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Viernes, 23 de septiembre de 2011

ES MI MUNDO

Asfalto caliente

Un tipo se enamora de su inquilino extraterrestre, mientras en las cloacas de la ciudad se gesta una revolución para destruir la lógica disciplinaria que la gobierna; así podría sintetizarse el argumento de Un ovni sobre mi cama, la última película de Pablo Oliverio en la que vuelve a apostar –igual que en la anterior, Puto (2006)– por una estética del reciclaje que se apropia de los paisajes urbanos para convertirlos en postales del deseo más queer.

 Por Diego Trerotola

Tal vez ahora que las ciudades están vigiladas sistemáticamente por cámaras de todo tenor, desde las policiales hasta las aéreas de Google Earth, desde las cámaras de seguridad privadas a los celulares alertas a un clic de ponerse a registrar cualquier escena, pareciera que el voyeurismo audiovisual urbano no tiene límites, que estamos en un reality permanente en cualquier deriva por las calles. Sitios, blogs y redes sociales difunden los más inusuales videos de situaciones urbanas excepcionales, pero lo que ya es ordinario es que se pueda filmar lo excepcional para quedar impreso en una retina digital planetaria que nunca descansa. Parte de la revolución de la historia del cine fue salir a las calles a filmar sin límites, a escenificar en el mundo ficciones y documentales que estaban encerradas en estudios, para que lo ordinario, lo pedestre, se transformara en una narrativa insólita. En esos gestos de la modernidad del cine, impulsada por cámaras y equipos de rodaje que comenzaban a ser más portátiles y dinámicos a mitad del siglo XX, hubo una revolución que comenzó a recorrer las ciudades con otras lógicas, fuera de las formas institucionalizadas o civilizadas para transitar el espacio público. Ciertas revoluciones de los ’60, cierta apropiación del espacio público, como el Mayo Francés o Stonewall, hicieron de la calle un espacio de revoluciones a la vista, pero también mostraron, graffitearon en sus paredes, unas formas inéditas en las calles parametradas de ciudades vigiladas. Un eco de esa vida, y del peregrinar rutero del beatnik, fue retomado por Ricardo Becher, guionista y cineasta argentino recientemente fallecido, que pensó en registrar la vida bohemia porteña con mirada inédita en Tiro de gracia (1969). La mirada diversa no estaba excluida de esa nueva representación urbana, como me recordaba Becher en los ’90: “Tuve que cortar varios planos de una secuencia en la que un homosexual le explicaba a un aspirante a taxi-boy algunos secretos del levante con mención explícita de calles y lugares. Los censores consideraron que la secuencia era ‘didáctica’, no había más que verla y salir a levantar”. En aquellos años aciagos, Becher inventó el “neoexpresionismo digital”, donde a partir de las nuevas formas del video retornó a sus planteos de recorrer la ciudad en busca de lo marginal, incluido, a veces en su centro, el homoerotismo, como sucedía en su corto Herencia o en la reescritura urbana del mito de El Gauchito Gil. La resistencia a pensar la ciudad sin deseo diverso se vencía frente a que el video digital permitió un alcance donde la intimidad más sexual se desarrollaba sin excluir la ciudad del plano, como una convivencia posible, pero también una erotización del espacio público. Aunque no existió una conexión directa con Becher, las películas de Pablo Oliverio continúan muchos de los planos de ojo liberado en yiro urbano del neoexpresionismo digital.

