El 6 de febrero se cumplirá un siglo de la muerte de Rubén Darío, poeta, periodista, máximo representante del modernismo literario en lengua española. De las muchas desatenciones que su obra ha sufrido (la inexistencia de un archivo ordenado de su producción, el carácter precario de sus ediciones), Soy se detiene en el costado más incomprendido del tono dariano: el imaginario homoerótico presente en su obra y su incondicional abrazo a lo queer, que él mismo llamó, con precisión pionera, “lo raro”.
El 20 de julio de 2002, Radarlibros promovió una polémica a partir de la biografía del nicaragüense que, semanas antes, había publicado Blas Matamoro (Rubén Darío, Espasa Calpe). Matamoro subrayaba que “La sensibilidad modernista era manflorita y maricona, al margen de las costumbres sexuales de cada escritor” y sostenía que, al mismo tiempo que homofóbica y misógina, la poesía dariana convocaba figuras de profunda ambigüedad sexual (Parsifal y Ganímedes eran sus modelos). Nicaragua contestó airada esos señalamientos. Los años pasaron y todo pareció volver a su cauce, al menos para quienes estamos lejos de los lugares de discusión verdaderamente importantes sobre el corpus dariano, hasta que, en 2012, la Universidad de Arizona adquirió un archivo de manuscritos rubenianos y Alberto Acereda (quien fuera, aparentemente el promotor de esa adquisición) publicó un artículo revelando nueve cartas amorosas que Darío habría enviado al mexicano Amado Nervo. Bien pronto la autenticidad de los documentos que formaban parte del lote fue puesta en discusión y hoy casi nadie admite que esas cartas (estúpidas y mal escritas) hayan salido de la pluma del divino Rubén.
No obstante, los paladines del varón probo salieron en su defensa, y es interesante detenerse en los argumentos pronunciados, que oscilan entre el pánico homosexual y las fantasías de exterminio. La doctora Nydia Palacios Vivas se sacó: “No es posible que casi cien años después de su muerte venga alguien a escribir sobre la sexualidad de Darío, cuando no existe ninguna prueba que respalde esa locura en sus cartas, documentos, poemas y en las anécdotas relatadas por sus amistades y personas que lo conocieron y fueron sus amigos”, argumentó la doctora Nydia refiriéndose a las recurrentes sospechas de que Rubén habría cultivado, más allá de una estética cuya mariconería no tiene nada que envidiarle a la de Severo Sarduy o Néstor Perlongher (y que, por el contrario, es su antecedente más palmario y más indiscutible), el amor que no osa decir su nombre.
Uno de los paladines que custodian el buen nombre de Rubén, Gunther Schmigalle, también se ofuscó desde su refugio de Karlsruhe: “Darío se horrorizaba de las «comunicaciones / entre lesbianas y gitones», que para él formaban parte de un escenario apocaliìptico, junto con la prostitución infantil y el «palacio del Anticristo». Sin embargo, los estudios de género avanzan inexorablemente. El gender mainstreaming es ampliamente financiado en muchos niveles. No es suficiente que hombres y mujeres tengan los mismos derechos; sus diferencias, se afirma, son un constructo social y tienen que eliminarse; hombres y mujeres tienen que ser iguales. La sexualidad heteronormativa, atacada por todos lados, pierde terreno; los amores transgresores están en plena ofensiva y no dejan descansar ni a los muertos. En las universidades norteamericanas y de otros países, el imperativo de «publish or perish» (publicar o perecer) empuja a los académicos. El morbo ayuda. De esa manera, entre los investigadores dariistas también han surgido algunos que quieren ver la luna a mediodiìa, o encontrar cinco pies al gato”. Lo que para la Dra. Nydia es una locura, para Günther (probablemente uno de los mayores expertos en la obra dariana, cuyas ediciones admiramos incondicionalmente) forma parte de la mafia gay y sus ramificaciones financieras (¿Google, Renault, Disney?).
Sin siquiera respirar, Schmigalle retomó el debate al que antes hicimos referencia: “Hace diez años, un escritor argentino, cofundador del difunto Frente de Liberación Homosexual, publicó un libro insinuando que Darío y Enrique Gómez Carrillo cultivaron sentimientos de «novios» o de «enamorados»”. La Dra. Nadya también se acuerda: “Los argentinos siempre han demostrado un gran aprecio por Darío, lamento que sea un argentino quien haya escrito semejante locura, pero el «ladrón cree que todos son de su condición» y es lo que ocurre con Blas Matamoro”. Interrogar la sexualidad y el erotismo en los escritos darianos es más (o menos) que una locura, es un delito. Y la homosexualidad podría ser entendida como un atentado a la propiedad. ¿Qué más querés?
