Entre las numerosas películas de temática lgbttiq que aporta esta nueva edición del Bafici, Soy destaca dos interesantes propuestas que encaran desde puntos bien diferentes la experiencia de la transexualidad masculina. Tomboy, de Céline Sciamma, es una historia de iniciación al amor y a los conflictos de la identidad, respetuosa de los códigos de la infancia y libre de todo dramatismo. Olhe para min de novo es un documental que recorre los caminos del Brasil más profundo y hostil de la mano de Sillvyo Luccio, un transexual que hoy está intentando tener un hijo biológico con su esposa mientras en el trayecto recuerda escenas de su infancia asediada por la culpa, los desencuentros con quienes aún inisiten en verlo como lesbiana y otras anécdotas muchísimo más felices que todo eso.
TOMBOY: JUEGOS DE NIÑOS
Sacar la cabeza por la ventana del auto en un camino arbolado, el viento en la cara y el sol entre las hojas dibuja reflejos intermitentes sobre la piel como pecas tornasoladas. Casi iguales a las pecas de quien enfrenta al viento, que todavía está en la preadolescencia y viaja con su padre hacia su nuevo hogar, transportando las últimas cajas. Casa nueva, vida nueva: allá, desembalando, esperan una madre embarazada y Jeanne, una hermana menor. Una mudanza es el mejor punto de partida para hablar de Mikael, que tiene un cuerpo andrógino, pero que él prefiere definirse como varón a espaldas de su familia, cuando juega con recientes amigas y amigos, en un pequeño bosque que rodea su departamento, en los últimos días del verano, antes de iniciar las clases. En su familia responde al nombre de Laure sin molestarse, aunque nadie le impide vestirse con ropas de niño, a diferencia de su hermanita, que gusta de andar con vestidos o en tutú y bailar clásico. Mikael es un nombre que adopta fuera del hogar, a escondidas de su familia, para presentarse a Lisa, la niña que le gusta, con quien esconde besos entre los árboles, cuando nadie acecha, como en un bosque shakespeareano lleno de hechizos y transformaciones. Mikael es el protagonista de Tomboy, la segunda película de Céline Sciamma, y es una historia de iniciación en el amor y la identidad o, con más precisión, en los conflictos del amor y de la identidad, pero sin volver las cosas dramáticas, porque se puede pensar la película simplemente como un romance a la francesa, de estructura más bien clásica, donde se desarrolla un mecanismo de seducción que pronto se descubre, se desnuda. Como una remake virilizada de Mi vida en rosa (1997) o una versión infantil y antitrágica de Los muchachos no lloran (1999) de Kimberly Peirce, de Alain Berliner, Tomboy triunfa en ofrecer una alternativa queer al relato de un niño trans. La inteligencia de la cineasta está en mantener una mirada sobre Mikael que nunca pierde la dimensión lúdica de la identidad del mundo del niño, siempre manteniendo esa seriedad de los juegos infantiles, y que Chesterton destacaba como característica crucial. Aunque adopta los rituales masculinos como forma de diversión —el fútbol en cuero, las peleas como demostración viril—, también permite que su novia lo maquille como mujer, en una supuesta transgresión de género. Mikael elige un camino de virilización, pero no desprecia el opuesto, sabe que la dinámica de lo masculino y lo femenino se puede saltar como una rayuela, se puede transgredir todo el tiempo. Cuando va al río a bañarse, Mikael finge un bulto en su sunga con plastilina y luego, al final de una exitosa jornada luciendo su entrepierna hinchada, guarda el falo blando en la misma caja donde tiene los dientes que se le cayeron. Como una pequeña artesanía casera, como un juguete mutante, Mikael sabe que su identidad está en proceso de metamorfosis, sus dientes caen, su género también le permite cambiar de forma, de piel. Pero si todo puede ser un juego en Tomboy, la forma de representar ese mundo es de un realismo de luz natural, de imagen suave y cándida, con algunos momentos que se acercan al documental para retratar esos gestos de los niños y niñas, las palabras todavía balbuceantes o trabadas que traducen a un lenguaje propio el mundo de los adultos. Sciamma escapa al cuento de hadas, al universo artificioso con el que se representa muchas veces la infancia para plantear un relato más minimalista, que tiene la mirada a escala humana, en este caso una escala menor, que sabe ver cómo se expresa el cuerpo sin una puesta en escena que estilice o teatralice la corporalidad mutante de la infancia. En el interior de una familia, pero también en el interior de una comunidad espontánea de niños y niñas, un cuerpo diverso atraviesa distintos periplos que la película mira en su justa medida, sin adosar giros dramáticos o cómicos, sin imponer un género. Y de eso se trata, de transitar, una forma entre otras de ser trans, porque tampoco se trata de un caso modelo, por eso la película mira de cerca a ese rostro, estas pecas, ese torso, desnudo y vestido, que no se parece a otros, que no puede ser el molde de ninguna identidad, sino un camino que se abre a vivir con un poco más de libertad. Si la doble vida, su primera duplicidad, que enfrenta Mikael se descubre por algo es porque en poco tiempo va a empezar a ir a clases y el nombre que elige no va a estar en la lista, y su novia Lisa sabrá la verdad. La decisión personal contra la educación como una institución correctiva, que clausura las posibilidades múltiples de la identidad, que es un aparato ideológico que le pone fin al juego de un campanazo. Si el último plano de Tomboy es la hermosa media sonrisa de Mikael tras pronunciar el nombre que dirán cada vez que tomen lista en la escuela, es porque la película tiene la capacidad de reírse de las paradojas, de seguir apostando a la felicidad de un niño trans que desafía a las instituciones correctivas, disciplinarias, con una naturalidad existencial, con una impronta seductora que hace al mundo un lugar un poco feliz en su amplitud.
Lunes 16 a las 23.30, martes 17, a las 12, y miércoles 18, a las 21, en el Abasto Shopping.