Viernes, 23 de octubre de 2015 | Hoy
LIBRO
Periodismo todo terreno es una monumental colección de lucidez, estilo y también marca registrada de una época. Enrique Raab, periodista desaparecido en los años setenta, atacó con dardos de frivolidad a la política y a la represión mientras analizó con seriedad lo que entonces se relegaba a lo banal. La edición y el prólogo de este libro están a cargo de María Moreno.
Por Gabriela Cabezón Cámara
“La angustia se distrae apenas, por un nuevo estampido, esta vez por el lado de San Javier. Y de repente, encima de nuestras cabezas, unos golpes secos. Suenan como si alguien se divirtiese tirando chapitas de Coca Cola contra la azotea. Nada más inofensivo que el sonido del peligro”: la nota fue escrita en marzo de 1974, días después de que Antonio Domingo Navarro, jefe de Policía de Córdoba, se hiciera un (siniestro) lugar en la historia argentina destituyendo al gobernador Ricardo Obregón Cano. Enrique Raab estuvo ahí para contarlo: fue el enviado de La Opinión a cubrir el golpe. Escribió apretado por el tiempo y sin perder el estilo. Abajo de los tiros, él, que donde mejor se movía era en el ámbito del “periodismo hembra” –cultura, vida cotidiana, espectáculos–, como lo denomina María Moreno, que también califica al cronista en cuestión como “todoterreno” en el prólogo y en el título de la antología Periodismo todoterreno (Sudamericana), que acaba de seleccionar y comentar. Entonces, en marzo de 1974, las balas cordobesas sonaban en el techo como chapitas de gaseosa, –qué bien escribía–. Cuenta cómo, la vida de los fumadores siempre tan riesgosa, había colas interminables en los poquísimos quioscos abiertos entre los tiros. Cómo facciones de ultraderecha patrullaban las calles. Cómo se vaciaron las carnicerías porque todos los cordobeses que pudieron huyeron a las sierras listos para el asado. Cómo en la conferencia de prensa de Navarro los periodistas le fumaron los Colorados que el policía ofreció con mano temblorosa. Y cómo, ya sin temblar, calificó, ¿irónico?, la situación de normal “dadas las circunstancias”, que incluyeron, entre otros, el asesinato de una chica de 24 años y embarazada.
Raab nació en Viena en 1932. Después de que Hitler anexara Austria en 1938, sus padres, judíos ellos, decidieron prudentemente emigrar. Enrique hizo la secundaria en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Hablaba cuatro idiomas, así que trabajó en turismo y viajó a Europa. Hasta que se encontró con el periodismo. Estuvo en Confirmado, Todo, Clarín, La Nación, 7 días, Primera Plana, Análisis, La Razón y La Opinión en la época de Timerman. También en Nuevo Hombre, del PRT, y en Información y El Ciudadano, de Montoneros. “¿Por qué no hay un mito Enrique Raab?” se pregunta María Moreno en el prólogo del flamante libro. Y teje hipótesis: tal vez por no cultivar la novela, “ese género fálico que permite pisar los papers”. O porque no hizo “investigación a lo grande”. O porque militaba en el PRT, el brazo político del ERP, y no en Montoneros o en la JP. O “¿Porque su desobediencia a la heterosexualidad obligatoria no favorecía el mito para una izquierda que aún trata de asimilar a un Néstor Perlongher (…)?”. No podemos saberlo. Pero sumamos hipótesis: tal vez se deba a una mezcla de todos esos motivos, con énfasis en el no haber sido poeta, ni novelista ni investigador a la manera de Walsh en Operación Masacre. En haber vivido sujeto al trabajo diario en el mercado. En haber sido, sí, todoterreno: alguien que trataba con la misma seriedad la temporada en Punta del Este que un golpe que derriba a un gobernador. Lo que hacía, hoy, estaría ahí, en alguna frontera entre la crítica cultural y la crónica. Disperso en cientos de objetos y en decenas de medios. Un periodista. Alguien enviado a cubrir lo que le interesaba. Y también lo que al editor se le ocurriera. Un trabajador. De mucho talento, ¿a que no se olvidaron de las chapistas de Coca Cola en la azotea?, pero un trabajador al fin. Y, hay que decirlo, monumentos a los trabajadores en general hay alguno que otro. A trabajadores en particular, casi ninguno. Por algún motivo, críticos culturales manifiéstense, ¿será por lo de los “géneros fálicos”, como dice Moreno?, todavía hoy tiene más aura un escritor de éxito mediano, digamos, que un periodista talentoso y con criterio propio que vive sujeto al ritmo del trabajo en el mercado. Raab tuvo sus “obras”: escribió y dirigió un corto, José, un ensayo sobre Visconti, era un cinéfilo incansable, y compiló ocho notas sobre Cuba en el libro Cuba, vida cotidiana y revolución. Pero no alcanzaron.
