Viernes, 27 de febrero de 2015 | Hoy
Crítico y galerista
Foto y producción Sebastián Freire
Tengo sentimientos muy bellos hacia mis dos mascotas, pero sin duda el que prevalece es uno no tan dulce: la culpa. Entre las exigencias de la realidad, las del deber y las del deseo, no es tanto el tiempo que puedo pasar en casa. Y ellas aprovechan cualquier oportunidad para recordármelo: cada vez que dejo la casa se ponen una al lado de la otra y me miran como si yo estuviera saltando de un barco que se hunde. No es que me extrañe. Después de todo, son sobrevivientes de la más rutinizada de las tragedias burguesas: el divorcio. Hijas de padres separados, no parecen haberse recuperado de la desaparición de uno de los miembros del hogar. Se comportan frente a cualquier ausencia como si fuera inminente una partida definitiva. Al menos eso es lo que se lee en sus ojos cada vez que estoy por irme. Aunque es harto probable que todo esto sea una fabricación de mi culpa, y que en realidad cada uno de mis portazos marque el inicio de un tiempo de algarabía irresponsable. Eso explicaría las sutiles alteraciones que detecto en mi morada cada vez que vuelvo: una media cuidadosamente abandonada debajo de la cama; el libro que no estaba leyendo, abierto en una página inexplicable; el cepillo de dientes en el piso y bien lejos de su puesto de trabajo; el papel higiénico desenrollado y como comido por una viruela. Son los restos de una fiesta a la que nunca estoy invitado, pero de la que de vez en cuando me ofrecen un trailer: cada vez que vuelve de un paseo, Río se abalanza sobre Irma para demostrarle su afecto. Lo hace a su manera, claro: gruñendo, mordiéndola un poquito, golpeándola con sus patas. Irma no se queda atrás y le devuelve cada una de las atenciones. Sobreviene así una coreografía irregular pero encantadora, digna de la franja central de Animal Planet. Irma es un ejemplar inmejorable de la estirpe callejera. Despierta, ladina, interesada, pero también dulce, porque sabe que en el fondo es el amor el que le ha abierto las puertas del hogar. Río es otro gato. Un gato al cuadrado. Los Shiba Inu son famosos por sus veleidades felinas: son limpios y tozudamente independientes. Nunca esperan para ser, y para actuar, el visto bueno de sus amos. Les gusta tener humanos alrededor, como parte del ambiente. Pero no les gusta tener a los humanos encima y se mueven como si no necesitaran del afecto de sus amos. Río es claramente descendiente de alguna casa imperial japonesa: adora que sus súbditos estén lo suficientemente cerca como para servirla, pero no tan cerca como para cansar su belleza real. Los amantes de los perros comme il faut suelen impacientarse ante su altivez, y declaran no entender el sentido de tener una mascota como ella. Personalmente adoro su orgullo salvaje y me entusiasmo con su rebeldía. No me gustan los animales obedientes. De ninguna especie. Y resistiéndoseme día a día —a veces sacando los dientes, a veces observándome desde su trono como se observa un insecto, a veces regalándome la mirada más dulce que se haya manifestado en la tierra—, Río me empuja a la sonrisa aun en mis días más negros. Y le hace honor a su nombre completo: Río de Janeiro. El cuadro tropical lo cierra el papagayo que nos custodia en la foto, una obra del genial Javier Barilaro. A sus pies se desparrama, autosuficiente, mi familia feliz.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.