Blas Matamoro, el argentino que había puesto el dedo en la llaga con una biografía que no afirmaba nada sobre los comportamientos sexuales de Darío, pero que subrayaba el imaginario homoerótico que domina su obra, interrogado sobre los nuevos documentos (que no conoce), declaró: “La estética del Modernismo es una estética de la excepción, de la irregularidad, de la minoría; una estética de reacción contra el Realismo y que Rubén llamaba de Los Raros... La homosexualidad aparece en Darío como un interés estético preponderante y lo refleja cuando habla de los tritones o los efebos, las tribadas y los personajes andróginos, vinculados a la nobleza estética del hombre”.
Rubén Darío nació como Félix Rubén García Sarmiento en el pueblo de Metapa (hoy conocido como Ciudad Rubén Darío), Nicaragua. En 1888 publicó en Valparaíso (Chile) Azul, la piedra fundamental de la literatura latinoamericana moderna. En 1896 publicó en Buenos Aires, Prosas profanas y Los raros. El primero es probablemente la colección de poemas más estudiada de la lengua castellana. El segundo, una colección de retratos de escritores que había publicado previamente en el diario La Nación, donde Darío busca (y encuentra) las tensiones estéticas que le interesa desarrollar en relación con ciertos nombres que, deliberadamente, identifica como “raros” y, aún, “rarísimos”. Basta seguir ese libro para entender lo queer de Darío.
En el prólogo a la segunda edición (madrileña) de 1905, Darío señala: “todo lo contenido en este libro fue escrito hace doce años, en Buenos Aires, cuando en Francia estaba el simbolismo en pleno desarrollo. Me tocó dar a conocer en América ese movimiento y por ello y por mis versos de entonces, fui atacado y calificado con la inevitable palabra «decadente...»”.
Primera aproximación al concepto de “queer”, entonces: decadente. Los decadentistas son “raros” o, si se prefiere, los “raros” son decadentes. Cultivan la decadencia y el desvío. En el segundo de los textos incluido en Los raros, un retrato de Edgar Allan Poe, refiriéndose a la cultura de los Estados Unidos, Rubén retoma de Joséphin Péladan la crítica al materialismo: “«esos feroces calibanes...» escribe Péladan”.
La categoría aparecerá más de una vez en su obra ensayística y en su, por llamarla de algún modo, propuesta geopolítica (donde Martí ocupa un lugar central). Darío se pregunta: “¿Tuvo razón el raro Sar al llamar así a estos hombres de la América del Norte?”.
Péladan fue un escritor ocultista (cofundador de la orden cabalística de la Rosa-Cruz). Escribió, entre otros, El vicio supremo (novela, 1884) y El andrógino (1891). Leonora, la protagonista de la novela, es “un espíritu andrógino en que la fría lógica del hombre” redobla “la aguda malicia de la mujer”. Leonora tiende al lesbianismo (tiende, subrayo, sin caer en él), es una nigromante amorosa. En contra de la tradición platónica, el andrógino de Péladan se destaca sobre todo por su extrema sensualidad maìs que por su perfección estética o ética. Guiados por Péladan, los artistas decadentes (y Darío guiado por ellos), dejan estallar toda su sensualidad, se oponen a la severidad propia de una época que no satisfecha con los trascendentales “hombre” y “mujer”, inventó identidades continuas (“homosexualidad” en 1869; “heterosexualidad” en 1892). El culto al cuerpo andrógino tuvo, en el fin de siglo, un valor contestatario: a través de la libertad física se pretendía alcanzar la liberación en todos los órdenes, de todas las clasificaciones.
Otro de “los raros” fundamentales para Darío es Verlaine, que encuentra su lugar en el libro. En 1870, Verlaine se había casado con Mathilde Mauté. Al año siguiente, Arthur Rimbaud se mudaría con ellos por invitación del poeta, que había descubierto el genio precoz del adolescente. Al poco tiempo ambos se hicieron amantes (“Verlaine ambiguo”, escribirá Darío en un célebre y equivocado poema). Verlaine dejó a su mujer y se fue con el joven infernal a Londres, viaje durante el cual escribió sus Romanzas sin palabras. Murió en 1896. Darío le dice: “Seguramente, has muerto rodeado de los tuyos, de los hijos de tu espíritu, de los jóvenes oficiantes de tu iglesia, de los alumnos de tu escuela, ¡oh, lírico Sócrates de un tiempo imposible!”
En “Historia de un sobretodo”, un relato de un candor que todavía nos emociona, Darío cuenta la peripecia de un sobretodo suyo que, por la vía de su amigo Gómez Carrillo, “el andariego, el muchacho aquel”, “el endiablado centroamericano”, llega a abrigar a Paul Verlaine. El guatemalteco Gómez Carrillo no sólo era amigo de Verlaine, sino también intimísimo de Wilde, el involuntario inventor del “amor que no osa decir su nombre”.
