Viernes, 14 de marzo de 2014 | Hoy
ADELANTO EXCLUSIVO: ROMANCE DE LA NEGRA RUBIA (ED. ETERNA CADENCIA)
Después de La virgen cabeza y Beya, Gabriela Cabezón Cámara ataca la calma de la literatura argentina con Romance de la negra rubia. Un desalojo. Una manga de canas malditos. La voz de una santa superpoderosa y quemada en todos los sentidos que va arrasando con toda corrección y autocompasión que se le cruza. Aquí un adelanto de la novela que se presentó en sociedad esta semana.
Para construir poder hay que tener capital: puede ser sólo ambición, alcanza para empezar, pero yo tenía mucho más. Tenía las cicatrices, tenía la furia loca que me había llevado al fuego y el rencor del sacrificio. Tenía un buen edificio que se había conseguido gracias a mi fiero ardor, a mi combustión veloz y a la muy lenta agonía de los meses que siguieron. De ambición no tenía nada o no sabía que tenía o tenía apenas un poco que me creció cuando supe lo que era tener poder. Me creció como una pija, vivía al palo todo el día, y si alguna vez pensé, tampoco pensaba mucho antes de enterarme, terminé de hacerlo entonces y giró toda mi vida en torno a esa calentura, la de tener más poder, la de poder ayudar y poder mandar al muere, la de poner en las listas y la de sacar de juego. Me afilé, me concentré, me adelgacé hasta los huesos: ya no hubo más para mí que el deseo de tener más. Eso lo pienso así hoy. En el momento pensaba que podía hacer el bien. Tampoco fue muy sencillo, la cosa empezó despacio o tardé mucho en caer. A veces creo que no caigo, que cuando muera será por proceso de ascensión, un poco como a la Virgen me arrebatará el muy alto y me caeré para arriba: seré un caso de inversión del centro de gravedad. Soy un caso de inversión: nací negra y me hice rubia, nací mujer y me armé de tremenda envergadura, envidia de mucho macho y agua en la boca de tantos y de tanta boca loca. Me cogí a medio país, que también eso es poder. Cuando volví, y qué raro fue volver sin haber estado nunca, cuente esto como inversión, que volví a lo que era mío sin haberlo conocido, me habían reservado un piso, con vistas a río y parque el piso de más arriba incluso tenía terraza y ahí pude sembrar faso. No me interesaba en sí, pero me dieron semillas y durante mi juventud no podía sembrar nada si no era un poco ilegal y no encontré la manera de sembrar rayas de merca y además había tenido, mientras estuve internada, toda una rehabilitación que duró meses y meses: ya no quería tomar. Lo mismo fue con el whisky, sencillamente no quise. El vino no era problema o al menos eso pensé al principio y allá arriba, cuando hasta el agua corriente, me hacía sentir muy mal. Después cambié de opinión: eso lo cuento después. Apenas podía moverme. Salir sin cara es jodido y eso les digo a las chicas de la brigada de trans cuando se quejan de cómo las miran en todas partes: probá quemarte la cara y después vení y contame. Entonces estaba en casa, mirando el río y el cielo, los espejos los rompí cuando me vi por error. Me trajeron las macetas y tierra negra también. Me entregaron las semillas. Y en seis meses las llené de flores de las mejores, de cogollos tropicales con sus peces de colores: lo más parecido a fumarlos era bucear con snorkel o al menos eso decían; a mis porros les decían escafandras. Ellos me traían comida, todo orgánico y cocido con amor y agua de lluvia filtrada con cuarzos santos. Me hacían arroz yamaní. Y le ponían verduras y algunas flores de Bach para lidiar con el duelo, para duelar, decían ellos, como si hablaran inglés y la verdad es que hablaban: teníamos traductores además de ilustradores, artistas de clases varias y poetas y escritores. Yo empecé a escribir un blog donde puse parte de esto que estoy reescribiendo ahora. Me usaba bastante el juez y quiso usarme el Pejota para sumarme a la masa, nunca yerta ni acabada, de su mayor capital: el plantel de muertos vivos. Si cuando era chiquita yo había soñado con ser una desaparecida, siempre heroica, siempre póster, vuelta cara de pancarta y ejemplo de juventudes, de grande algo me acerqué y lo vieron los muchachos del primer trabajador. (...)
