerte violenta o en el manicomio.
Sin embargo, Tennessee tuvo una vida en la que gozó abiertamente tanto de parejas estables como de amantes ocasionales y ardientes orgías de muchachos bellos que revela en sus Memorias (1975). Si leemos su vida como complemento de su obra es indudable que el Eros triunfa decididamente sobre la represión y el tánatos. Tuvo la valentía de salir del armario en 1975. Y tampoco podemos olvidar que en Lo que no se dice (1959) narra una dulce amistad homoerótica entre la tierna Grace y la dominante Cornelia.
“Soy incapaz de escribir un relato cualquiera a no ser que sienta deseo físico por al menos uno de mis personajes”, dijo en otra ocasión Tennessee.
Los que cuestionan que el único objeto de deseo de Williams son los jóvenes hermosos, olvidan que asimismo fue sin duda uno de los primeros que masivamente puso en evidencia que existía el deseo de las mujeres y la lujuria femenina. Y no solamente porque la revolucionaria Blanche de Un tranvía... tiene un gran deseo sexual y se atreve a vivir su sexualidad sin hacer daño a nadie en la pequeña y conservadora localidad de Laurel. O porque la soltera erótica Coynte de Greene (del relato La señorita Coynte de Greene –1972–) se acuesta con negros de miembros grandes violando las leyes raciales del viejo sur. O porque la señora Stone, luego de enviudar, se enamora perdidamente y compra el amor de un gigoló bello y cruel en una de las pocas novelas de Williams, La primavera romana de la señora Stone (1950) (llevada al cine e interpretada por la inolvidable Vivien Leigh y un Warren Beatty en su plenitud). Sino porque en 1947, cuando Marlon Brando apareció en la versión de Un tranvía llamado Deseo con la camiseta rasgada y luego con el torso desnudo y empapado de sudor, legó al mundo una imagen que se contraponía a la única imagen que existía entonces del hombre: de camisa y corbata. Lamentablemente atrapada por el mercado publicitario, la imagen en su época daba cuenta pública, por primera vez, de que también el hombre podía ser objeto de deseo.
Más tarde, Williams vio sus obras representadas en cine y en teatro por los galanes más hermosos del siglo XX a los que contribuyó a erigir en sex symbols: Paul Newman, Burt Lancaster, Warren Beatty, Robert Redford, entre tantos otros.
En paralelo, Williams creó los personajes femeninos más perdurables del teatro contemporáneo. Y fue así que mujeres tales como Vivien Leigh, Elizabeth Taylor, Ava Gardner, Silvia Mangani, entre tantas otras, encontraron en el teatro de Tennessee un espacio privilegiado para desplegar sus dotes de divas.
Las cicatrices tienen el extraño poder de recordarnos que nuestro pasado es real. La frase de Corman Mc Carthy es contundente para los personajes principales de Tennessee Williams, que en la mayoría de las obras cargan con una herida de muerte, un dolor de amor del pasado que marca indeleblemente el curso de sus vidas y las convierte en vidas melodramáticas, en parias destinados a vagar sin rumbo fijo.
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