Viernes, 1 de junio de 2012 | Hoy
CLIFT CLOSET
Liz y Monty representan la icónica pareja entre la diva y el gay. Entre la protección, la hermandad, la competencia y el estilo, este tipo de lazos contribuyó a la construcción de una cultura gay.
Por Liliana Viola
Muchas versiones hay sobre la escena del accidente, tantas como invitados hubo en aquella fiesta en casa de Elizabeth Taylor y su entonces marido, Mike Wilding, pero todas coinciden en el tramo en el que ella entra la mano en el cuerpo de su amigo y lo salva. El más creíble testigo, Kevin McCarthy, lo contó así: “Entonces volví corriendo a la casa y les pedí a Elizabeth y a Mike que llamaran a una ambulancia, el auto de Clift había dado varias vueltas, estaba envuelto en humo y mucho olor a gas, y yo no encontraba el cuerpo por ningún lado. Mike enseguida llamó a la ambulancia y ella salió corriendo hacia el auto, no pudimos detenerla, se metió por el baúl y encontró a Clift atrapado en el asiento de atrás. Lo zamarreó, le puso la cabeza sobre su falda y cuando se dio cuenta de que se estaba ahogando, metió su mano y le arrancó dos dientes que le habían quedado clavados en la garganta. Lo salvó”. Elizabeth Taylor, que además lo acompañó durante el proceso de reconstrucción estética y se encargó de que ningún fotógrafo se llevara una imagen de su amigo desfigurado, aparece fijada en esta escena como la gran liberadora de esas cosas que quedan atrapadas en la garganta hasta la muerte. De aquí en más será la amiga de los gays y con su intercambio dejará el molde público de estas relaciones en las que ninguno de los sentimientos están muy claros según los parámetros binarios en los que además de masculino y femenino, hombre y mujer, hétero y homo, habrá que agregar amor y amistad.
Para los amantes de las estadísticas: a los ocho maridos, a las decenas de operaciones, a los kilos de barbitúricos, pueden sumarse en el prontuario de Liz los nombres de Roddy McDowell, Rock Hudson, Montgomery Clift, James Dean, Michel Jackson, Andy Warhol, Tennessee Williams (ella convirtió en éxito de pantalla cuatro de sus obras teatrales) y muchos más. Homosexuales o bisexuales o “dudosos” que aparecen como amigos íntimos desde los años ’50, la misma época en que el presidente Eisenhower firmaba la Orden Ejecutiva Nº 10450 por la cual el gobierno se negaba a dar trabajo a homosexual alguno, en nombre de la seguridad nacional.
¡Queer Elizabeth! Mucho antes que Madonna con sus bailarines, que Lady Di con su Elton John y que Lady Gaga con su furia militante, mientras hacía explotar el matrimonio para toda la vida y el turismo en Puerto Vallarta, Elizabeth cultivaba lealtades que más tarde se convertirían en banderas de la agenda progresista.
En 1985, cuando Rock Hudson, acusado (falsamente) por su novio de haberle contagiado “la peste rosa”, patéticamente solo detrás de su Sarcoma de Kaposi aparece acompañado en las peores fotos por Elizabeth quien, con impasible cara de mejor amiga, toma la mano tan temida y arma una fundación que consigue sumas millonarias para luchar contra un virus entonces vergonzante y que, aunque parezca una exageración, con su presencia adquiere no sólo visibilidad sino cierto glamour.
“¿Saben cómo es cuando uno ama con locura a alguien, pero no puede explicar por qué? Bueno, así es como yo amo a Bessie Mae.” Es la famosa declaración de amor de Montgomery Clift, que como hacen los amantes de verdad, le había inventado un nombre que algunos biógrafos entendieron como señal de encubierta heterosexualidad y para otros se mantiene como un acertijo de las relaciones que son imposibles, pero que se dan. Las relaciones de Taylor con sus amigos homosexuales marcan, a su vez, un quiebre en una tradición de iconos gay signados por el sacrificio y la distancia. A esos componentes que encarna a la perfección la sufrida y talentosa Judy Garland (casada con un artista gay, Vincente Minnelli, e icono de la libertad merecida desde los tiempos en que le cantaba al arco iris en El mago de Oz), Taylor le suma algo más. Tiene todas las tragedias que se le busquen, la belleza que se le pida, pero está lista para arremangarse cuando llega la ola de mal olor. Se llame sida, acusación de pedofilia o papelón. Estaba protegida y lo sabía: “La fama es como un desodorante, ahuyenta lo peor”.
