Viernes, 30 de marzo de 2012 | Hoy
Un velorio, un último deseo, un entierro. El viudo solo en escena representado por Rubén Szuchmacher, quien regresa a la actuación en Escandinavia, consigue convertirse en carne de la pregunta sobre qué hacemos con la muerte de quienes amamos y que nunca dejaremos de amar.
Rubén Szuchmacher es uno de los directores teatrales más inteligentes de nuestro país, precisamente porque su perspicacia y su cultura le permiten trascender las clásicas dicotomías que sólo sirven para entorpecer el pensamiento (teatro comercial/teatro experimental; ficción/documento; teatro de repertorio/“nuevo teatro”), y porque sabe que no existe acontecimiento teatral sino en relación con un pensamiento sobre el público.
Después de diez años vuelve a un escenario como actor (Boda blanca, Porca miseria, Visita, son algunas de las míticas invenciones teatrales que lo contaron en sus elencos). Se trata, ahora, de Escandinavia, una pieza breve escrita y co-dirigida por Lautaro Vilo donde interpreta a un viudo que comienza a experimentar los aspectos más desgarradores del duelo. A propósito de la muerte de su madre, Roland Barthes se preguntaba en Diario de duelo: “Primera noche de bodas. Pero, ¿primera noche de duelo?”.
Sí, hay una primera noche de duelo que suele coincidir con ese ritual maníaco que en culturas como la nuestra se llama “velorio”: mientras el muerto se prepara para cruzar, en la barca de Caronte, el detestado río Estigia, su deudo recibe las condolencias de amigos, enemigos y desconocidos.
En Escandinavia, el personaje sin nombre desempeñado por Szuchmacher recibe los pésames por su marido muerto (no importa la legalidad del vínculo sino el modo en que la carne de uno ha quedado marcada por la del otro, algo que constituye uno de los hilos conductores de la pieza) en un escenario totalmente despojado de todo elemento escenográfico y descarnadamente iluminado.
La entrada en escena del actor o el personaje está dominada por el humor maníaco: “gracias por venir”, “mañana a las 9 lo llevamos a Chacarita”, “gracias por venir”, “gracias por venir”, “tanto tiempo, ¿quién te avisó?”, enunciados insensatos que ponen en escena el horror de una falta que todavía no ha alcanzado el límite penúltimo, el del silencio.
Como, pese a que la pieza es para un solo actor, no es un monólogo, luego el deudo conversará con el muerto, dejándose dominar por la futuromanía (otra vez Barthes: “En cuanto alguien está muerto, construcción enloquecida del porvenir”) que el propio Szuchmacher había puesto en negro sobre blanco (“En el caso de Escandinavia es la necesidad de hacer algo con la tristeza que recorrió mi vida en estos últimos años. La actuación como medio para liberar algo y poder seguir adelante”) y que el personaje vivo comunica al personaje muerto: “voy a pintar”, “tal vez venda la quinta”.
En su brevedad, y en sus tres pasos (velorio, celda, entierro), la pieza despliega todas y cada una de las unidades del duelo y se postula, ella misma, como la construcción enloquecida de un porvenir.
Si el velorio puede interpretarse como una performance involuntaria, y si el comienzo de la pieza reproduce al detalle esa actuación en la que el performer se mezcla y se abraza con el “público”, en un ritual cuyas raíces pueden adivinarse, pero cuyos efectos serán siempre misteriosos, el final de la pieza y el saludo al actor (que ha hecho, ahora, una performance deliberada) vuelve (beckettianamente) al punto de partida, que es el de la pieza y el del velorio. “Gracias por venir”, nos dice Szuchmacher (no el personaje sino el actor), en un rizo o bucle que desdibuja los límites entre lo real y lo imaginario, y que pone al espectador, que sabe lo que de él se espera, en la situación incómoda de tener que cumplir un papel (y de asumir que, cuando estuvo en el velorio, también cumplió con un papel en un ritual para el que sólo podía ser un partiquino o un mero espectador de un dolor intransferible).
Se trata de la muerte y de la situación ante la muerte del amado: la desolación, la incomprensión, el abandono, la obligación de cumplir con la última promesa realizada. Lautaro Vilo, el autor del texto, ha elegido antes los tonos del grotesco que los de la tragedia para decir lo irreparable y el modo en que la falta de uno de los dos que hacían UNO nos arroja a la locura.
Pero se trata, también, de las instituciones de la muerte: la casa de sepelios, el cuartel de policía, el cementerio (en ese orden, en los tres pasos que organizan los acontecimientos del drama) y, por la vía de la cita presente en cada uno de los pasos, la guerra (esa gran maquinaria de la muerte). Escandinavia es la novela bélica (imaginaria) que el deudo leía al moribundo en su agonía, y de ella sería difícil saber qué importa más en la economía del texto de Lautaro Vilo: si la pincelada de blanco necesaria para que los trazos de humor negro en los que la pieza se regodea adquieran espléndido realce, o la imprecación que obsesiona al personaje: “ala, gilipollas”, que tanto puede estar destinada a los que fueron al velorio o a los que fueron al teatro. Tengo para mí que, al constituirse en la única utilería de la pieza, el libro Escandinavia que el personaje manosea sin clemencia se convierte en metáfora de la carne ahora inalcanzable, la presencia de una ausencia.
En todo caso, Escandinavia (la novela, la pieza teatral) sirve para subrayar el vínculo precario que unen “la vida y la obra”. Ya Alfonso Reyes había señalado, hace muchos años, que el procedimiento del texto consiste en “concretar en fórmulas finitas las relaciones humanas de reiteración indefinida”. Detrás de la obra (ésta o aquélla, y es eso lo que le interesa interrogar a Escandinavia), hay siempre una verdad general, pero no en el sentido histórico o testimonial.
Sabido es que Goethe se libró por el Werther del suicidio, al mismo tiempo que la Werther-Fieber lo propagó como epidemia entre sus lectores. Del mismo modo, Escandinavia representa para Szuchmacher el final del duelo (por la muerte de Daniel, la de su padre, la de su hermana, la de su madre) pero, pandemia artística mediante (el arte verdadero responde sólo a la lógica del contagio y a ninguna otra), sume a sus espectadores en situación de duelo.
Qué hacer con (a partir de) la muerte de quienes amamos (y que nunca dejaremos de amar, pese a la muerte) es la llama votiva que Vilo-Szuchmacher han encendido para nosotros.
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