Viernes, 1 de junio de 2012 | Hoy
MI MUNDO
¿Qué puede hallar un sociólogo que se aventura en un dark room? Un lugar para ir de vacaciones: el espacio donde se busca y se encuentra a tientas puede ser un excelente lugar de veraneo para la presión de identidad que se vive todo el año.
Por Ernesto Meccia
Primero tendríamos que dibujar un plano de estos lugares para el esparcimiento: casi siempre existen tres sectores –o “territorios”, en el sentido más profundo del término– que dejan alternar entre la luz, la oscuridad y el limbo de la penumbra: el bar con su barra, las sillas y acaso algunas mesas, los pasillos que a menudo diseñan una cuadrícula a media luz que dan a cuartitos cuyas puertas pueden cerrarse y, por último, el mítico cuarto oscuro que suele tener la forma de un laberinto. Lo último no es broma: baste con recordar las veces en que los asistentes novatos chocaron sus narices con una especie de chapa blanda que, seguro, no oficiaba de muro sino de guía.
En segundo lugar, podríamos pensar qué hace la gente en esos lugares. Pero así, dicho en plural. Deseo demostrar que si pensamos en los espacios más iluminados y los menos podremos entender mejor lo que ocurre en el más oscuro de todos, que es el que más nos interesa.
Evitando cualquier malicioso equívoco moral, digamos que en el bar la gente está para “mostrarse”, para “exhibirse”, para dejar ante los demás un claro y visible testimonio de sí, del tipo “yo soy lo que ves”, lo cual equivale a decir que la zona luminosa es utilizada para individuarse. La individuación es posible en tanto y en cuanto se ostenten marcadores de “identidad social” y de “identidad personal” que –se espera– serán tenidos en cuenta por los otros si es que quieren establecer un intercambio sexual. Ejemplos de marcadores del primer tipo estarán en las conversaciones que se entablen (lugar de veraneo, nivel educativo, ocupación laboral) y si las mismas no tuvieran lugar podrían inferirse por intermedio de la ropa, y si la gente no tuviera la ropa puesta, por los accesorios. Los marcadores de la segunda, en cambio, hacen referencia a lo que esas personas serían capaces de hacer en los intercambios sexuales, y aquí no hay tutía: a diferencia de la web, donde puede emplearse hasta empacharse la expresión “versátil” o inducir pensamientos a través de fotografías expresamente trucadas, en los bares la gente se mira en vivo y en directo y, en consecuencia, de tal postura corporal, de tal actitud, de tal mirada pueden inferir si se está ante un codiciado “activo”, o un “pasivo”, o un fatalmente escaso “popperiano”, entre tantas otras marcas posibles.
En esos lugares que favorecen intercambios que duran tanto como un suspiro, naturalmente, la última clase de marcadores tiene predominancia. En resumidas cuentas: es en la zona luminosa donde las personas se muestran (“pelan”, podríamos decir, sus atributos), presuponiendo que, en tanto individuos, recibirán un trato concordante. Pareciera haber en cada uno la esperanza, de que se ponga en acción una lógica de “responsabilidad sinecdóquica” como decía el sociólogo Erving Goffman, es decir, que los demás tomen una parte mía (la que mostré a la luz) como manifestación de mi todo, y si ello ocurriera, yo tendría que comportarme simétricamente, es decir, tendría que cuidar que ninguna de mis manifestaciones futuras contradigan la información que brindé. Por ejemplo: si alguien dio muestras por cinco segundos de ser “activo”, luego deberá serlo a tiempo completo.
Obviamente, si las cosas sucedieran así, entonces, el bar (la luz) estructuraría la dinámica de esos lugares: el activo iría a un cuartito con un (o unos) pasivos (claro que lo inverso es cierto también), un musculoso con un “ídem cero plumas”, y un sádico con un masoquista, y súper etcétera... porque todos harían lo que permitieron entrever.
Pero esto no tiene nada de obvio, porque la cuestión es que los humanos somos seres de impulsos variables que tenemos ganas de hacer más cosas (y/o otras cosas) que las previsibles, que las que dijimos que íbamos a hacer. Ello tiene estrecha relación con la problemática de la identidad: no somos nada, no nos reconocemos sin ella, pero al mismo tiempo sentimos que nos aprisiona con los dulzores de la seguridad existencial. En este sentido, todo bien con la responsabilidad sinecdóquica (cuyo propósito es el de “no me confundas”), pero hay que reconocer que a veces funciona como una cárcel.
¿Y si nos tomamos unos minutos y nos olvidamos de nosotros mismos, nos desindividuamos? ¿Y si nos destituimos de los atributos que mostramos a la luz? ¿Y si nos invisibilizamos y nos dejamos llevar por el imán de la nada, tanteando carne por la oscuridad mientras se tiene la sensación de que la música electrónica suena a miles de kilómetros de distancia? ¿No sería un merecido descanso de los deberes identitarios? Y aclaramos que no estamos sugiriendo nada parecido al reniego de la identidad sino a descansar un poco de la misma (así como pensamos las vacaciones del verano).
Si volvemos a mirar el plano del lugar e imaginamos a la gente moviéndose dentro suyo, veremos cuán irresistible es el tránsito hacia la oscuridad destituyente. Y es que lo dicho debe ser muy cierto: ¿por qué, si no, quienes tiene todas las de ganar a la luz (remarco el sentido futuro) entran allí? ¿Por qué, quienes ya ganaron a la luz y con todas las de la ley, luego se dan una vuelta por el celebérrimo dark room?
Ahora tenemos más elementos para ver en la oscuridad: si el bar era el lugar para la individuación, el dark es el lugar para la fusión y la coalescencia, el sitio por excelencia donde lo social se vuelve, por un instante, más puro y colectivo, más deliciosamente casual y lúdico que nunca. Por eso mismo, los intercambios grupales (también llamadas “orgías”) se producen con harta más frecuencia en entornos sociales como éstos, que propenden al borramiento de fronteras en los cuerpos.
Probablemente, la asiduidad de la asistencia no le quite intensidad a la circunstancia de atravesar por las dos circunstancias (luz y oscuridad) en un mismo día. Tal vez por eso no sea infrecuente encontrarse en los pasillos a asistentes que están –aparentemente– sin hacer nada, con la mirada como perdida en un recuerdo o en una anticipación, frente a cuartitos que pueden estar vacíos, con las puertas abiertas. Así como el dark les permitió descansar de la luz, la penumbra de los pasillos pareciera dotarlos de coordenadas necesarias para encarar la tercera circunstancia de salir a la calle.
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