Viernes, 30 de marzo de 2012 | Hoy
El 16 de marzo, Lisa Kerner y Jorgelina De Simone recibían acompañadas por amigxs la distinción en la Legislatura porteña: Casa Brandon fue declarada “de interés social, cultural y para la promoción y defensa de los derechos humanos”. Pero la casa es una historia que comenzó hace muchos años, con un amor, con una película, con la intención de renovar las prácticas militantes, malos entendidos y espíritu de fiesta. Gran parte de esa historia está grabada en las paredes, en la bandera que flamea siempre en la ventana y ahora también en esta nota, narrada por las dos anfitrionas.
Tal vez la primera década del siglo XXI en la Argentina, en algún libro de historia del futuro, de este futuro que vivimos en el presente de 2012, se pueda bautizar como la década queer o de la diversidad o Glttbiq o simplemente Brandon. Es una década larga, que se pasó de la decena y que pide más pista porque tiene mucho vuelo propio, porque siempre está despegando para conquistar nuevos territorios, para superar los propios límites, como si refundarse fuese su destino camaleónico. Y Brandon, como estandarte para acompañar estos años de crecimiento, empezó justo tras de la muerte anunciada de un siglo, cuando el contador volvía a cero el calendario: si había otra historia, era el momento de construirla. Y Brandon sabía que era su tiempo. O mejor dicho, las chicas que se convirtieron en Brandon querían vivir otra historia. Y, como siempre sucede en los grandes relatos, otra vez todo comienza con una gran historia de amor: el romance de Lisa Kerner y Jorgelina De Simone nació en enero de 2000, y ese mismo verano se estrenó en Buenos Aires la película Los muchachos no lloran, sobre la historia real de Brandon Teena, un hombre trans asesinado, un crimen de odio de principios de los ’90 en Estados Unidos que se convirtió en una película que le hizo ganar un Oscar a Hilary Swank. Como a Lisa y a Jorgelina el amor les sobraba, lo extendieron hasta enamorarse al unísono de Brandon Teena, y concretaron un triángulo amoroso que tenía que convertirse en orgía de felicidad al descubrir la resistencia como forma de vida. Por eso, para celebrar la libre expresión de la sexualidad como una fiesta colectiva, pagana, crearon, con la complicidad de su amiga Violeta Uman, Brandon Gay Day, bautizando con doble apellido a su pequeño lugar germinal de complicidad. “En aquel momento, para nosotras, gay abarcaba todo, desde la completa ignorancia. Nosotras decíamos que éramos unas chicas gays. El mundo trans no lo conocíamos. Incluso nuestra lectura de Los muchachos no lloran no era acertada. Si bien le pusimos Brandon y nos conmovió hasta el tuétano la historia de alguien que quería vivir a su manera frente a lo que otros le imponían, para nosotras era una lesbiana zarpadamente masculina, pero no pudimos hacer la lectura del trans”, recuerdan ambas, hablando en primera persona del plural, sabiendo que su amor las unió para siempre, a pesar de que ahora no sean pareja en el sentido romántico, pero siguen construyendo juntas el espacio que crearon en medio de una relación que ramificaron para que las contenga en su mutación, en un principio como fiestas para convocar desde otro lugar, cambiando el paradigma que dominaba esos años. Porque bautizarse Brandon era una vuelta de página de lo que más circulaba: “Queríamos despegarnos de un discurso activista de aquella época donde la homosexualidad estaba muy pegada a algo sufrido. Y también despegarnos estéticamente del flyer gay con el chongo encerado, en cuero, rubio, escultural, de gimnasio”. El activismo y el incipiente mercado Glttbiq que surgió en los ’90 perfilaron un tipo de imagen de la cultura gay que comenzó a multiplicarse como un discurso asfixiante. Por un lado, visto como un homenaje a alguien que defendió su identidad y su deseo, Lisa y Jorgelina invocaban con Brandon la historia de exterminio de la comunidad Glttbiq, con un sentido activista para traducirlo en una poética identitaria personal, como si, cada vez que aparecía ese nombre, se oyese un eco similar al del “Hay cadáveres” de Néstor Perlongher, poema célebre que, de alguna manera, fundó una cierta sensibilidad Glttbiq postdictadura. Pero también al elegir llamar Brandon a una fiesta, hay una rebeldía que traduce en celebración el lugar oscuro al que se quiere llevar la orientación sexual y