Viernes, 8 de agosto de 2008 | Hoy
Por Esther Díaz
La irrupción de Foucault en mi vida representó una bisagra no sólo intelectual sino también existencial. Antes había sido Hegel con quien mantuve una larga y tortuosa relación. Me seducía con la enormidad de su pensamiento, pero no me permitía poseerlo. Mejor dicho, cada avance mío sobre su cuerpo teórico permanecía en el terreno intelectual. No encontraba manera de relacionarlo con los hechos, de poder responder –desde las alturas infartantes de su vuelo teórico– a las preguntas que cada día me interpelaban desde los medios de comunicación, desde mi deseo, desde mi cuerpo, desde mi indignación.
Pero un día llegó Michel, al principio tuvimos una relación de trabajo, nada más. Tenía que frecuentarlo por razones laborales, lo estudiaba y les iba contando a mis alumnos lo novedoso de esa escritura filosófica tan diferente de todas las que había leído hasta el momento. Mientras tanto, en mi casa, un pequeño milagro se reiteraba cada mañana cuando leía los diarios. De pronto la filosofía y la comprensión de la cotidianidad fueron una y la misma cosa. Las noticias se iluminaban, Foucault me permitía comprender el presente, me brindaba herramientas, respuestas posibles para el análisis crítico de nuestro mundo.
Mucho tiempo antes –en mi época de estudiante– había tenido otro affaire de este tenor. Kant me había enseñado que quizás el más certero problema filosófico sea el problema del presente y lo que somos en este preciso momento. Pero llegó Foucault y me dijo que es probable que el objetivo más importante no sea descubrir qué somos sino rehusarnos a lo que somos, e imaginarnos lo que podríamos llegar a ser para construirnos en libertad. Y esto me lo decía un contemporáneo. En esa época en la Argentina se producía el descalabro de la dictadura, su declinación y el regreso de la democracia. Esa coincidencia vital parecía inyectarles intensidad a conceptos que me subyugaban por orgánicos, operativos y militantes.
Esas propuestas sonaban como música para los oídos de alguien que desde pequeña había advertido el inconveniente de ser mujer. Esa nena que fui se resistía internamente a la injusticia de que sus pares masculinos gozaran de privilegios negados a las niñas. Entonces creía que se trataba de una realidad “natural”, que quizá lo mejor hubiera sido nacer hombre. No porque estuviera desconforme con mi identidad sexual, sino por la pérdida de libertad que significaba poseer esa identidad. Con Foucault aprendí que se puede luchar para rechazar ese tipo de individualidad que nos ha sido impuesta durante siglos. Aprendí que la filosofía, sin dejar de ser teoría, puede promover prácticas que estremezcan las redes del poder.
Las mujeres, junto con los locos, los desocupados, los homosexuales y otros relegados sociales pertenecen al sector periférico de una cultura que es patriarcal incluso en la construcción del saber (hasta la ciencia es machista). El filósofo equipara el poder masculino sobre la mujer con la psiquiatría sobre los enfermos mentales, o la administración biopolítica sobre la vida de la población. Concibe la resistencia como “luchas transversales” que van más allá de límites territoriales, cuyos objetivos deben ser los efectos de poder sobre los cuerpos. Son luchas inmediatas en tanto no aspiran a utopías y afirman el derecho a la diferencia aquí y ahora.
Se trata de una batalla contra las codificaciones a priori de nuestros deseos. No hay que atacar a tal o cual institución sino a los dispositivos de poder coaccionantes. Sin perder de vista que cuando nos enamoramos del poder replicamos esos dispositivos.
Hay que saber tomar distancia a tiempo y creo que en eso los dioses me han sido propicios. Actualmente mi enamoramiento de Foucault pertenece al pasado, pero por suerte me quedaron los bienes gananciales de su teoría y el recuerdo de apasionadas contiendas de posesión intelectual, después de las cuales aspiro alegremente a ser señora de nadie.
* Dra. en Filosofia
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