Como se recordará, Oscar Wilde, cuando era amante de Lord Alfred Douglas, decidió iniciar demanda contra el padre de su amigo, que lo acusaba públicamente de pederastia.
Charles Gill, el fiscal en jefe de la Corona, le pidió a Wilde, durante las audiencias, que explicara el sentido de la frase “El amor que osa no decir su nombre”, (“the love that dare not speak its name”, designación ambigua para definir el amor por otro hombre, en alusión a las cartas que no se firman). La respuesta de Wilde fue: “«El amor que no osa decir su nombre» en este siglo es un gran afecto de un anciano por un hombre más joven, como el que hubo entre David y Jonathan, como el que Platón usó como base misma de su filosofía, y como el que se encuentra en los sonetos de Miguel Angel y Shakespeare. En este siglo ha sido malinterpretado y por eso estoy donde estoy. Es hermoso, está bien, es la forma más noble de afecto. No hay nada anormal en ello. Es intelectual, y existe habitualmente entre un joven y un hombre mayor cuando el hombre de más edad tiene el intelecto y el joven tiene toda la alegría, la esperanza y el glamour de la vida delante de sí.”
El amor del que Wilde está hablando es también el de Verlaine y el que seguramente muchos poetas de la época sintieron por Darío (incluido el mismo Gómez Carrillo) porque, hay que decirlo, es muy difícil no amar a Darío (me refiero al poeta, claro, no al hombre, que nunca conocí). Es imposible no amar a Darío y todas las polémicas a su alrededor son batallas amorosas.
“Raro” no es sólo un cierto amor, ni tampoco un sensualismo desbocado, ni el “culto fálico comparable al que brilla con carbones de un adorable y dominante infierno en los versos del raro, total, soberano poeta del amor epidérmico y omnipotente: Algernon C. Swinburne”, ni la androginia o el desdibujamiento de los límites entre los géneros, como hasta aquí se lee en Los raros. “Villiers de L’Isle Adam es un ser raro entre los raros. Todos los que le conocieron conservan de él la impresión de un personaje extraordinario.” El raro artista, el rey, el sonÞador, lo es también cuando se entrega al misticismo, como Leon Bloy, “el sublevado” o “el desventurado, el caído, pero también el harmonioso místico, el inmenso poeta del amor inmortal y de la Virgen”, es decir: “aquellos raros a quienes Bloy quema su incienso”. Los raros son aquellos que “al par que han sido grandes, han padecido naufragios y miserias.”
Raro fue también el cubano Augusto de Armas, “un joven delicado, sonñador, nervioso, que llevaba en su alma la irremediable y divina enfermedad de la poesía”, “delicado como una mujer, sensitivo, iluso” y, todavía más, lo fue el anarquista y opiómano Laurent Tailhade: “Rarísimo. Es, ni más ni menos, un poeta. Estas palabras que se han dicho respecto a él no pueden ser más exactas: «Es un supremo refinado que se entretiene con la vida como con un espectáculo eternamente imprevisto, sin más amor que el de la belleza, sin más odio que a lo vulgar y lo mediocre.»”
La lista sigue con los pornógrafos, las “gatas nietzscheanas”, los virginales, los satánicos, los poseídos, refinados, morfinómanos, sadistas, malditos (Theodore Hannon).
Para terminar, también los que rindieron tributo a la “chinofilia” y los que se dejaron llevar por el hastío y la melancolía de la época que París impuso al mundo. En contra de la galería de personajes que Los raros hace prever, el resultado es un conjunto de máscaras darianas.
Por eso, todo lo anterior debe leerse como un cuadro de época pero, también, como un autorretrato (un espejo deformante: “me encuentro allí donde no estoy”). Cada rasgo semántico asociado con “raro” le cuadra al texto dariano, a los frufrús de sus tules, a sus cien negros con sus cien alabardas, a sus versos azules, sus canciones profanas, sus princesas tristes, sus flores desmayadas, sus Mercurios de bazar, su Oriente y sus caravanas fúnebres (“¡Ay, nada ha amargado más las horas de meditación de mi vida que la certeza tenebrosa del fin; y cuántas veces me he refugiado en algún paraíso artificial, poseído del horror fatídico de la muerte!”, Historia de mis libros). ¿En qué sentido podría hoy afirmarse un Darío queer? Precisamente en el sentido de suspender toda decisión respecto de un Darío gay o de un Darío no gay (¿A quién le importa, si ya no podríamos coger con él?). No hay, no pudo haber un Darío gay por imposibilidad histórica pero, además, porque Darío levantó, contra los sistemas de normalización finisecular, “lo raro” (lo queer).
