Viernes, 28 de agosto de 2015 | Hoy
CHILE
Víctor Hugo Robles, conocido como El Che de los gays, acaba de presentar en Chile un nuevo libro, registro poético práctico de un resentimiento que ilumina.
Por Alejandro Modarelli
En la historia del movimiento lgbti no hay un solo instante que escape al debate teórico entre Juan José Sebreli y Néstor Perlongher, dos antagonistas del viejo Frente de Liberación Homosexual (FLH). Sebreli siempre defendió que reivindicar la diferencia –la otredad, dice, ese Otro desestabilizador, la marica amotinada y amenazante que quería Perlongher– significa entorpecer nuestra inclusión en la ciudad democrática. Según la opción liberal-igualadora de Sebreli, la eventual alianza estratégica entre sectores de oprimidos, friquis y olvidados no debería ya contar con nosotros. Menos todavía con las lesbianas y los gays pretensushi (el epíteto lo robé): los últimos años éstos vienen desertando de las Marchas del Orgullo, de los que salían ahumados por la expansión del grosero choripán. El asco es la expresión sensorial más auténtica de clase, de ahí las narices fruncidas.
En Chile los nombres cambian pero las escenas se parecen. No está Sebreli allá pero prospera la Fundación Iguales, del refinado escritor Pablo Simonetti, ávidos ellos y ellas de ingresar definitivamente a la letra de los códigos normativos. Sus dos grandes triunfos han sido la ley antidiscriminatoria (la que el martirio de Daniel Zamudio a manos de neonazis inspiró) y hace poco la unión civil, que el ex presidente Piñera había enviado a consideración de un Parlamento hostil, liderado por su propia alianza de derecha. El neoliberalismo latinoamericano, impregnado de catolicismo y paquetismo jurídico, tardó un tiempo en admitir que la diversidad es un buen nicho de mercado, y que para éste se precisan la producción e inclusión de múltiples subjetividades. Como con Obama en la Casa Blanca (¿se acuerdan de que humilló durante su tea party homofílico en la Casa Blanca a una trans migrante?), el activismo igualitarista chileno aplaudió de traje en La Moneda nada menos que a Piñera, y uno se imagina ahí al fantasma de Salvador Allende colgado de las arañas, y a las puteadas. Quien se despachó contra el acto y llamó “satisfachos” e “igualadas” a los que se embriagaron en el “festín homosexual en La Moneda” fue Víctor Hugo Robles, conocido tras los Andes desde los años noventa como El Che de los Gays. Porque, escribió en The Clinic, en la nueva coalición gay-republicana “no somos bienvenidos los maricones feos, pobres, locas, afeminados y sidosos”.
Como el guerrillero Ernesto Guevara, el activista y periodista Víctor Hugo Robles tiene un nombre legal (y de origen proletario) con el que firma sus artículos, y un nombre que se sustrae al registro civil para irrumpir en las calles (de Santiago a La Habana), en una proliferación de performances políticas; el nombre de El Che de los Gays acaso sea por el que a la larga se lo recuerde. Eligió él mismo el seudónimo, y dragueó la imagen del mito, sobre todo para soñar con hacer “la revolución dentro de la revolución”, a la manera que quisieron Perlongher y Pedro Lemebel.
Hace su debut en 1997 arrojando agua de un bidón con la sigla AZT a la conocida actriz Patricia Rivadaneira durante un evento contra la censura organizado en una disco gay, de la que lo expulsan: “Mi idea era provocar al provocador”, dirá, recordando a las víctimas quemadas durante el incendio a la disco Divine en 1993. Se sucederán otras situaciones construidas, situacionismo plebeyo en el culo del mundo, como su aparición frente a Danielle Mitterrand con una bandera chilena con un hueco en el centro (hueco en Chile quiere decir maricón), para pedir su apoyo contra ley antisodomía que persistía aún en democracia. Creó el propio retrato callejero, y lo mediatizó, con un marco de madera, unas espinas de martirio en la cabeza y unas patitas de chancho, que es el alimento genital que comen las locas según el machismo chileno. Con esa imagen se paseó frente a Fidel Castro, protestó contra la liberación de Pinochet en Londres junto con el olvido de los desaparecidos, y reclamó ser borrado de los registros de bautismo, en una campaña por la apostasía que se judicializó: “Yo inventé a El Che de los Gays, pero fue el propio cuerpo liberado de su cautiverio terrenal el que buscó un cuerpo homosexual latinoamericano para reencarnar su lucha internacionalista y libertaria... La imagen que elijo de El Che no es la del triunfo sino la del derrotado, el martirizado”. La contaminación rosa del mito produjo, además de impacto, mucha desconfianza al principio en el Partido Comunista, en el que hasta hace muy poco se movió. Sin embargo, a las mujeres famosas de la izquierda revolucionaria el personaje no les pareció tremendo sino interesante. Contó con la amistad de Gladys Marín, la célebre dirigente del PC chileno, y acompaña hoy a Mariela Castro, la hija de Raúl, en su activismo por los derechos gltbi en una Cuba de tradición homofóbica (Mariela suele decir que si el Che viviera hoy, en otro contexto sociocultural, apoyaría la causa. En todo caso la aseveración pertenece al tiempo de la irrealidad y cada cual tendrá su fe).
Como su compinche Lemebel, Víctor Hugo Robles crea desde el resentimiento inteligente, sobre las ruinas de su época. Solitario en su arte político, en el oficio de cronista, los efectos que produce son siempre colectivos. Hace poco dijo que no puede ser impactante toda la vida, que el brillo a la larga se evanesce y que además hay que dejar sitio a las locas revoltosas jóvenes. Acaso como respuesta a quienes desde el activismo gltbi republicanista le critican su gusto por el escándalo callejero –y hasta alguno lo llamó friqui– Víctor Hugo reincide hoy en el afán de dejar obra escrita.
El Che –la Checha para nosotras, las amigas– ofrece este viernes 28 al debate eterno entre Sebreli, el integracionista, y Perlongher, la loca amotinada, su propio recorrido biográfico, al que un poco en broma, por aquello de la motocicleta, le dio el nombre de El Diario del Che Gay en Chile. Hablarán la diputada Maya Fernández Allende, nieta de Salvador; la activista estudiantil Eloísa González, y el Premio Nacional de Periodismo Feride Zerán. Y ahí estaré. Para decir: Salud mi amada Checha, sobreviviente de la banda de rosas quilomberas, tu acción singular y colectiva grita “me rebelo, luego existimos”, a la manera de Albert Camus. ¡Niña, cómo hiciste tambalear las calles de Santiago al ritmo de tus sismos!
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