Fui el emblema más usado contra la avidez sin fondo del mercado inmobiliario que estaba gentrificando toda ciudad que se precie. Nos pusieron adelante. Y yo me puse a la cabeza: no les fui a una sola marcha pero mandaba a los míos, que además aprovechaban para pintar las paredes de la ciudad disputada: de la movida salimos con casa y fama mundial. Nos coleccionaron muchos de los mismos que hacían de las ciudades refugios para burgueses. A mí me compró una suiza y le estoy agradecida; se llevó la instalación a su palacio en el Lemán, quiero decir en la orilla del lago tradicional. Y estuve ahí varios meses, me enseñó a hablar alemán, un poquitito aprendí, y me dejó mucha plata, hablo de sus francos suizos. Pero lo mejor de todo fue que me heredó su cara. Ella se estaba muriendo y quería trascender: decía que no había hecho más que juntar guita en pala y comprar arte que no hacía. Ahora quería ser artista, quería posteridad y se le ocurrió montar su carita tirolesa sobre mis huesos de negra. Antes me tuvo a sus pies, metida en la instalación en uno de sus salones. Estábamos horas ahí adentro: quería saber más de mí, era lo que me decía. Charlábamos y charlábamos, ella hablaba en español. Un día de sol en Venecia me metió un beso en la boca y no me dijo que esa piel tan blanca iba a ser mía muy pronto, pero ella lo sabía. La besé. Se hizo el amor como un espejo: la que estaba por morir y la que no se había muerto. La negra casi sin cara pasando la lengua oscura por la piel que era de otra pero también era la suya. Le besé el resto del cuerpo, aunque no fuera mi herencia. Los pezones tan rosados, el clítoris como un sol, rubio radiante feroz: Elenita agonizaba pero garchaba con ganas. La quise a Elena y algo de ella vive en mí. No hablo del lugar común, uno lleva tanto muerto adentro del corazón: lo que vive en mí de ella lo llevo puesto en la cara. Y me veo en el espejo, con marco al dorado de oro, que me regaló ella misma, el que tenía en su boudoir. Nos vemos, debería decir. Cada atardecer me siento y tomo tinto conmigo y también con mi Elenita. Son diez minutos de amor que me recuerdan que tengo que aflojar con el escabio y con tanto cigarrillo: Elena me hizo jurar que no habría de morir antes de estar arrugada, antes de que seamos viejos mi pobre cuerpo y su cara. Mi chica rubia y su lago, el tiempo de nuestro amor que me dijo en alemán, el palacio con su brillo. Ahí está mi paraíso, ahí mi propia era dorada, en la orilla del Lemán y hace quince años atrás. Ahora apenas es reflejo: memoria viva y la imagen que me devuelve el espejo. No sé si volví a querer, un poco sí pero poco y me quedé algo fijada; amé un poco al alemán que antes había amado ella y vino a darnos lecciones de ser okupas y artistas, y al cachorrazo italiano que la asistía a Elenita. Al alemán le enseñamos, no tenía conocimiento de las redes clientelares: en Berlín no se consiguen. Pero se quedó más tiempo, aprendió cómo mover pequeñas masas a cambio del favor del amo y aprendimos a gozar de que yo lo sodomizara. Pero volviendo al principio, a mi vida antes de Elena y después de mi delirio, puedo decir que entendí. Fue mi máster de negocios, mejor que estudiar en Berkeley y aparecía en los medios un día sí y un día no y contaba mi triste historia y cómo había sido que el fuego nos había conseguido nuestras propias escrituras. Acusé a los empresarios, que ya se sabe que son tremendos hijos de puta que coimean policías y gobiernos y jueces y diputados. Todo eso era verdad, como también era cierto que ahora nos financiaban con la ley de mecenazgo varios de nuestros proyectos. No hay leyes, no hay nada escrito, el que quiere tener algo tiene que saber muy poco, apenas cómo avanzar llevándose puesto todo hasta tener peso propio. Empezamos sobre balsa y hoy ya tenemos un arca y yo creo que está mutando hacia una especie de imán de tamaño gigantesco, es sólido y concentrado, avanza como nadando, es negro, duro y brillante y se nos pegan de a miles, bandas y bandas de locos relacionados con fierros. Japoneses con agujas, pibas y pibes con piercings, cuchilleros, cocineras, maestros de acupuntura, los punteros bien armados, señores que andan sin cash, los que llevan sus tarjetas de platino en el bolsillo, viejos con marcapasos o prótesis de titanio y chapas de varias layas armados hasta los dientes. Parece un arca nomás, con magnetismo de polo: un arca hecha de las piedras que condenan a las brújulas a clavarse punta al norte, un arca que atrae agujas y a rotos y a descosidos. Nos sale, al fin, redondito. Releo y veo el error: contado de esta manera se podría suponer que me pasaba el día entero negociando y dando charlas, pero sería mentira: yo estaba plantada arriba, bien cerquita de mis plantas, en estado vegetal. Sentía el calor del sol. Escribía de vez en cuando. Tomaba agua mineral. Vivía en un mundo aparte lleno de aire y de cielo y con ningún horizonte más que el alcance del ojo. Y sólo cuando era urgente negociaba en la Comuna. Bajaba al sum de la puerta, la sala de exposiciones, tapada por una tela, toda oscura y con voz baja, me parecía a Darth Vader.
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