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Viernes, 23 de septiembre de 2011

ESTAN TOCANDO NUESTRA

¡Bienvenidos al mundo feliz en donde todo se dice cantando y bailando! Se acaba de editar Teatro Musical I. Broadway, de Pablo Gorlero, el primer libro en castellano que intenta sistematizar una historia de las comedias musicales representadas en la avenida del espectáculo por antonomasia. Excelente oportunidad para preguntarse en qué personajes y episodios se funda esa relación entre este género y la cultura gay.

 Por Adrián Melo

”El momento de cantar aparece cuando tu nivel emocional es tan alto que ya no podés hablar más; y el instante de la danza es cuando tus emociones son demasiado fuertes como para sólo cantar sobre cómo te sentís”, dijo una vez Bob Fosse. Con esta premisa del exceso, y a su vez del sentimiento genuino, el género musical ha narrado historias delirantes y simples durante décadas, manteniendo sus obras en cartel en tiempos record. En el primer tomo de lo que promete ser una historia integral del teatro musical, el periodista Pablo Gorlero se centra en Broadway y realiza un exhaustivo y encantador recorrido desde los orígenes hasta las grandes producciones del siglo XX. La propuesta invita a revisitar títulos adorados, a exaltar un género muchas veces tildado de frívolo y de superficial y que sin embargo ha hecho valiosas denuncias y contribuciones al mundo de la política, a intentar dilucidar el lazo entre teatro musical e identidades gays y a preguntarnos, una vez más, por qué amamos tanto los musicales.

Los orígenes

El Broadway Show, señala Pablo Gorlero, es el teatro musical genuinamente estadounidense que se hizo popular a principios del siglo XX y que cuenta con elencos masivos, atronadoras puestas de diseños y despliegues fastuosos. Sus orígenes están ligados a las operetas y las operas cómicas inglesas, y es un producto de la mixtura de géneros tales como la ballad opera, la ópera cómica, el vaudeville, el burlesque, la revista y la comedia musical, entre otros.

En la primera década del siglo XX dominaron los productores, en la década siguiente los compositores y empezaron a resonar nombres gloriosos como Irving Berlin, Jerome Kern y Cole Porter, entre otros. Los años ‘40 fueron de las estrellas y, luego de Rodgers y Hammerstein, de los autores. Hacia la década del ’60, la impronta era puesta por los coreógrafos con nombres tales como Jerome Robbins, Bob Fosse o Michael Bennet, entre otros. Más tarde vino el rock con propuestas como The Rocky Horror Show. Y, en los ’90, con La Bella y la Bestia, Disney afianza lo que se da en llamar la hollywoodización de Broadway. Es decir: hablar teatro musical o de musical es hablar de un género en permanente transformación y evolución.

Comedias rosas

Para el teórico español Alberto Mira, no es fácil explicar el lugar privilegiado del musical en la cultura homosexual del siglo XX, pero hay algunas pistas que pueden ayudar a darle sentido y sobre todo a mostrar su utilidad para la vida de gays y lesbianas. Si bien homosexuales y heterosexuales han disfrutado del género, lo han hecho de diversas maneras. Los gays parecen disfrutar particularmente el fundirse en el mundo artificioso donde domina la lógica espectacular de música y coreografía y colores vivos, con el tomar partido por una visión mariquita del mundo donde los decorados son imposibles, los colores demasiado vivos, donde los hombres hacen cosas poco viriles y donde las mujeres son divas y centro emocional de las tramas.

Otro motivo de fascinación es la invitación del musical a la fantasía y al escapismo a través de una teatralidad exagerada, de una sensibilidad camp, género caro y apropiado por el universo de la cultura homosexual. Junto al énfasis en la teatralidad y el escapismo, el musical tiende a convertirse en novela de educación al tematizar el “llegar a ser uno mismo”, un motivo cercano para gays y lesbianas, que tienen que hacer frente muchas veces a un ambiente adverso para vivir sus sexualidades. “Así, el musical constituye una invitación, expresada en poderosas metáforas, a encontrarse en el glamour, la música y las abigarradas coreografías.” Muchos musicales presentan esta estructura narrativa: My Fair Lady, Gigi, Sweet Charity, Funny Girl, Nace una estrella, Grease, entre tantos otros.

Finalmente, quizás uno de los aspectos más relevantes que relacionan musicales y experiencia gay, según el autor, tiene que ver con la apropiación subcultural. Hay gays a los que les gustan los musicales porque constituyen un terreno común que les permite socializar con otros gays; sienten que los musicales son parte de una tradición que los incluye.