la identidad de género, una estrategia de inversión, igual a cuando se transforma en orgullo celebratorio la vergüenza que se trata de imponer a quienes rechazan la heteronormatividad. Es la misma dicha de las últimas ediciones de la Marcha del Orgullo, en las que alguna vez Casa Brandon participó con un camión de bomberos, burlándose y homenajeando al arquetipo de la torta bombero. Por todo eso, cada vez que se dice Brandon Gay Day es como nombrar una utopía alegre, es un rito de creación para regalar días gays, días felices, a Brandon Teena, como una forma de eternidad para una víctima de la transfobia. En la película Los muchachos no lloran hay una escena donde un Brandon enamorado saca a patinar sobre hielo a su novia, interpretada por Chloë Sevigny, y juntos son tan felices que las sonrisas simétricas les parten ambas caras. El proyecto Brandon es una felicidad compartida igual a ésa, que se desliza sensual y patinosa, que te parte al medio, que te tatúa la cara de una alegría diversa, que no se baila en cualquier lado, que es difícil de contener.
“Queríamos que el flyer dijera Gay”, recuerda Lisa como base ideológica que completaba el concepto Brandon, una visibilidad que parece mínima, pero que tuvo y tiene gran poder rupturista. A inicios de este siglo y aún hoy, doce años después, la mayoría de las discos, pubs y demás espacios que se proponen como parte de la comunidad Glttbiq no promocionan sus actividades desde la visibilidad, esas siglas no están asociadas oficial y públicamente a esos lugares, casi ninguna señal en las publicidades, los flyers o en las puertas revelan o difunden algún tipo de afinidad o compromiso con la diversidad. Como si preservaran el espacio público, como si toda la identidad se tuviese que comenzar a vivir puertas adentro, la gran mayoría de los espacios de la comunidad no promueve ninguna denotación diversa. Brandon se sintió orgulloso de ser gay desde siempre, por eso la bandera flamea siempre en la puerta de la actual Casa Brandon, que desde 2007 tiene la agenda cultural más diversa de Argentina, ampliando ese germen que surgió en las fiestas que se iniciaron un 17 de mayo de 2000, en un lugar llamado Cápsula. La fecha de la primera fiesta fue una casualidad calendaria, pero también un acierto más, porque ese día se recuerda que la homosexualidad fue excluida de la lista de enfermedades por la Organización Mundial de la Salud en 1990 y pasó a ser el Día Internacional contra la Homofobia. Para Brandon, gay no es un concepto restrictivo, no quiere decir simplemente hombre homosexual, sino que significa estar parado en un lugar del mundo que abraza lo diverso, gay es una forma de ecumenismo, un espíritu que nos posee según el grado de compromiso con la belleza de las otras y otros. Gay es quien piensa otras formas de belleza como una responsabilidad propia que se debe mantener viva, sentirla, pensarla, replicarla, cobijarla, atesorarla. En Brandon, desde un primer momento fue expandir el significado de gay a través del arte hasta que se vuelva queer, hasta que pierda la limitación que la cultura le impone. El Gay-Day es un diario compromiso de búsqueda, una manera de “artivismo”, como dijo Susy Shock, sabia siempre, en su lectura poética de la Legislatura porteña, cuando el 16 de marzo Brandon fue “declarada de interés social, cultural y para la promoción y defensa de los derechos humanos”. Los primeros flyers decían “Brandon te quiere y que el amor se contagie a todo el mundo”. ¿Algo que empezó como una fiesta de amor viral fue celebrado como un gesto político a reivindicar? Esa, por fin, es una política lúcida, alerta a entender la dimensión ideológica de la cultura diversa. Porque la fiesta de Brandon siempre fue una celebración con filosofía propia, con una forma política de rechazo a los VIP fuese donde sea que se asentaran, como una fiesta de la igualdad, donde no hay zonas veladas, ni privilegios, donde todas y todos tienen las mismas oportunidades de recorrer y ser recorridxs: amar en todos lados, sin exclusiones. Al unísono, Lisa, Jorgelina y Violeta se enorgullecen de doce años de ausencia de VIP, como si ese rasgo de resistencia esencia para las fiestas que siguen convocando a un público que difícilmente pueda definirse con claridad, porque, como Brandon, siempre está en expansión, aprendiendo a reinventarse a partir del deseo propio y del ajeno.
