Viernes, 17 de agosto de 2012 | Hoy
ENTREVISTA
En su último libro, Poses de fin de siglo, desbordes del género en la modernidad (Editorial Eterna Cadencia), Sylvia Molloy, con oído aguzado para lo que se dice y para lo que no, descifra pistas y atiende a los desvíos que los discursos modernistas dejaron en su camino hacia lo correcto, el deber ser, la Patria ideal. Cómo construyeron las naciones latinoamericanas a sus raros, a sus afectados, a sus innombrables.
Por María Moreno
Esa mujer de cabello corto y sonrisa meliflua que se asoma a la foto desde la solapa de Poses de fin de siglo, desbordes del género en la modernidad, (la autora) podría muy bien formar parte de la serie que titula. Sylvia Molloy podría ser la niña voyeurista que, escondida en el gabinete del fotógrafo finisecular, entre fondos con columnas pompeyanas, Versalles de cartón o termas vaporizadas por Alma Thadema, ve a aquellos de los que se sabe quiénes son pero no qué son, los que encarnan otros modos de ser de las Patrias o su por afuera. Los flamantes escritores latinoamericanos que analiza posan tomando prestadas escenas literarias europeas en donde han descubierto un no sé qué de excesivo –¡ah esa mención a Safo de Martí, para describir la fogosidad de Whitman en Calamus, poema en que no parece reconocer el relato de yire masculino, esa anotación de Rodó en la imagen de un hombre desnudo y “tetón” salido del mar y comido por los sorgos que pide ayuda a un marinero!–. Ciertas estampas, ciertas poses, ciertos textos, hablan de cuerpos y sexualidades hasta entonces destinados al silencio del closet que entonces se llamaba baúl o roperito.
Ya en las primeras páginas de Poses de fin de siglo hay una declaración radical: que la construcción de la norma no precede sino que sucede a todo lo que la diferencia de ella. Entonces la construcción paranoica del género y las sexualidades es estructural y no accesoria para la nación. Lo que Molloy llama la política de la pose hace astillas el género, propone modelos de identidad en donde el deseo y la afectación se oponen a que a la traducción y reinvención local del decadentismo europeo se le quite la marca de una carnalidad capaz de vivir en los textos gratuitamente y más allá de las patrias. Sylvia Molloy no está dispuesta a consentir que en Latinoamérica haya un primer modernismo de evasión y otro, posterior, “verdadero” y americanista y desliza entre los personajes de su libro al escritor latinoamericano pulsional y/o barroco junto al escritor guajiro, el de caballería o el coloso de los modelos nacionales delirados como diagnósticos clínicos y criminilizadores.
–Yo partí de esa escena fundacional de José Martí mirándolo a Oscar Wilde dando una conferencia en el Chickering Hall de Nueva York, describiendo luego sus calzones cortos, su leopoldina y el prendedor de brillantes, todo eso que reconoce como significante: en 1882 hay toda una afectación física en la figura de Wilde en donde Martí no ve solamente lo frívolo sino algo que no sabe cómo nombrar. Entonces una cosa así como “A mí Wilde me interesa pero su cuerpo me está diciendo además otra cosa”. La fotografía está plasmando ese cuerpo en una actitud, en una pose que hay que descifrar y, aún no entendiendo demasiado, negar. ¿Wilde está posando de lo que es o de lo que no es? En ese momento de las naciones latinoamericanas todas son cuestiones alrededor de lo visual, porque lo visual hace patente algo que antes no se veía. Yo creo que hay una relación entre “pose” y “performance”, el decir “pose” implica un artificio, una postura, se posa de algo que no se es de veras. Ese resto no está necesariamente en “performance”, se puede hacer performance de lo que se es, pero la pose, en cambio, fija un momento estético. Es como la diferencia entre una máscara y un movimiento. O una conducta. Porque en la conducta no se especifica, hay algo ahí pero ese algo es lo que ese algo hace. En la pose, ¿hay un sujeto diferente porque está posando algo que no es o es diferente porque está posando algo que es. ¿Cómo sigue esa pose?, ¿qué es lo que hace después cuando se mueve?
–En la fotografía existe un escrutinio desde una mirada muy penetrante porque está hecho desde un sujeto mirante que está buscando clasificar lo que ve. Aunque para elegir la palabra “pose” tengo un antecedente europeo que es cuando, durante el primer juicio a Oscar Wilde, el marqués de Queensberry lo acusa de posar de sodomita. El crimen del que lo acusa primero es el de la pose. Es un juicio que no llega a nada y sólo en el segundo juicio la acusación es directamente de ser sodomita. Pero la cautela de Queensberry al decir posando de sodomita para protegerse de la calumnia, el hecho de que la acusación haya pasado de posar a ser te indica qué cerca está la pose de la identidad.