Como destaca el mismo Mira, muchos de los motivos que se suceden en la confluencia entre gays y musicales desbordan los límites reales del texto. Placeres sensuales, respuesta erótica, ironía, lecturas informadas por chismes, resultan esenciales para dar con los sentidos que ciertas historias tienen para ciertos públicos.

¿Cuáles pueden ser algunas de las relaciones que vinculan vidas de gays y lesbianas con teatro musical?

Por un lado hay toda una gama de musicales que centran sus argumentos en seres marginados: prostitutas (Sweet Charity), vagabundos (Oliver!), floristas (My Fair Lady), artistas en decadencia, inmigrantes (Irene), pobres o diferentes (Dolly Levin, María Von, Billy Eliott) en general, que muchas veces para escapar de la vida pueblerina y del insulto o la discriminación deciden ir a la gran ciudad, generalmente a Nueva York.

En la gran ciudad se hace necesario para la supervivencia emocional contar con la comunidad de amigos (por citar sólo dos ejemplos, la importancia de la comunidad de adorables prostitutas que acompañan a Sweet Charity o la pandilla de amigos de Oliver, uno de los cuales le canta apenas arriba a Londres “Considerate uno de nosotros”) y es esa ciudad la que devora o generalmente posibilita llevar adelante los sueños y el erotismo. “Tiene que haber una vida mejor que ésta”, canta Dolly en el extraordinario Hello Dolly! y a punto de partir en un tren lleno de jóvenes que se disponen a escapar de trabajos alienantes y a vivir y amar: “Y cuando la encuentre, me levantaré, me escaparé, saldré y viviré. ¡A vivir!”.

Es decir, que la educación sentimental en el musical clásico suele tener el mismo trayecto vital que Didier Eribon describe en Reflexiones sobre la cuestión gay para dar cuenta de las biografías de muchos gays durante el siglo XX: el insulto durante la niñez y la adolescencia, la huida a la gran ciudad en busca de nuevos horizontes eróticos y de posibilidades de vida, y la necesidad de la comunidad de amigos que comparten los mismos gustos y placeres eróticos como instancia de supervivencia.

Otro de los escapes posibles del marginado o del buscador de sueños es el mar como horizonte. El barco como metáfora de la vida libre y los marineros (caros a la iconografía y la fantasía gay) ha sido uno de los escenarios más recurrentes de los musicales: desde la revolucionaria Show Boat –que muestra por primera vez la pasión interracial entre una mulata y un blanco en momentos de prohibición bajo pena de cárcel de dichas relaciones–, pasando por Anythings Goes, Leven anclas (en donde según Kenneth Anger trabaja el apuesto novio de Cary Grant y donde Gene Kelly baila con el ratón Jerry) o la divertida South Pacific.

En una escena de esta última, que constituye un desparpajo revolucionario para la época, un grupo de musculosos marineros sudorosos y con el torso desnudo cantan abiertamente acerca de la tensión sexual inmersos entre seres de su mismo sexo, gimen su soledad en el medio del Pacífico y sus ansias no sólo de amor sino de placer mientras imploran la necesidad de una mujer en el tema “There’s Nothing like a Dame”: “Tenemos la luz del sol sobre la arena. Tenemos claro de luna sobre el mar. Tenemos plátanos que podemos recoger de los árboles. Tenemos vóleibol y ping-pong y un montón de juegos de dandy. ¿Lo que no se nos queda? ¡No tenemos las damas!”.

En otra escena de la misma South Pacific, la inocente Nellie mira a una especie de monumento de rostro angelical y testosterona en la que sea quizás una de las primeras expresiones del deseo femenino en el arte visual. Luego, los dos cuerpos, jóvenes bellos y semidesnudos, se quedan abrazados al compás de la bella canción “Younger than Springtime”.

Locas y arco iris

Sin duda, los musicales contribuyeron a la construcción de las identidades gays a la vez que acompañaron el desarrollo de sus luchas, de sus conquistas y de sus tragedias. Y nos han dejado valiosos legados.

Ya en la década del ’30, en lo que Gorlero caracteriza como la época en la que las estrellas eran los compositores, un personaje que posteriormente sería icono de la cultura gay hacía las delicias de Broadway: Cole Porter. En realidad no importa si, tal como cuentan las biografías más documentadas o las leyendas más inverosímiles, Cole tenía siempre la piscina plena de jóvenes desnudos y retozaba gran parte de sus noches junto a bellos y musculosos muchachos sino que dejó plasmada en ocurrentes juegos de palabras y letras de canciones las más bellas metáforas sobre el placer y la vivencia homosexual, aun en tiempos oscuros.

