Viernes, 12 de julio de 2013 | Hoy
ENTREVISTA
Licenciada en Filosofía y activista queer, Moira Pérez da clases de filosofía a lxs cadetes del Servicio Penitenciario Federal. Las preguntas que impone su materia son un oasis en una carrera donde el disciplinamiento marca los cuerpos y las mentes de los futuros oficiales que, una vez formados, trabajarán en las cárceles. ¿Y cuánto de policía tiene la militancia hoy?
Por Magdalena De Santo
Ante la pregunta por la posibilidad de otra vida, lxs cadetes enmudecen y con los ojos atónitos parecen cuestionar: ¿acaso otra vida es posible? En una marcha segura y en fila hacia una única dirección, tan segura como tortuosa, tan directa como frustrante, el destino que les asegura la Escuela Penitenciaria Federal es trabajar, y no es poca cosa laburar, piensan lxs jóvenes uniformadxs, aun cuando el costo sea el casi total borramiento de su propia singularidad.
Hiperaseo personal, uniforme, rodete, gomina, fajina, formación y al pabellón. Más formación y, entrada la noche, el silencio. Solos o solas, en la cama, cuando el cronómetro de algún superior marca las diez, el velador encendido les permite el “estudio voluntario”. Y con el alba, la rueda vuelve a comenzar. Así, la Escuela Penitenciaria se inscribe sobre lxs estudiantes, siempre destinados a reproducir y fracasar sobre las normas que se les impone: tienen una rutina sumamente estricta pero, paradójicamente, están prohibidos los relojes; están obligados a una afeitada perfecta, pero no les alcanzan los minutos (entonces pueden elegir la mejor sanción: despertarse a la medianoche y escabullirse al baño a rasurarse –que obviamente está impedido– o asumir el castigo que implica un centímetro de pelo de más). Entre ellxs se identifican sólo por el apellido y escalafón que les asigna la Escuela (cadete de primer año Ramírez –así, sin nombre de pila– tiene vedado mirar a los ojos a su superior, la cadete de tercer año González puede cambiarse los aros de perlas reglamentarios aunque, a esta altura, ya ni ganas). Divididos en dos grandes grupos sexuales, “las femeninas” y “los masculinos” viven el disciplinamiento que Foucault nos supo ilustrar y que algunos docentes de la Universidad de Lomas aspiran a cuestionar desde adentro.
El abuso de poder sin duda alguna existe y, efectivamente, contamos con un sinfín de relatos sobre cómo los agentes de las fuerzas penitenciarias cometen sistemáticamente actos vejatorios sobre los internxs. De más está decir que no se trata de olvidar ni perdonar las sucesivas injusticias que se cometen sino que, como propone Moira, se trata de analizar algunas de las condiciones sociales –específicamente las condiciones institucionales de la Escuela Penitenciaria Federal– que convierten a unxs adolescentes recién egresados de la secundaria en parte de esa maquinaria. Justamente éste es el puntapié inicial de las reflexiones que Pérez presentó en Rosario en ocasión del II Coloquio Internacional “Saberes contemporáneos desde la diversidad sexual: teoría, crítica, praxis”.
Conversamos con Moira Pérez sobre su experiencia docente, en especial sobre la articulación del activismo de la disidencia sexual en un contexto penitenciario.
–La Licenciatura en Tratamiento Penitenciario surge a comienzos de 2011, a partir de un convenio firmado entre la Universidad Nacional de Lomas de Zamora y el Servicio Penitenciario Federal. El objetivo es ofrecer a lxs futurxs oficiales una formación que estuviera a cargo de personal externo al Servicio, y en muchos casos comprometida fuertemente con un perfil de derechos humanos crítico de los problemas actuales de nuestro Sistema Federal. En mi caso, me convocaron a partir de mi experiencia como docente en Filosofía y de mi trabajo como activista en derechos humanos.
–Si bien la carrera se dicta en el marco (simbólico y físico) del Servicio Penitenciario, nuestro trabajo tiene el respaldo de la universidad, que propone explícitamente una transformación de la cárcel. Por este motivo, mi activismo y mis posturas teórico-prácticas pueden ser y son uno de los ejes de mi trabajo docente. Generalmente (tanto en esta como en otras instancias de docencia) no me parece necesario hablar explícitamente de mi sexualidad (presentarme como persona queer o pansexual), porque me parece más rico incorporarlo al discurso cotidiano en la clase, a través de anécdotas, ejemplos, etcétera. Creo que de esa manera la sexualidad disidente ingresa en el aula no como un evento extraordinario que merezca un análisis particular (que nunca se considera necesario, por ejemplo, en el caso de un/a docente cis-heterosexual) sino como un dato más dentro de un abanico de prácticas que me caracterizan. Entre otras cosas, porque de esa manera lxs alumnxs que se piensen o intuyan desde algún género o sexualidad disidente van a recibir una imagen positiva, empoderada y no trágica de modos posibles de vivir su sexo-género. Por otro lado, pensé que la dificultad iba a ser lidiar con personas atravesadas por un pensamiento violento y represivo; lo que encontré, por el contrario, fueron personas atravesadas por la violencia de un país que en nuestros días excluye a provincias enteras de la posibilidad de una vida digna, y les niega la oportunidad de imaginar y construir un recorrido de vida propio.
–Lxs cadetes prácticamente no tienen margen para expresar su sexualidad o su género en la manera en que lo hacemos lxs civiles o incluso ellxs mismxs fuera de la Escuela. Ahí no pueden manifestarse a través de intervenciones sobre el propio cuerpo, vestimenta, modos de caminar o moverse, modos de hablar. Todo esto forma parte de lo que está reglamentado desde el primer día que pisan el Servicio Penitenciario Federal. En este sentido, podríamos pensar que la diversidad sexo-genérica no está reprimida sino directamente anulada de las posibilidades de vida dentro de la Escuela. Aquello que no es funcional al orden de la institución, o le quita protagonismo, es prohibido y sancionado, desde tomar mate hasta detenerse en actividades de socialización (incluido, por supuesto, cualquier tipo de seducción).
–En mi trabajo me refiero a la postura que adopta en muchos casos el movimiento lgtb más visible (aquel que accede a financiación internacional y tiene más presencia en los medios, por ejemplo), tanto en la Argentina como en muchos países centrales. Una vez que se logra el acceso a una serie de instituciones estatales (en nuestro caso, el matrimonio y el reconocimiento legal de diversos recorridos de género), el movimiento tiende a volverse más conservador y a posicionarse del lado de quienes reclaman “mano dura” al Estado, por ejemplo, frente a situaciones de homofobia o transfobia. Es decir, se pide más atención por parte del aparato represivo: que la sociedad y el Estado vean lo que nos pasa y castigue. Si bien, por supuesto, no creo que haya que quedarse de manos cruzadas frente a la violencia que viven diariamente muchas personas de sexos-géneros disidentes, lo que sugiero es que el modo de abordarla no sea con más violencia (estatal, en este caso) sino más bien yendo a las raíces del problema, a las estructuras sociales que crean y alimentan la violencia y la exclusión. En este sentido, considero fundamental pensarnos en alianza con quienes fueron y son excluidxs del espectro de vidas vivibles, tal como nosotrxs lo fuimos o somos en muchos sentidos. No es momento para descansar.
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