Viernes, 17 de agosto de 2012 | Hoy
TEATRO
El cabaret de los hombres perdidos propone una vuelta de tuerca al género del musical y sus clisés. Parodia, dramón y cuerpos en danza.
Por Adrián Melo
Las comedias musicales suelen ser receptáculo del lado luminoso de Hollywood, de las historias de amor, del nacimiento de las estrellas, de la superación de los prejuicios, del canto a la vida y a la música, de la felicidad en sentido amplio. Incluso musicales aparentemente más negros tales como Rent hacen hincapié en los valores bohemios y en la amistad como tablas de salvación.
Ese no es el caso de El cabaret de los hombres perdidos, cuyo punto de partida y conclusión pareciera beber de las aguas más densas y oscuras de la cinematografía hollywoodense. Las citas son a Sunset Boulevard (hay un par de escenas explícitas del famoso film en donde se lucen particularmente Omar Calicchio y Roberto Peloni, interpretando a la diva en decadencia, en clave irónica y queer), a Nace una estrella pero en versión trash y trágica de los bajos fondos y sobre todo a Boggie Nights. En definitiva, si Cabaret de Bob Fosse es la celebración de la vida erótica y libertina en la Berlín de los años veinte a la sombra del nazismo, El cabaret de los hombres perdidos parece su continuación pero en la época del neoliberalismo y del triunfo de las ideas del mercado, y donde el sexo ya no es liberación y alegría sino objeto de consumo.
A ese cabaret llega el jovencísimo Dicky (Esteban Masturini), quien huyó de su pueblo a la ciudad en busca de fortuna y de triunfo en el mundo de la música, pero también escapando de las palizas y de los reiterados abusos a los que era sometido en el seno de su hogar. El “Lejos de aquí” clásico y esperanzador de los musicales adquiere en la obra sórdidas resonancias. Y la única herramienta que tiene Dicky para triunfar en el universo del espectáculo aparece connotada desde su nombre y la lleva gozosamente entre las piernas.
Cual el personaje de “El brujo postergado” de Borges, el Destino (Calicchio) le muestra a Dicky su futuro: el ascenso en la carrera del porno, la tapa triunfal en los DVD, pasando por la prensa al acecho hasta la caída y la decadencia merced a las drogas, los tatuajes de los amantes en el cuerpo y una posible infección de HIV. Sólo el Barman (en las escenas con el joven suena convincentemente dulce y contenedor Diego Mariani) parece ofrecerle otra alternativa que lo haga escapar de un destino digno de la gran tragedia.
Versión paródica o el lado que no se muestra de los triunfos actorales, la obra no está exenta de humor e ironía (incluso es satirizado el clásico musical de marineros bailando al estilo del film Leven las anclas) y presenta una vuelta de tuerca al género que resulta interesante explotar. Y al que la directora Lía Jelín se arriesgó y apostó con gracia.
El cabaret de los hombres perdidos
Teatro Molière.
Lunes y martes a las 20.30
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