“El festival Anormales en 2010 fue un quiebre tremendo. A Susy Shock la conocimos en ese festival; la había escuchado nombrar, pero no la conocía. También la conocimos a la Negra (Carla Morales), que ahora es la cocinera de Casa Brandon. Y en una reunión, en esa época, Marcela Romero de ATTTA nos dijo que estaba cansada de que ‘todas las organizaciones que tenían la t de trans, la tuviéramos pintada’. Y a mí me repegó. Fui a hablar con ella y me hice cargo de que la t estaba medio pintada. Y le dije que si vos conocías a alguien trans que esté haciendo algo dentro de las actividades que nosotras hacemos, que me llame. Y así apareció Daniela Ruiz, con Presas de la Vida. Y ahí también fue otro giro, de empezar a laburar a la par con las chicas trans. Me parece que el tema de la diversidad se ejercita todo el tiempo, no está en el discurso, está en los hechos, sucede todos los días. ‘Si yo puedo abrir un camino, voy a hacerlo’”, concluye Lisa, citando un verso de Susy Shock como declaración de principios Brandon, abierta siempre a la sabiduría de lxs otrxs, y marcando el giro actual que tiene que ver con incluir un compromiso intenso con la comunidad trans, que históricamente fue relegada de los espacios culturales Glttbiq. Porque Brandon siempre fue más allá de sus propios límites, porque si primero eran sólo fiestas (especiales y democráticas, pero fiestas al fin), y después vinieron ciclos itinerantes de cine y de lecturas, era imperativo cumplir el sueño de la Casa, para que una cultura comunitaria pueda desarrollarse. Y ellas lo hicieron posible, con un tesón único para generar y sostener espacios inclusivos. Y tras casi seis años de funcionamiento, con muchas etapas de naufragio, la Casa Brandon prosperó y ahora atraviesa uno de sus mejores momentos, abriéndose caminos con actividades que nunca antes ni después se programaron en otros ámbitos. Y eso es porque Lisa y Jorgelina siempre están alertas a lo nuevo, aunque sea efímero y dure una sola noche. Es imposible enumerar la diversidad de programación de la Casa, tanto las muestras de la Galería de Arte como del espacio multipropósito donde suceden encuentros lúdicos o activistas y shows de todo linaje, o de esa barra del entrepiso que es un bar de copas y canciones sin la estridencia de una disco, donde una noche cualquiera puede ser ese Gay Day que visibiliza la felicidad, el verdadero sentimiento de diversidad. Difícil describir la identidad de Brandon con una enumeración de sus actividades (ver la agenda aparte), y esto sucede porque el proyecto tiene la evanescencia mágica de un fantasma, algo burlón y camp, como el que inventó Oscar Wilde en su célebre cuento. Las chicas Brandon, tan dandies como el escritor victoriano, comentan que cada vez que alguien se queda sola en la Casa aparece Brandolina, una fantasma amigable y nada tétrica, cuya presencia es hacer ruidos como si las paredes crujiesen. Es que Brandon no es un lugar sólido, un lugar de encierro, es lo opuesto a un ghetto, principalmente porque aunque se llame Casa ahí no vive nadie, no hay personas que permanezcan, es un lugar de tránsito puro, donde se puede pasar a cargar combustible cultural diverso para luego arrancar: es una estación de servicio Glttbiq (de nafta súper, por supuesto, especial para entrar en combustión). Como Brandolina, la cultura Brandon atraviesa paredes, derriba muros, para demostrar al mundo otras voces, fuera de leyes disciplinarias que controlan el lugar mínimo en que algunas personas quieren ubicar el deseo de ser y hacer: “Una Noche Drag nos cayó