En Epistemología del armario, Eve Kosofsky Sedgwick subrayó que lo nuevo, en las postrimerías del siglo pasado, fue la articulación de una cartografía universal según la cual, de la misma manera que ya antes se habiìa considerado necesario asignarle a cada persona un género masculino o femenino, ahora resultaba igualmente necesario asignarle una sexualidad homo o heterosexual, es decir, una identidad binarizada que estaba llena de implicaciones, aunque confusas, y que afectó aún los aspectos menos ostensiblemente sexuales de la existencia personal.
En un poema espantoso y vagamente vanguardista, “Agencia” (¿1907?), Rubén Darío escribe que “Se cambian comunicaciones / entre lesbianas y gitones” [maricones]. Muchos años después, Federico García Lorca recurriría al mismo léxico homofóbico en “Oda a Walt Withman”, y por las mismas razones.
Algunos investigadores piensan que Darío se refiere al discurso “¿Qué interés tiene el movimiento feminista en la solución del problema homosexual?”, pronunciado por Anna Rueling el 8 de octubre de 1904 en la reunión del Comité Científico Humanitario, la pionera organización homosexual fundada por Magnus Hirschfeld.
¿Cómo iba Darío, después de una opción radical por los raros, los desclasificados, los soñadores, los andariegos y endiablados, los que sostuvieron el amor que no osa decir su nombre, los puros, los andróginos, los morfinómanos, los acráticos (enfrentados al lenguaje encrático de la cultura), los sublevados, los nigromantes del amor y los que han padecido miserias y naufragios, a contentarse con la comodidad de una etiqueta que, aunque fuera enarbolada como signo de protesta, no dejaba de ser una etiqueta normativa y subalternizadora?
Como ha señalado Sylvia Molloy, lo que llama la atención tanto en Martí como en Darío, no es que eludieran el problema de la homosexualidad sino, precisamente que lo explicitaran; que les pareciera de tratamiento inevitable. Más aún, que una vez traído a la luz, debieran negarlo enérgicamente. La época era, todavía, demasiado joven (o ya demasiado madura) para que un joven centroamericano pudiera recordar con otra cosa que un vago goce inconsecuente la “flagelación en las desnudas posaderas” que el niño Félix Rubén alguna vez recibió de su “buen maestro, que era entonces bastante joven, con fama de poeta, el licenciado Felipe Ibarra” (Darío, Autobiografía).
Hoy esas cosas serían motivo de público escarnio pero entonces, entonces, lo importante era perseguir una forma esquiva al propio estilo, una forma inalcanzable o inexistente: lo informe. Aquello que sin mayor sentido, se agota en un gesto instantáneo, un ademán extranjero impuesto al cuerpo.
A propósito de José Martí y la Patria Grande, Darío escribió en Los raros: “¡Oh, Cuba! eres muy bella, ciertamente, y hacen gloriosa obra los hijos tuyos que luchan porque te quieren libre; y bien hace el español de no dar paz a la mano por temor de perderte, Cuba admirable y rica y cien veces bendecida por mi lengua; más la sangre de Martí no te pertenecía; pertenecía a toda una raza, a todo un continente; pertenecía a una briosa juventud que pierde en él quizá al primero de sus maestros; ¡pertenecía al porvenir!”.
Que nadie pretenda, pues, apropiarse de Rubén Darío. La patria de Darío es el poema, el cuento, la crónica, la figura y el ritmo. Sus propiedades son la música y el color, “las anforas curiosamente arabescadas y pomposamente gemadas de los cantos ya amorosos, ya místicos, ya desesperados”. Sus únicas propiedades, habría que decir, porque “somos muy pobres... Tan pobres, que nuestros espíritus, si no viniese el alimento extranjero, se morirían de hambre”.
¿Darío cosmopolita? Tal vez, pero en el sentido de un cosmopolitismo del pobre, del que nada tiene y come de las sobras de los otros y, con eso, se prepara un banquete exquisito al que nos convida. ¿Darío tal o cual? Darío el del porvenir, el de mañana, el de los jóvenes glamorosos y el de los viejos sabios (“abrasados en místico deseo; y todos con el dedo enderezado”), Darío el raro, el hiperestésico, el que no tiene nombre ni encaja en ningún nombre, el que “abajo se solaza, ríe y juega”. Darío queer, un puro enigma, porque “toda forma es un gesto, una cifra, un enigma; en cada átomo existe un incógnito estigma; cada hoja de cada árbol canta su propio cantar” (“El coloquio de los Centauros”).
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