–Mientras a algo no se le pone nombre, no existe, cuando se lo nombra, ya es.
–Yo creo que no importa porque el hecho de que los médicos inventen un sujeto patologizado es darle realidad a un fantasma que está ahí como preocupación. No importa que lo inventen, lo que importa es lo que sigue, aquello que los médicos montan sobre el invento.
Al leer la primera literatura latinoamericana de la época de la invención de los estados nacionales parece haber un fantasma menos evidente que el diseñado por el catálogo misógino: ensoñaciones literarias donde la feminidad y el ser mujer adquieren valores sublimes. Una hipótesis caradura: los escritores “naturalistas” nacionales como Cambaceres o López se identificaban con las madres o las primadonas, los modernistas con las amadas inmóviles.
–Cuando yo leo por primera vez De sobremesa, la novela de José Asunción Silva, veo que toda la primera parte es una performance del diario de María Baskirshev, esa pintora y actriz rusa hoy bastante olvidada que murió a los veinte años. Si bien el diario está lleno de efusiones líricas, tiene menos que el texto de Silva, quien hace una mímesis exagerada, identificando a esa primera persona del diario. Silva, utilizando el estilo indirecto libre, “hace de mujer”. Es como una drag queen haciendo de Callas, por ejemplo. Ahí sí veo una línea directa de la feminidad creada por un varón en que se le está dando a una mujer una fuerza de enunciación y a la vez se la está apropiando.
A veces para contar otra historia de nuestras literaturas, a Molloy le basta con señalar la existencia de ciertos textos omitidos por las escenas culturales canónicas. Como ése en donde Sarmiento cuenta cómo encuentra en la Isla de Más-afuera a dos parejas de hombres que viven en feudos domésticos “cuya causa no quisimos conocer”, uno de cuyos miembros habla “con la petulancia de un peluquero francés”. O esa carta en donde Delmira Agustini escribe a su novio: “¡Mi vida! yo tiero... yo tiero una cabecita de mi Quique que caba men aquí dentro”, que, leída junto con su metáfora-cisne nervioso y lúbrico es de un erotismo que convierte al cisne del modernismo en un ave amenazada por la censura (“¿una cabecita que caba men aquí dentro?”, ¿la del glande?).
–No, quiero leer las lagunas mismas como espacio de provocación.
–En el ensayo que escribo sobre las escritoras Teresa de la Parra y Lydia Cabrera, más que mostrar el deseo, en este caso entre dos mujeres, me interesó cómo se veía a sí mismo este deseo, cómo se las arreglaba para ser reconocido aun cuando se lo mantenía secreto o se lo disfrazaba y cómo se reprimía ante los prejuicios de la comunidad. Respecto de la carta que decís, lo que la autoriza es la propia implicancia del corresponsal.
–Y el secreto era inocuo. Lo que hace Parra al elegir una narradora que traiciona un secreto y lo publica es invitar al lector a desobedecer también y a nombrar la que no podría nombrarse.
–Es claro que políticamente Teresa de la Parra tenía una postura muy reaccionaria que proponía un regreso a la Colonia de tipo conservador, es decir a la vieja Venezuela, pero también mediante esa “ternura” rechazaba a la pareja heterosexual del modelo liberal, proponiendo a cambio una comunidad femenina precapitalista que la modernidad ha destruido o negado.
En la pose de la contratapa Sylvia Molloy muestra a un verdadero resistente de la pose: un gato gris. El gato, señor de las miradas, no se somete al escrutinio de la de otros, rehúye la propia y se tensa negándose a posar, he ahí un emblema, no de cuerpo verdadero sino en fuga, incapturable: ni posa ni quiere posarse, como Molloy perpetuamente en viaje de regreso a la Argentina y donde, cada vez que vuelve, se olvida de hacer la lista de lo que tiene y de lo que le falta, entonces vuelve con todo a pesar de tener la casa puesta. Eso sí, lo que seguro falta allá (EE.UU.) es el matrimonio igualitario pero no le falta a ella.