una inspección. Y yo estaba dragueada de bigotes y me olvidé. Para empezar, le abrió la puerta al inspector una chica cross. Y cuando van a buscar a la encargada o encargado, aparezco yo de bigotes. Como siempre que viene una inspección, yo estaba nerviosa y re-seria. Les doy la mano a los inspectores y se quedaron perplejos; no sabían cómo tratarme, por supuesto, si tratarme de él o de ella. Fue la inspección más rápida de la historia. No soportaban quedarse, miraron dos boludeces, firmaron el libro y se fueron. Y a la policía que estaba afuera también fui a hablarle de bigotes”. Tal vez esa anécdota de una de las tradicionales Noches Drag sean una síntesis del mecanismo dinámico con que se desregula el género de manera festiva en Brandon, con total naturalidad y sin programa común, para que cada cual pueda desafiar la ley del binomio hombre o mujer, o cumplirla como le cante, para sorprender y sorprenderse, siempre sin encapsularse en los mismos sótanos que obturan la visibilidad. El objetivo actual de Lisa y Jorgelina es poder convertirse en un lugar diurno, no estar solamente abierto durante las noches, para extender las posibilidades de actividades durante el día, para salir de la condena de que toda propuesta Glttbiq esté destinada a la misma franja horaria, y así seguir expandiéndose fuera de las barreras impuestas. Saben que eso puede llegar recién dentro de dos años, porque experimentar otras formas de relacionarse no es fácil, lleva su tiempo y su trabajo. Pero lo importante para ellas es no quedarse quietas, proyectarse.
Este verano refaccionaron Casa Brandon y, entre los cambios del tuneado característico, aparecieron unos tubos de luz que irradian, cada uno, los distintos colores del arco iris. La decoración de Brandon siempre remitió a un imaginario pop, entre Warhol y Keith Haring, de colores un poco centelleantes, de casa de muñecas, de escenografía de musical de Hollywood. Como si fuese un decorado de El mago de Oz, ese icono de la cultura gay, esa fuga de la triste y pedestre realidad en blanco y negro para alucinar con un viaje a un reino de reposo quimérico, de colores vivos y seres fantásticos donde está permitido cantarle al arco iris. La androginia adolescente de Judy Garland y las brujas con fino sentido del camp que garantizaron el culto queer de la película podrían ser extras acodadas en la barra de cualquier noche de Casa Brandon. Según cuenta la película Stonewall, una de las razones de la resistencia en el célebre bar de Nueva York en 1969 fue que ese día había fallecido Judy Garland: las personas que enfrentaron la violencia de la razzia se inspiraron en esa niña que les cantaba a los pájaros libérrimos que vuelan sobre el arco iris. Para muchas personas, como las que aplaudieron y lloraron junto a Lisa y Jorgelina en el reconocimiento de la Legislatura, Brandon es la Garland del nuevo milenio que entona esa misma canción, y la Casa Brandon es la Stonewall vernácula. Hay una línea de diálogo al final de El mago de Oz donde Dorothy, el personaje que interpreta Garland, dice una frase célebre, cuando vuelve al hogar cambiada por su ensueño: “No hay lugar como casa”. Hoy, a la luz de esos neones del arco iris que resplandecen todas las noches, toda una generación podría parafrasearla fácilmente: “No hay lugar como Casa Brandon”. Y tal es su excepcionalidad que todo el proyecto llega a contradecir un refrán, porque esta Casa es tan grande como el corazón de unas mujeres enamoradas, donde late la más generosa diversidad.
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