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Sábado, 28 de noviembre de 2015

NOTA DE TAPA

BATALLAS EN LA LENGUA

 Por Gabriel Giorgi

Postal del lunes por la mañana. Mi amigo Carlos se sube a un taxi, en Córdoba. En la charla sobre las elecciones, el taxista –un clásico en su rol de vocero de la lengua común– acota que por fin va a poder decir “puto de mierda” sin que por eso le digan que es “opositor.” Opositor a qué, cabría preguntarse. ¿Al gobierno de los putos? ¿Al kirchnerismo como reino de la corrección linguística? (se lo acusaba, como se recordará, de todo lo contrario) Más bien, la escena trasunta un deseo, o una fantasía que resuena alrededor del triunfo de “Cambiemos”, pero que en realidad lo trasciende: una fantasía de restauración después de un período que para muchos implicó un desorden y una disputa alrededor de subjetividades, de modos de poner el cuerpo, de palabras y de sentidos. El taxista ex-opositor, imagino, se oponía no sólo al kirchnerismo, sino a esa energía de lo social que, por buenas razones, le quedó asociada: la que puso en movimiento, en tensión, a las palabras, a las identidades, a las formas de nombrar. Una energía múltiple, molecular, irreductible a un gobierno, proyectada desde una sociedad que quiso y, en alguna medida pudo, expandir sus formas de ser. Quizá mucho de lo que pasó por ese voto a “Cambiemos” sea ese deseo de restaurar un orden, un mapa de jerarquías –sexuales, raciales, de clase– sin que nadie te conteste: que los putos y las tortas vuelvan a su lugar, que las mujeres vuelvan a ser mujeres, que los negros sean eso que siempre fueron: “negros.” Pero justamente, la postal cordobesa nos da una pauta de las contestaciones y reinvenciones que tuvieron lugar en el lenguaje en estos años, incluso (quizá sobre todo) en los territorios más conservadores, como Córdoba: batallas multiplicadas en la microscopía de la lengua.

Durante todo el período kirchnerista se habló mucho de los comentarios online en los diarios y blogs: esa lengua anónima, violenta, reactiva, que traficaba pasiones e ideas que no podían ser asociadas a un nombre propio, y quedaban en el subsuelo del murmullo escrito. Justamente: ahora, ese subsuelo, eso sube. Sube y se reorganiza, se reconfigura. Sube a los editoriales (como el de La Nación el mismo lunes), sube a las palabras dichas, sube a los medios. Sube a la lengua pública. Ese nuevo paisaje, esa revancha, ese “ahora nos toca a nosotros” probablemente marque las próximas semanas, meses. Quizá ahí convenga enfocar, y potenciar, algo que pasó en el período kirchnerista: una especie de laboratorio (ciertamente mesurado e insuficiente) de los modos de nombrar y de reconocerse. Me parece que este período permitió volver a poner en debate, por ejemplo, qué es ser un “trabajador” (amas de casa que se jubilan, el trabajo sexual como trabajo, el trabajo de los presos), qué es ser “mujer” o “varón”, qué es tener una “orientación sexual” –palabras que se volvieron espacios de apropiaciones y disputas. A veces a partir de los derechos y las leyes, a veces tensando el orden del derecho como única fuente de identidad: ahí apareció esa fuerza de los sujetos pero también del lenguaje, la fuerza de reinventar el espacio de las propias posibilidades. Esa fuerza siempre fue para algunos, o muchos, una amenaza para nuevos y viejos privilegios. El deseo restaurador necesita jerarquías: no puede convivir con las posibilidades de las palabras, sobre todo cuando quienes las apropian son los “nadies”, los inmigrantes, los negros, lxs rarxs.... Quiere hacer del lenguaje una constante llamada al orden, para que quede en claro quién es quién y dónde están las distintas jerarquías. Y toda restauración es una nueva demarcación –más profunda, más insidiosa y que se quiere definitiva– de ordenamientos que se vieron desafiados. Hasta acá llegaron; éste es el techo, parecen decir, al unísono, voces distintas. Quizá una tarea inmediata sea esa: reconocer los modos, seguramente diversos, a veces obvios o otras veces no tanto, en que esa fantasía restauradora se expresa. Trabajar la lengua en la inmediatez de los cuerpos: de la subjetividad, de las identidades. Las palabras son reversibles, se pueden usar en direcciones opuestas: ése es su poder, y ésa es, a veces, su trampa. Aprender cada vez esa diferencia –por ahí eso es lo que toca a partir de las nuevas postales, de estas últimas noticias de la realidad.

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