Viernes, 18 de enero de 2013 | Hoy
La película 3 de Tom Tykwer revisita la figura del triángulo amoroso y demuestra que puede tener mucho más de tres lados.
Por Diego Trerotola
“Y estoy flotando de la manera más peculiar/y las estrellas lucen muy diferentes hoy”, canta David Bowie en “Space Oddity” y así, a la deriva cósmica, quedaba Major Tom, el protagonista de esa canción ciencia-ficción que supo poner paños fríos de amargura a la fiebre espacial generada por el viaje a la luna en 1969, como bien analiza Peter Doggett en The Man Who Sold the World, su reciente estudio del Bowie de los setenta. Con erudición lúcida, Doggett habla de alienación, de influencias de la odisea del cine de Stanley Kubrick, de la sensibilidad fantástica de Ray Bradbury, de los Bee Gees y Simon & Garfunkel, pero se olvida de que en la creación del hit de Bowie también hay una tristeza ígnea de canción de amor al viajero solitario que, como rito sacrificial, elige fugarse a lo desconocido para conquistar el infinito en una nave de lata. En 3, la película de Tom Tykwer, la protagonista, Hanna (Sophie Rois), reconoce el metejón con el genetista Adam (Devid Striesow), cuando escucha “Space Oddity” como si su conciencia clavase el dial en una radio interior que tiene la programación musical perfecta para su vida cotidiana. Y si ése es el comienzo de un romance, es porque será un amor, extraño amor, con eso inquietante que Bowie nos enseñó a sentir cada vez que escuchamos una de sus melodías desencadenadas de las convenciones del deseo predigerido, anestesiado, clasificado por la pacatería. Cuando en la película irrumpe una versión de la Carmen de Bizet y se canta al amor como ese pájaro rebelde difícil de atrapar, el paralelismo entre la letra de la ópera y la del astronauta flotando en el espacio, es tan extraño como perfecto en su perpleja definición del romance de vidas y melodías paralelas que se cruzan en el infinito.
Ciencia no ficción
“Tú arriba, yo abajo. Armonía, fricción, simetría. Paralelismo”, comienza describiendo Simon (Sebastian Schipper) su relación de veinte años de pareja con Hanna, casi como si fuese un examen de geometría, porque la rutina y la ciencia domina un poco la visión del amor que los ronda. Y, por suerte, el cineasta Tykwer, reconocido por Corre, Lola, Corre y actual codirector junto a Lana y Andy Wachowski en su travesía trans Cloud Atlas, descompone el ejercicio binario del género romántico de una manera sustancial en un triángulo de amor cuyos ángulos tienen grados impensados. Tras una paja en el gimnasio con el genetista Adam, Simon tiene su primera relación sexual con un hombre y se pregunta, sin poder responderse, si es o no es gay. Como un consejo básico más que como respuesta, Adam le recomienda “decir adiós a las ideas deterministas de la biología”. Lejos de ser una película anclada en representar la identidad como ilustración de una conducta o una posición fija en el mundo, como también sucede con Cloud Atlas, la historia analiza relaciones donde la acción marca caminos sin título. Amar es tan plural como el sexo, y por eso 3 no se hunde en la fantasía de cumplir el deseo de ser gay y de la bisexualidad, sino que flota en la operación de multiplicar sin resultados claros las posibilidades del amor. Y la película lo hace con un nivel analítico que pareciera ser científico, pero termina siendo pornográfico, en el mejor sentido de esta palabra. La secuencia más explícita y analítica, filmada como si fuesen distintas ventanas abiertas en un software para PC, es la detallada operación quirúrgica de los genitales de Simon para extirpar su cáncer de testículos. Fuera de toda pacatería, la visión de Tykwer sobre ciertas imágenes de shock es ejemplar y muy contemporánea: “Tengo un cierto afecto por imágenes drásticas en las películas. Una película sobre la vida que no nos confronta con imágenes drásticas no representa la vida. Es un factor común integrado y relacionado en nuestras vidas; yo creo imágenes impactantes con las que estamos relacionados. Es un comentario de observación sobre el presente, porque estamos tan acostumbrados a las imágenes drásticas todo el tiempo... Internet nos bombardea con imágenes intensas, pero también las buscamos. Encender la computadora es activar una máquina secreta, oscura, peligrosa, sucia, prohibida. A dos o tres clicks de distancia hay imágenes perturbadoras, confusas y estamos extrañamente emocionados con esto. Eso es tan ilimitado que supera nuestras fantasías. Eso hace la vida tan diferente de épocas anteriores”. Por esta razón, aunque no haya sexo explícito, y la frialdad de la pasión sea una constante, la película tiene aire de extraña canción de amor, de esas que al principio es posible confundirlas con otra cosa. Y es porque no expresa la vitalidad del romance con clichés de chimeneas de leños ardiendo, sino que hace foco en las miradas que están a punto de estallar porque guardan su deseo cifrado en el brillo de los ojos como sol de noche. Con sus múltiples ventanas que estallan como un prisma que descompone la luz, lo que esas miradas desarman al estallar con su frontalidad visual es el binomio como totalidad, y no solo las fórmulas mujer-hombre, homo-heterosexual, sino también la idea de pareja, del dos como único refugio, como supuesto germen ideal de familia. Como bien lo ubicaba Kinsey (2004) de Bill Condon, otra película sobre la ciencia como un lugar para escapar a ciertos determinismos, 3 apuesta a creer que la hegemonía del amor-pareja es necesario desmontarla, fragmentarla, para buscar una salida a esa idea de unión binaria como forma de relación romántica o sexual natural o naturalizada. Como dice Hanna en la película: “Decimos que es un orden biológico, pero tal vez es solo simbólico”. Puede que como Kinsey, 3 no sea una película antológica, pero tiene inteligencia y sensibilidad para huir de ciertos convencionalismos para narrar otras geometrías, otras figuras de amores que no dicen su nombre porque existen más allá de la nomenclatura fácil, porque no solo reniegan de pertenecer a un orden natural sino también a uno simbólico.
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