Viernes, 29 de mayo de 2015 | Hoy
Por Federico Kukso
Lo que no se dice. Una palabra de tres letras que no se menciona. Ni en un libro, ni en una entrevista, ni en el clímax de una ceremonia de premiación cuando, después de subir al podio con el mismo esfuerzo con el que se escala una montaña, el galardonado alza con ambas manos su trofeo y agradece a mamá, papá, amigos, colegas, a Tito (el perro) y –atentos a la palabra clave colmada de significado– a su “pareja”. Para el afuera, en los discursos, en los perfiles y demás narrativas de lo real, no hay investigadores gays. Para la sociedad, el científico –del becario raso a la eminencia reverenciada como un dios pagano– es asexuado, está casado con el saber. O peor: como en toda sociedad gobernada por la dictadura del heterosexismo, es heterosexual hasta que se pruebe lo contrario.
Pero están. Existen. Ahora y siempre. Pese a una constante operación de invisibilización, la ciencia argentina es ampliamente diversa. Hay neurocientíficos, virólogas, matemáticos, biólogas, divulgadores, físicos que desean, que aman y no necesariamente a alguien del sexo opuesto. “En general la sociedad tiene una idea muy distorsionada de quiénes son o qué hacen los científicos –dice Matías de la Comisión de Diversidad Sexual en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA FCEyN–. Cuando alguien piensa en un científico suele pensar en la cura del cáncer, en gente inteligente, pero no piensa que pueda ir a bailar a un boliche gay o que tenga hijos. Existe una disociación entre la idea de científicos y la vida de las personas que hacen ciencia.”
Salvo ciertas excepciones, en el ámbito universitario la mayoría está a favor de los derechos lgbt, los apoya. “Aunque –cuenta Sebastián, miembro también de esta comisión (www.facebook.com/exactaslgbtqi)– aún queda cierto dejo de transfobia en algunos, pero es un ámbito mucho más abierto que el promedio. Hay una gran cantidad de investigadores que son gays. Al menos en la carrera de biología en cada grupo de investigación suele haber una o dos personas lgbt, y eso hace las cosas mucho más fáciles.”
Fuera de los corredores universitarios, sin embargo, en instituciones tan clásicas como machistas y con cierta homofobia latente, aún predomina la prudencia. En la comunidad científica –argentina e internacional– impera al igual que en las fuerzas armadas de Estados Unidos el mandamiento de “Don’t ask, don’t tell” (No preguntes, no digas), un “de eso no se habla” instaurado y en muchas ocasiones recomendado. “Nunca sentí la necesidad de tener una doble vida. Mi política siempre fue ‘No lo digo pero nunca miento’”, confiesa un joven neurocientífico cognitivo que pese a no vivir enclosetado prefiere protegerse y evitar represalias al reservar su nombre. Otros, en cambio, deciden vivir su vida fuera del país e ir y venir cada tanto.
“Nunca he sentido discriminación directa, o sea, que no me hayan dado un subsidio por ser gay –cuenta un importante investigador local–, lo cual no significa que no haya comentarios despectivos hacia la comunidad gay en el sector o en la sección de comentarios en los diarios cuando doy alguna entrevista. Me encantaría que llegue el momento en que no tenga que corregir. Que cuando me inviten a una cena asuman que no tengo esposa ni quiero tenerla.”
Las y los científicos además de cerebros tienen cuerpos. Y con ambos, desean y aman, como lo hace Oliver Sacks quien, con sus confesiones en la cima de la ciencia, impulsará lo que hasta ahora parecía improbable: que las puertas de los armarios científicos también se abran. De par en par.
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