Viernes, 4 de julio de 2014 | Hoy
FAMILIA ANIMAL
Por Sebastián Freire
Mi familia de perros empezó en el año 2000, cuando decidí ir a pasar unos años a San Miguel del Monte. Ahí mi amigo Javier Echegaray pensó que vivir en el campo sin perro no tiene sentido; entonces me regaló un cachorro de ovejero alemán peludo con el que apenas cruzamos nuestras miradas ya sabíamos que íbamos a ser íntimos amigos. Lo llamé Pampa y realmente era un perro hipercarismático y bello, como un rey, educado y responsable al extremo.
Vivimos 3 años allí, hasta que nos vinimos a Buenos Aires, más precisamente a Constitución, donde todavía vivo.
Inmediatamente adquirimos todos los hábitos urbanos, paseos al Parque Lezama, muchas caminatas y siempre me acompañaba a ver muestras, a mis salidas y hasta a bailar a Cocoliche, por decir un lugar de los interminables a los que fue invitado.
Estuvimos 11 años juntos, hasta que un día se enfermó y decidió partir; ahí fue cuando me apropié de su Facebook, que había sido suyo con sus fotos, sus amigos que conversaban con él y me mandaban mensajes por su intermedio. Todavía sigue con nosotros porque lo llevo tatuado en mi brazo izquierdo.
A los 6 meses que Pampa se fue, apareció Churro caminando por la avenida Caseros; estábamos en la puerta de casa con un amigo y el encargado del edificio cuando lo detecté, rengo, medio flaco, pero guapo, un labrador dorado recontra canchero.
Sólo hice un chistido y se acercó a mí corriendo para sentarse en mis pies. Ahí me di cuenta de que otro amigo entraba en mi vida. Entramos a la veterinaria de Víctor, abajo de casa, y le pedí si le podía dar algo de comer; antes le habíamos dado un balde con agua, que se terminó en un minuto, pero cuando le abrieron la bolsa de comida la rechazó. Nos llamó la atención a todos, así que agarré un puñado y ahí sí comió, de mis manos. Al terminar, salió de la veterinaria, hizo un pis en el árbol y salió corriendo dando la vuelta en la esquina y lo perdí. Creí que era suficiente como la buena acción del día hasta que, pasadas más de 4 horas, tocaron el timbre diciéndome que había aparecido “mi perro”. Obvio que al principio me negué hasta que mi vecina me convenció de que fuéramos a su casa y viéramos qué onda...
Apenas me vio, se me lanzó encima como si fuéramos amigos de toda la vida. Bastó eso para que pasara su primera noche roncando como un gordo al lado de mi cama.
Pasaron más de 2 años desde que estamos juntos y en la última Navidad se enfermó gravemente (calculamos que tiene 14 años), y casi al tiempo vino Bardo, un cachorro de una perra que vive en el mismo edificio que nosotros. Decidí tenerlos a los dos y desde ahí Churro empezó a recuperarse notablemente.
Hoy, ellos son cómplices en destrozar mi casa, mi ropa, mis cepillos de dientes y ya no puedo ver la tele porque el control remoto fue devorado por ese cachorrito endemoniado.
Director de RED, Espacio Virtual, y coordinador del Espacio Contemporáneo de Fundación Proa
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