Periodismo todoterreno, tiene la intención de reparar la ausencia de mito. Es un monumento a Raab, al periodista. Organizar esa dispersión, construirle una estructura de obra, es una de las labores de Moreno en este nuevo libro. “Fecha del día”, temas de vida cotidiana; “Jetas y caretas”, entrevistas a personajes muy populares y a sus productores, un fenómeno nuevo por entonces; “La fiaca”, artículos en torno a las temporadas en Mar del Plata y Punta del Este; “Noches cultas”, reseñas de espectáculos, libros y películas; “Mirá quién habla”, entrevistas a autores como Ungaretti, Mujica Láinez y Bertrand Russell, voces muy propias que se alzaban en medio del apogeo de la moda estructuralista de la muerte del autor, “el factor voz como retorno de lo reprimido”, dice la autora; y “Plaza de Mayo y después”: la política. Faltan deportes y policía y tenemos un diario: una vez más, lo que Moreno construye es un monumento al todoterreno, al trabajador. A Enrique Raab, sí. Y también al ejercicio pensante del periodismo, al periodismo como crítica cultural. Al que tiene la lengua como herramienta y también como fin. A Enrique Raab, sí: que podía ser frívolo si quería. Y militar en el PRT hasta el fin y hasta escribir algo como “la pulsación cósmica de la marcha de los pueblos”. Un periodista que habla de un mundo tan cercano como abismalmente otro: el de la revolución y Palito Ortega, el de la aparición de Foucault y la consagración de Jorge Porcel, el de la vuelta de Perón y el reinado de Alejandro Romay, el de las chicas histéricas esperando a Camero en la puerta del Provincial y el de los cine clubes. Un mundo que construyó con el mismo amor por lo culto que por lo popular, mezclados en la ductilidad de su prosa, y con una manifiesta pasión por el oficio y por el pueblo: por la misma guita, el soberano termina un poquito más ilustrado luego de leerlo.
Otro mundo. Uno en el que se podía tomar las armas pero ser puto no. O sí, pero calladito. De la homosexualidad no se hablaba y Enrique Raab lo escribió con claridad refiriéndose a un cuento de Armonía Somers. Y, seguramente, a su vida: “una delicada historia de amor lesbiano (que) se vislumbra apenas –pero así tiene que ser– …”. Tenía que ser así. Algo de eso hace, dejar entrever su homosexualidad, entre muchas otras cosas, Raab en sus notas. A una entrevista a Chico Buarque le da ritmo usando la mirada de sus ojos verdes de leit motiv, por ejemplo.
Un amor, dicen algunos, fue lo que retuvo a Raab en Buenos Aires pese a que estaba amenazado. Habrá sido, también, el compromiso con la causa. O el poco deseo de migrar de un hijo de migrantes. No sabemos. Lo cierto es que se quedó y él, que se había salvado del fascismo en Austria, fue secuestrado-desaparecido por el fascismo acá el 16 de abril de 1977. Se lo llevaron de su casa en Viamonte al 300, donde vivía con su compañero. Uno de sus amigos, el cineasta y escritor Edgardo Cozarinsky, lo relata en su cuento “El fantasma de la Plaza Roja”: “Cuando empecé a volver a Buenos Aires en 1985, me iba a enterar, por fragmentos, sin que intentase averiguarlos, detalles del secuestro de Enrique: los agentes armados que habían rodeado la manzana del edificio donde vivía, el portero obligado a dirigirlos hasta el departamento, la puerta ametrallada, la sangre que había marcado un reguero desde el departamento hasta la puerta de calle”.
Un tremendo periodista se llevaron. Uno que, por ejemplo, tiene que entrevistar a Tita Merello por teléfono y logra una nota desopilante: hace coincidir los ladridos de Corbata –el perrito de la diva– con los ataques de catolicismo que padecía la Merello ya vieja, como si Corbata tuviera la cabeza que Tita iba perdiendo. Y lo hace callar cada vez que ella recobraba la astucia arrabalera. El mismo tipo que hacía hablar al pueblo en encuestas que hacía por ahí. Como, por citar un ejemplo, en la plaza, cuando Perón se hizo cargo de la presidencia en 1973. Le contestaban, palabras más, palabras menos que “Con Perón en el poder, se va a arreglar todo”. Pero Raab escuchó otra cosa: izquierda y derecha peronistas avanzaban en diferentes columnas a la plaza. De un lado cantaban “Mon-to-ne-ros”. Del otro, “Ar-gen-ti-na”. Con la misma cantidad de sílabas, los significantes se superponían, “se anulaban”, escribió Raab como una profecía: ese ruido antecedió a un silencio feroz. ¿Por qué no hay un mito Raab?
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