Ella se ha llevado mucho closet a la tumba. El mismo día en que ella murió, su biógrafo –que había guardado el secreto hasta ese día– no dudó en colgar confidencias en Internet: “Quise mucho a James Dean. Voy a contarte algo, pero tiene que ser off the record hasta el día de mi muerte. Cuando James tenía once años y su madre murió, comenzó a ser abusado por su tutor. Creo que eso lo torturó toda su vida. Cuando filmábamos Gigante, nos pasábamos noches enteras hablando y ésta es una de las cosas que me confesó”. Se sospecha que más objetos de insólito valor y más secretos, sobre todo de los amigos a quienes acompañó y protegió en sus closets, irán apareciendo en los próximos años.
–Fue como una suerte de pacto, una relación que le permitió a él sortear determinados escollos en función de lo que se podía y lo que no, en esos momentos tan duros para los gays. Me parece que en la obra se ve en el vínculo entre Elizabeth Taylor y Montgomery Clift una reescritura de la relación entre los personajes Treplev y Nina, de La gaviota. En el caso de Liz y Monty, más allá de una profunda amistad, hubo una cuestión de protección mutua ante el desamparo, dos personas que supieron acompañar sus propias soledades más allá de lo que cada uno hacía con su vida sexual. En el marco de la obra, Taylor aparece como una figura salvífica, no sólo por lo que hace por él durante el accidente (sacarle dos dientes de la garganta para que siga viviendo). En el personaje de Clift aparece también la idea de juntarse con ella para volver a hacer La gaviota, para poder él pegar el salto hacia la salvación, que era volver a hacer teatro. Ella encarna así, para él, la imagen de la amiga del gay. Como el personaje que hace Julianne Moore en Sólo un hombre, con Collin Firth. Esa relación entre ellos tiene connotaciones sexuales porque ella está enamorada de él, pero es una figura icónica para él, una mujer atractiva, que funciona como una suerte de confesora. Como Elizabeth Taylor para Clift, ambos encarnan el arquetipo de este tipo de relaciones.
–Mis amigas no son muy divas, no son Elizabeth Taylor. En general, en mi imaginario y en mi educación sentimental, las divas tienen y tuvieron un peso importante. Quizá por lo icónico de lo femenino. Yo siempre tuve un vínculo muy fuerte con ciertas divas cantantes, no tanto con las actrices. Marlenne, que es paradigmática; un poco más acá, Ute Lemper; Edith Piaf, que no era tan diva. Las divas antiguas del cine también me generaron siempre una atracción que tiene que ver con el misterio y la belleza, con algo inalcanzable que funciona como un motor para la creación. En algún punto, la sensibilidad propia se educa con esas polleras, esas boquillas, ese humo, esos tacos. Uno también se construye como sujeto a partir de vincularse de manera platónica con esos iconos. Nunca conocí una diva frente a frente, pero creo que sería absolutamente frustrante.
–Yo con la cultura pop actual tengo muy poca vinculación. Puedo entenderla y conocerla, pero no tengo opinión formada. Creo que la iconografía gay va modificándose siempre con relación a cómo se entiende lo gay en cada momento. Lo singular de aquellos iconos como James Dean y Montgomery Clift era lo que se derramaba por detrás, lo que estaba escondido, que tiene que ver con cómo yo viví mi sexualidad, con una zona de prohibición y de anonimato muy diferente de lo que se vive ahora. Esa fue la formación de gente de mi generación, que vivió, como yo, la adolescencia en el proceso militar. Yo entré en el ’79 en el Nacional Buenos Aires, ése era el momento del despertar sexual, que para mí fue muy claro desde el comienzo. Por entonces, de esos iconos se sabía que eran gays, pero no lo podías aseverar. Eran iconos gay pese a no haber certeza sobre su sexualidad. Su fama trascendía el gueto y había algo gay que se podía percibir en ellos. Esto tenía que ver con esa forma velada de vivir la sexualidad, algo bastante traumático, que fue la manera que, por mi época, me tocó a mí y con la que aprendí a convivir. Me parece que hoy esa iconografía gay sigue viviendo y los iconos del pasado siguen emanando energías y sentidos, pero los que aparecen ahora están mucho más sintonizados con la época y con otra manera de entender el vínculo con los cuerpos y la sexualidad. Muy diferente de lo que yo viví cuando empecé con mi vida sexual activa.
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