–En este momento tengo una visión práctica del asunto. Esto de que el liberal se jacte de lo que está pasando no me conmueve demasiado. Si el casamiento igualitario se da en EE.UU., posiblemente me case –aunque no necesito casarme ni necesito insertarme en una sociedad como mujer casada– porque me interesa reivindicar ciertos derechos que se les dan a los matrimonios y a los gays, ¿no? Es un fantasma personal pero me preocupa que, desde el punto de vista médico, no se le dé derecho a la pareja del mismo sexo a opinar sobre la salud del otro incluso cuando hay un documento legal como el que tenemos con mi compañera en el que cada una le otorga a la otra esos derechos. Aun cuando esto es legal, hay que pelear para que el médico, por ejemplo, llegado el caso, te desconecte, y a medida que avanza el tiempo y esos momentos de decisión parecen estar más cerca, pienso “yo quiero que la persona que es mi pareja pueda decidir por mí sabiendo lo que yo quiero. Me parece importante que el poder sobre mi vida lo tenga ella y no un médico”.
–Tengo otro proyecto sobre la escritura autobiográfica, lo que Gide llamaba el ser ficticio preferido. Me interesa en este caso qué pasa cuando la autobiografía te la escribe otro. Volviendo a la idea de la pose, ¿qué pasa cuando se posa de ser otro? Porque la vida no es necesariamente de uno. Pensaba en ciertos textos periodísticos y en la industria de la autobiografía. Hay avisos en Internet que dicen: “Su vida es muy interesante. Déjenos que se la escribamos”. Me sorprendió el caso de Susan Sontag. Hubo una mujer que escribió un ensayo después de que Sontag murió diciendo lo que fue Sontag para ella. Y se puso en el rol de la que hubiera querido ser amante, es decir, de admiradora despechada, un rol jodido en donde pinta a la otra como una especie de soberana inalcanzable. Entonces el hijo de Sontag, David Reiff, se ofendió con esa imagen de su madre y la cuestionó diciendo que lo que esa mujer había escrito no era un homenaje a Sontag sino un asesinato literario. Obviamente no puede iniciar ninguna acción legal, entonces lo que hizo es castigar mezquinamente a esta mujer y cuando se le hizo un homenaje a Sontag en Nueva York, adonde ella estaba invitada, él la desinvitó y no la incluyó en el libro-catálogo. Está el último caso de María Kodama, que reclamó por el libro de Pablo Katchadjian: “Hablan de intertextualidad pero eso no es intertextualidad”, dijo opinando desde el podio.
–Se me disparó la cosa de de quién es la vida por una razón personal. Me llamó por teléfono alguien hace varios años, una venezolana, y me dijo que estaba escribiendo una biografía de Alejandra Pizarnik: “Yo sé que ustedes fueron muy amigas en algún momento y a mí, que no creo en las coincidencias, algo me dice que En breve cárcel es la vida de Alejandra Pizarnik”. Entonces yo pienso: “¡Puta, carajo! ¡Soy yo, no Alejandra!”. Me da toda una cosa de que no me roben mi vida (además la novela está llena de inventos). Pero no podía contestar eso. Además el abc de la crítica te enseña que ya el texto no te pertenece, blablablá... Entonces ¿qué carajo decía para corregir el error de esta mujer?: “La novela está basada en mi material autobiográfico”, dije muy seriamente. De pronto vi mi novela como mi materialidad, mi propiedad. Y sé que yo no tengo ninguna autoridad sobre ese texto.
–En EE.UU. alguien me decía “no tenés idea de cómo leen tu novela”. Una chica, por ejemplo, dice que En breve cárcel es una novela de abuso sexual porque el padre, por la mañana, cuando se va a trabajar, besa a la chica cuando está dormida y ella piensa que a lo mejor la ha besado en los labios y a partir de una cosita así elabora eso del abuso del padre. Yo tuve que tragármelo y decir “que lo lean como quieran”.
–Sí ¡Pobre viejo! Hay lecturas increíbles. En el trabajo sobre José Martí y Walt Whitman que está en el libro cito esa frase genial de Martí: “Es bueno amar a una mujer, pero a veces es bueno amar a un hombre”. Leí una versión de ese trabajo en Florida, en Miami. Estaba lleno de cubanos de derecha y una señora me dijo: “Yo no sabía que Martí era así”. “Yo no dije que Martí fuera así, yo dije que Martí hace una lectura muy compleja de Walt Whitman”, contesté. Y ella: “Ah, entonces usted no piensa que Martí fuera así”. Tenía ganas de decir: “¡Yo soy así y basta!”.
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