Viernes, 28 de marzo de 2014 | Hoy
Perdió su rostro, le acaban de injertar otro y ahora le toca confesarse ante el público. Aún no consigo besar recorre con sentido crítico la crisis de identidad, los experimentos clínicos y el festín mediático ante lo monstruoso.
Por Alejandra Varela
Ella está de espaldas a la platea y allí comienza la inquietud, la primera incomodidad, tan áspera como el humo del cigarrillo que ayuda a ocultarla. Ella recurre al testimonio y en su voz construye la tribuna pública, ese lugar donde miles de curiosos llegan para conocer al monstruo, al ser anómalo que hace su aparición espectacular en una plaza del Medioevo o en un estudio de televisión.
A ese lugar primario se acerca el autor, Diego Bagnera, en Aún no consigo besar, cuando despoja a la obra del momento de la representación y busca recrear una instancia periodística, donde una mujer, víctima de la voracidad de su perra, pierde el rostro después de una caída, del alcohol, las pastillas, la angustia. Isabel se convierte en un experimento clínico, no sólo porque es la primera mujer en el mundo a la que le injertan la cara de otra persona, alguien que debe aprender a comer y a besar, a soportar con asco un paladar extraño, sino porque las conjeturas sobre lo que la llevó a semejante mutilación la vuelven culpable de esa carne que le falta, de taparse los ojos porque una persona sin rostro (ella lo dice) es alguien que ha perdido identidad, que no es ni hombre ni mujer, que llega al extremo máximo de la anormalidad porque está construida con parches de una muerta. Un cuerpo que se incrusta en otro cuerpo como una exasperada forma de travestismo.
Ella tampoco quiere verse. Aunque sí conserva la foto de su perrita Tania, la maldita inconsciente e inimputable. Aparecerá una psicóloga, que opera en el terreno de la interpretación: un vínculo enrarecido con ese animal estaría reemplazando a algún amor ausente, que se dejaría ganar por cierta forma humana pero que también sería testigo, no tan irracional, de las maneras en que Isabel encarna su afectividad y del odio que derrama sobre sí misma. Quiere borrarse, olvidar para nacer nueva, y ese sueño se cumple de una manera impiadosa.
La obra cuestiona al espectador que ha abandonado su interés por la fábula para hurgar en un drama real. Si el periodista es el garante de una exposición que victimiza, el espectador es aquel que ejerce su poder condenando al deforme. Heidi Steinhardt acompaña con una puesta austera, que continúa la no estética del biodrama, donde lo que ocurre en escena busca parecerse lo más posible a la realidad y donde la actuación es dejada a un lado para encarnar el relato de un suceso que no se propone construir personajes, ni distraer con la ficción. La hija enfrenta al auditorio para reemplazar el rostro de la madre pero también para pedir por la recuperación de cierta normalidad. Eso es lo que quiere Isabel, ser como los demás, ser invisible. Que nadie la lastime otra vez con una mirada que la exilia al silencio de su casa, a la compañía de una perra, que como ella ha sido desterrada de la especie, transfigurada en una imagen peligrosa, en un ser impredecible que puede despertar el terror.
Aún no consigo besar. Sábados a las 21 y domingos a las 20 en el teatro El Opalo, Junín 380.
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