En tren de cambio

El realismo sucio en blanco y negro en 16 mm sirvió para que Oliverio se animara a terminar su primera película. Aunque se relacionaba con el cine desde hacía tiempo, lo que logró al registrar en 1999 la relación ficcional de un joven con su dealer en una estación del sur del Gran Buenos Aires, lo incentivó a conseguir la forma de editar el material. El siglo XXI ya estaba imponiendo un cambio de paradigma en el formato, y el video digital le permitió filmar algunos planos que el fílmico no le había permitido y editar Historia de amor en un baño público (2001), que así bautizó a su exaltado romance marginal. “Supongo que el corto habla principalmente sobre el deseo y lo que yo percibía sobre el tema a lo largo de esos años. Era el primer material abiertamente homosexual que filmaba. Hoy el mundo cambió para peor, la Argentina cambió para mejor, pero la homosexualidad no estaba tan naturalizada en ese entonces. Lo que sabía claramente es que no se producía material así en la Argentina de una manera tan abierta y cruda, exentas algunas producciones under. Es un cortometraje furioso, pero es lo que yo sentía y quería contar sobre el tema. Los lugares son reales y lo queer pasaba por allí, escondido en una estación suburbana de trenes, por ejemplo”, recuerda ahora Oliverio, suscribiendo a una furia queer que no se consolaba con reclamar derechos con estrategias asimilacionistas, con moderación clasemediera, sino que confrontaba estéticamente, intervenía espacios, denunciaba con fuerza, exhibía sin regulación el deseo en toda su potencia crítica. La presencia del joven marginal, con un estilo de punk suburbano, era inédito en la pantalla argentina y visibilizó una nueva estética homoerótica que a la par surgía del movimiento homocore local. Hay algo en Historia de amor en un baño público, en su violencia y desesperación que tiene el grito primario del fanzine en fotocopias, la pulsión de estampar una imagen como ruptura de la asfixia con que se representaba la homosexualidad, en esos tiempos muy sesgada por los personajes secundarios en la televisión y el cine mainstream que cristalizaban los ideales del gay pacato, inofensivo, decorativo. De ahí había un paso para lograr Puto (2006), su largometraje que sigue con una cámara digital impávida la ruptura anunciada de una pareja, empezando por una escena de sexo en un baño público del centro porteño, plena calle Corrientes, filmada en plano secuencia, donde la cámara iba de la avenida al inodoro sin escala, sin cortes, conectando la experiencia de enlace entre el anonimato y la velocidad de las calles con el sexo en lugares públicos como forma de orgasmo vertiginoso, prohibido, sucio. Dark room y besos en las plazas, la nueva forma de mariconería urbana es un relato sin afeites ni profesionalismos convencionales, sólo la mirada de una cámara digital en mano, con algo del impulso amateur, que sigue de cerca las tribulaciones de una relación gay, que no termina bien, que rodea el melodrama camp en versión un poco destartalada, como si la teatralidad propia de la sensibilidad de la loca se viese contaminada por la realidad que entra en los planos largos y continuos de la película. Puto es una película desobediente de lo que es bueno mostrar o no de la vida urbana gay según el activismo moralista, y asume el insulto como nombre orgulloso, como forma invertida de autorrepresentación. La ciudad temblaba frente al pulso de la cámara en mano, igual que tiembla el deseo.

Plan queer del

espacio sideral

Cada vez más radical en su empeño por la búsqueda estética del reciclaje de formas de vida queer y de imágenes urbanas, la última película de Oliverio es un objeto visual no identificado, llamado justamente Un ovni sobre mi cama, que imagina un futuro distópico para la Ciudad de Buenos Aires, como una zona vigilada donde la gente es perseguida en las calles por su identidad (cualquier parecido con la actualidad municipal no es pura coincidencia), donde conviven, hasta la confusión, los extraterrestres con los terrícolas, en una trama de ciencia ficción homoerótica. Las imágenes del futuro están arraigadas en el presente, y modificadas más por el montaje y la velocidad narrativa que por los efectos digitales, para crear una ciencia ficción más que clase B: directamente lumpen. Oliverio explica el sistema de producción de la película, que llevó varios años: “Un ovni sobre mi cama la rodamos durante dos años con mi co-equiper, desfilaron 25 actores que trabajaron haciendo improvisación, todo ese material lo estudié y diseccioné hasta conseguir la linealidad necesaria. Ovni es ciencia ficción cartonera, no se debe comparar con la ficción hollywoodense, son distintas cosas, nacen de distintos lugares y tiene distintas aspiraciones. Como un escritor y su anotador, salgo a la calle con mi cámara en el bolsillo y cuando algo pasa lo capto, como un documentalista urbano. Ese material puede llegar a formar parte de una película y así se fue gestando Ovni, tenía material antes de tener a los actores. Es un trabajo en equipo, de camaradería. Estoy contento con los resultados, quiero contar historias por sí mismas, sin obligación de complacer caprichos estéticos y clasistas. Hay otra forma de ver las cosas y de hacerlas. Durante mucho tiempo juntamos basura de las calles para convertirla en el arte de la peli, era un juego que quería aprovechar, no perderlo. Podés hacer mucho con poco”. La idea fue salir a cartonear imágenes con una cámara y construir una película reciclada: mostrar que lo que en una sociedad descarta se puede leer el amor proscripto. El protagonista de la historia es un cartógrafo que trabaja para el estado de control urbano que representa la película, y que quiere salir de ese sistema asfixiante y xenófobo a partir de que se enamora de su inquilino extraterrestre, mientras que en las cloacas se gesta una revolución para destruir la disciplinaria lógica que gobierna la ciudad. El homoerotismo intergaláctico en plan cartografía cartonera del deseo, recorrido urbano como si las calles fueran una constelación de paisajes que hay que arrebatar y apropiarse, para liberar las imágenes que podemos captar en nuestros yiros. Porque, para que otro mundo sea posible, hay que empezar a dibujar un mapa que podamos habitar todxs, desde quienes viven en las cloacas a lxs que vienen de otras galaxias o hacen un cine extraño con un ojo fuera de los parámetros del mercado o la sensibilidad impuesta.

Un ovni sobre mi cama se exhibe en el
Espacio Incaa Km 2, La Máscara (Piedras 736),
los martes a las 20.30.
Más información: www.espacios.incaa.gov.ar

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Historia de amor en un baño público
(2001)
 
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