Viernes, 28 de agosto de 2015 | Hoy
SERIE I
Sarah Linden es la apática protagonista de The Killing, cuyas cuatro temporadas pueden verse en Netflix. La butch, la enclosetada, la patova y la casada encarnan el desfile torteril de personajes secundarios de una trama en la que, si algo puede salir mal, va a salir mal.
Por Magdalena De Santo
La lluvia y el pulóver tipo Bariloche son la constante. Pero son la tormenta de Seattle y el cuerpo de la colorada Sarah Linden quienes cargan el abrigo. Ella es la detective de homicidios, una discapacitada emocional que no se desata el pelo ni para bañarse. Que su mueca nunca es la risa feminizada sino la de la obsesión de labios cerrados que intenta abandonar el cigarro a fuerza de reemplazo por pastillas. Pastillas para no fumar y para no quedar gruesa –aunque, paradójicamente, la actriz Mireille Enos filmó dos temporadas con fetos en su vientre–. No parece tele, parece una pintura de un artista deprimidx. Los colores pálidos componen la imagen de una realidad en la que todo está rotísimo.
The Killing es la versión yanqui de la serie danesa Forbrydelsen, y se nota, porque su pulso es de una letanía marcada por sangre y el contraste sórdido su fórmula adictiva. Su fans más conocidos van de Cristina Fernández de Kirchner –lxs productores de la serie le retribuyeron sus comentarios públicos con una placa en las redes– a Patti Smith –que actúa en un bolo en la última temporada–. Es que la serie, dos veces cancelada por la productora AMC y resucitada por Netflix, se ahoga en el conflicto sin temor. Cuando alguna buena intención nos hace creer que las cosas pueden mejorar, no. Jamás el consuelo. Si en la vida cotidiana se huye del conflicto la ficción logra profundizarlo en pantalla líquida. Las instituciones no se desmoronan, sino que son constitutivamente inmundas. Los partidos políticos, el sistema penitenciario, los refugios para chicxs yonquis y prostituidxs, los grupos de autoayuda de narcóticos anónimos, la iglesia, la escuela militar, la comisaría. La pena de muerte llevada hasta el máximo de inescrupulosidad. Todo es un espanto. Y como habitantes de este mundo, nadie está salvado.
La serie desarrollada por Veena Sud tiene, en varios papeles secundarios, distintas versiones de lesbianismo. La primera, la asistente social casi madre adoptiva de la protagonista. Se trata de una lesbiana igualitaria que encontró otra naranja para la libreta. Luego, en su opuesto, por inferencia, se reconoce una pareja de indias: la dueña de un casino y la security en un closet oscuro. Lo explícito es que son patovas, mafiosas, villanas del juego que explotan su fenotipo abyecto para negociar las tierras. Finalmente, y en el podio, la vulnerabilidad de una adolescente butch marginal: Bullet (Rachel Olmstead), nombrada y bardeada por su chonguez. Inmersa en una cantidad de vidas que no importan, recorre toda la tercera temporada, la mejor, con la vitalidad de un cachorro lleno de garrapatas. En una suerte de identificación, Holder –el otro detective y protagonista de la serie– se vincula con Bullet como si fuera él mismo quien padece la existencia suburbana de dormir en la calle o calentarse con un tacho. Es que Bullet no es del grupo de las niñas asesinadas por niña sino por protectora y defensora de sus amigas: por chonga. Muerta no por mujer aunque velada con una foto que ella misma odiaría, como afirma su alter ego crecido y rubio Holder. En ese juego de identificaciones cruzadas, Linden encarna el dolor de Adrian –niño que presenció la muerte de su madre– y hace lo imposible por restituirle una cuota de justicia. Y ahí, la complejidad de la maternidad se abre sin cliché. Casi todas litigan los límites de su vida con la decisión de abandonar su prole. Las hay borrachas, abusadoras sexuales, demasiado jóvenes o desamparadas, asesinadas y asesinas.
El feísmo de lujo de The Killing y la antipatía de Linden son el mejor jarabe para la tos de este invierno contradictorio.
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