En 1932 estrenó en el Schubert Theatre uno de sus mejores trabajos: La alegre divorciada (The Gay Divorce). Llevada al cine con Fred Astaire y Ginger Rogers, perdura en el recuerdo la adorable canción de amor “Night and Day”. Dos años después en la espectacular Anythings Goes, los enredos entre un galán mujeriego, una encantadora cantante del barco y un forajido disfrazado de sacerdote, entre otra gama de personajes a bordo de un crucero de lujo, dan pie a Porter para crear divertidas canciones que fueron leídas en clave gay o queer como “Blow, Gabriel, Blow” y, por supuesto, la popular, debido a sus connotaciones y metáforas sexuales: “You’re the Top”. La clave para escapar a un destino trágico fue quizá como dijo en una ocasión: “No lo digas, cántalo”.

El recorrido de Gorlero nos lleva luego a una de las películas más paradigmáticas que asocian musicales y cultura homosexual: El mago de Oz. En principio no parece haber nada homosexual en el cuento de hadas El mago de Oz; sin embargo, de alguna manera, como en tantos otros casos, elementos marginales, oblicuos, han conseguido elevar éste y otros musicales (pienso en La novicia rebelde, entre tantos ejemplos) al panteón gay.

Es decir, aunque el león de El mago de Oz sea todo un candidato a considerarse homosexual (algún malicioso dice lo mismo de algunos hijos del capitán Von Trapp de La novicia rebelde) y ello sin duda creó lecturas cómplices, indudablemente, El mago de Oz se convirtió en icono de la cultura homosexual a partir de la década del ’60, cuando a la imagen de la inocente Dorothy representada en el film por Judy Garland se le superpuso la imagen de la diva alcohólica, drogada y en decadencia. La muerte de Judy Garland en plenos sucesos de Stonewall terminó de reavivar el mito. Y El mago de Oz nos legó a partir de la canción que Judy entonara siendo una adolescente la inspiración para la bandera multicolor, símbolo del orgullo gay: “Hay algún lugar donde no hay ningún problema... Piensas que existe tal lugar, Toto. Debe haberlo. No es un lugar al cual se pueda ir en barco o en tren. Es lejos, muy lejos. Atrás de la luna. Más allá de la lluvia. En algún lugar más allá de donde se pone el arco iris. El cielo es azul. Y los sueños que te atreves a soñar sí se hacen realidad”.

El otro indudable gran legado es el que ofrece la primera historia de amor entre hombres que ofrece Broadway: La jaula de las locas. En la escena final del primer acto, el hijo que crió pretende negar a su padre cuando advierte que su homosexualidad puede ser condenada. Entonces el padre grita fuerte: “I Am what I Am”. “Soy lo que soy”, alega cantando, gritando, arroja la peluca y sale corriendo por la platea. Como señala Gorlero, el público bramaba.

Estrenada el 21 de agosto de 1983 en el Palace Theatre, estuvo cuatro años en cartel totalizando 1761 funciones. “La Cage... –expresa Gorlero– podría haber seguido en cartel si no hubiera sido por la epidemia del sida, que por entonces crecía a pasos agigantados y arrasaba Broadway. Cada día, en todos los elencos, llegaba la noticia de que alguien había muerto. No fue distinto en La Cage aux Folles. Muchos integrantes del elenco y del equipo técnico morían en sólo cuestión de días. Eso obligó a que hubiera ensayos permanentes para encontrar reemplazos, además de desmoralizar profundamente a toda la compañía. Todo de pronto se oscureció.”

La falta de conocimiento total sobre la enfermedad ahuyentó además a los espectadores. Era difícil ir a ver una obra optimista y rimbombante sobre homosexuales al mismo tiempo que el público gay vivía una tragedia de dimensiones desmesuradas. Con los años, la epidemia cesó, ciertas dudas se disiparon y La Cage... retornó con fuerza y múltiples reestrenos. Y años después, Broadway mostró a un grupo de okupas intentando sobrevivir, atravesados por la búsqueda del amor y muchos de sus personajes conviviendo con el sida: había llegado la era de Rent.

Musicales y política

Quizá, como dijo Porter, el hecho de decirlo cantando, y de apelar a la comedia, permitió al género musical no sólo dar cuenta de otras realidades en el campo de los placeres, las identidades, las diversidades sexuales y los afectos, sino también realizar valiosas contribuciones al mundo de la política.

Es decir que no podemos obviar los contextos sociopolíticos en que se suceden musicales tales como La novicia rebelde, Cabaret o Los productores. En la primera, la familia Von Trapp escapa graciosamente de los nazis a partir de las canciones, demostrando el potencial subversivo de la música y de la risa que, como diría Eco, libera al aldeano del miedo al diablo. En Cabaret, la bisexualidad del coprotagonista se sucede en la época en que Berlín era una fiesta. La República de Weimar, época de miserias y de auge de la prostitución, de cabarets de hombres y de mujeres (“¡La vida es un cabaret!”), de placeres sofisticados y decadentes y de luchas exitosas por los derechos civiles de las diversidades sexuales, de obreros y rubios espléndidos al alcance de la mano, al decir de Christopher Isherwood. Al final del musical, la sombra del nazismo oscurece esta tregua y, como suele suceder, la sangre y el semen se confunden en uno.

Y, aunque vilipendiada frecuentemente por la crítica, Los productores me sigue pareciendo una sátira extraordinaria sobre el nazismo y una manera de exorcizar demonios a través de la risa que me provoca, entre otras canciones, “Springtime for Hitler in Germany”.

Anticipándose al supuesto Evangelio de Judas, el musical Jesucristo Superstar es quizás una de las primeras veces que se presenta la hipótesis de la traición de Judas a Jesús por motivos de amor y de decepción. Antes que El código Da Vinci, presenta una verdadera relación erótica entre María Magdalena y Jesús, y constituye toda una crítica al mundo religioso como teatro, como simulacro y como espectáculo.

Hasta que llegamos a El beso de la mujer araña. El musical, de Manuel Puig. Tal como afirma el director Harold Prince desde las páginas del libro de Gorlero: “El beso de la mujer araña es una de las obras maestras del drama musical. Con una trama oscura y delicada se logró un espectáculo que entretiene, conmueve y moviliza, sin transgredir y frivolizar, una temática vinculada con los derechos humanos. No podría hacer teatro si no me interesara la política. Gozo de la política como del teatro. En la política está el arte: hay política en la música, en Mozart, en Beaumarchais. En Amor sin barreras o en El violinista en el tejado, que son textos políticos, lo mismo que Cabaret”.

Alta sociedad. Musical y clases sociales

“Un musical es cualquier cosa... menos la realidad”, dijo una vez Stanley Donen, el hombre que en Siete novias para siete hermanos extrapoló la leyenda del secuestro de las sabinas por parte de los romanos al siglo XX y lo convirtió en una comedia. Quizás ese halo de irrealidad y la flexibilidad de la ficción que aparece en uno de sus costados más enloquecidos le permitió también al musical explayarse críticamente sobre las clases sociales en las sociedades capitalistas y presentar identidades sexuales difusas y poco rígidas.

Es decir, entre otras cosas, qué es My Fair Lady, basada en la obra Pigmalión de Shaw, si no una profunda reflexión sobre las clases sociales y una burla a la “distinción” en términos de Pierre Bourdieu.

En los primeros musicales del siglo XX, predominó, según Gorlero, la “Era de las Cenicientas”, con la clásica estructura de mujer pobre que busca hombre rico y cuyo mejor exponente fue Irene. Estrenada en 1919, en el Vanderbilt Theatre, trata sobre una pobre irlandesa –Irene– que sueña con una mejor vida y que conoce a un millonario de Long Island. La traba a ese amor lo encarna la prejuiciosa madre de Irene, quien le tiene prohibido salir con millonarios. Quizás este atravesamiento de clases sociales tendía a reforzar la idea de igualdad social a partir del hecho de que debajo de las sábanas somos todos iguales.

Sin duda hay denuncia social en el musical Los miserables, que parte de las palabras del propio Victor Hugo: “Las personas que se encuentran en estado de necesidad extrema son empujadas hacia los límites máximos de sus recursos. El trabajo y los salarios, la comida y el abrigo, el coraje y las buenas intenciones están perdidos para ellos. La luz del día se convierte en sombras, y la oscuridad penetra en sus corazones... Ellos son los miserables, los descastados, los marginados”.

Por citar sólo un ejemplo, las amistades femeninas y las identidades y los géneros difusos e intercambiables predominan en musicales tales como Calamity Jane, centrada en la relación entre Katie, una farsante criada de una estrella que usurpa la identidad de su señora, y Calamity, que en el momento cumbre del musical canta: “Yo tengo un amor secreto”.

En este sentido no parece casual que Gorlero decida terminar este primer tomo con Billy Elliott, el musical que reúne en sí mismo la denuncia política en tiempos de ajuste neoliberal, la explotación de los mineros y los prejuicios con respecto al género, las clases sociales y los gustos.

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