Viernes, 3 de junio de 2016 | Hoy
LIBROS II
Entre la ficción y la autobiografía, en Mil rosas robadas Silviano Santiago entreteje fragmentos amorosos de su amistad con uno de los más grandes productores del rock brasileño.
Por Adrián Melo
Dos adolescentes se conocen en una esquina de Belo Horizonte en 1952 mientras esperan el colectivo y comienzan una relación de amistad. Seis décadas después, uno de ellos, Zeca, devenido en afamado productor artístico agoniza en un hospital y el otro, desconsolado frente al lecho de muerte de su amigo decide rememorar la historia de sus vidas.
La ficción encubre apenas (a Silviano Santiago siempre le interesó jugar con los límites difusos entre ficción, biografía y realidad) la base fáctica de la historia: la relación entre el autor, Silviano Santiago, poeta, novelista y referente cultural obligado de la comunidad LGTB y el compositor y productor musical Ezequiel Neves que escribiera junto al ícono del rock rebelde y gay, Cazuza, verdaderos clásicos de la canción brasileña tales como “Codinome beija-flor” y “Exagerado”, entre otros.
“Nacimos el uno para el otro a los dieciséis años de edad, en Belo Horizonte, en 1952. Él me distinguió en aquel entonces con la transparencia que hice también mía y continué haciendo mía, en 2010, cuando lo vi por última vez en vida”, escribe poéticamente Santiago a propósito de Zeca. Y la manera en que describe esa amistad de muchachos que lo comparten todo durante la juventud y a los cuales la vida va distanciando hasta encuentros esporádicos y los reúne en la cita obligada de la despedida final en el hospital (páginas conmovedoras y sin duda sublimes de Santiago) se asemeja mucho al amor y a la forma en que durante gran parte del siglo XX se vivieron y se narraron los amores gays en los cuales se confundían la amistad y el homoerotismo. Santiago, quien con su novela Stella Manhattan en 1985 revolucionó la literatura gay y se atrevió a narrar el amor y el sexo que en ese momento ocultaba decir su nombre, brinda ahora en esta otra etapa de la comunidad LGTB un homenaje a la amistad erotizada pero sin sexo. Y a partir de sus vivencias termina retratando un modelo paradigmático de esas amistades que resultan imprescindibles para la vida de cualquier gay –tal como esquematizó Didier Eribon en su ya clásico Reflexiones sobre la cuestión gay– y ni hablar de dos gays solitarios y pueblerinos en la década del cincuenta. Santiago escribe, además, una verdadera obra de arte sobre la manera en que la confluencia de gustos en el cine de Hollywood (bellísima la referencia a la separación de los amantes en el film Brief Enconter de David Lean y su analogía con la separación final de los amigos: “Si mueres, seré fatalmente olvidado. Nadie más se acordará de mí. Deseo ser recordado para siempre”), los melodramas, la literatura, la filosofía (Barthes, Sartre, entre otros) y el pop construyeron subjetividades, modos de ser y culturas gays.
Porque Mil rosas robadas es ante todo una novela de formación: el pasaje de la post adolescencia a la vida adulta gay de dos vidas que resultarán muy diferentes pero que encuentran un momento fundante en ese encuentro en la parada de colectivos, al cual la novela vuelve obsesiva y recurrentemente. Amistad improbable de no haberse cruzado los personajes en ese instante pero que los marcará de por vida quizás porque uno constituye el espejo oscuro del otro, así sea porque verán reflejados mutuamente aquello de la vida que perdemos viviendo. Uno de ellos abraza la vida universitaria y declara “tener un miedo visceral de vivir” y el otro se sumerge en el mundo trasnochado de las estrellas de rock, los excesos y los placeres nocturnos. No en vano el Zeca real escribirá con ese otro desmesurado de las drogas, el alcohol, el sexo y los muchachos la canción “Exagerado” cuyos versos dan título a la novela de Santiago: “pasión cruel, desenfrenada/ te traigo mil rosas robadas/ para disculpar mis mentiras”. Quizás por ello quiso la justicia poética que el Zeca real falleciera exactamente veinte años después la misma fecha que Cazuza, el talento rockero al que descubrió con la misma mirada clarividente con que miraba a su futuro amigo en la parada de buses.
Mil rosas robadas (Corregidor, 2016) comienza con un epígrafe de la novela Las brasas de Sandor Marai: “Sobrevivir a una persona que amamos tanto, a punto de disponernos a matar por ella es uno de los crímenes más misteriosos e incalificables de la vida. El código penal no lo menciona”. Pero también podría hacer suya esta otra del mismo autor en El último encuentro: “La amistad es un lazo parecido al lazo fatal de los gemelos. Esa peculiar correspondencia de las vocaciones, de las simpatías, de los gustos, de los aprendizajes, de las emociones ata a las personas y les asigna un mismo destino. Hagan lo que hicieren contra el otro, sus destinos seguirán siendo comunes. Huyan donde huyeren, seguirán sabiendo el uno del otro todo lo que resulte importante. Ya elijan un nuevo amigo o una nueva amante, no se librarán de sus vínculos sin el permiso secreto y tácito del otro. El destino de estas personas transcurre así, de manera paralela, aunque el uno se aparte del otro y se vaya muy lejos, al trópico, por ejemplo”. Tan paralela que Santiago intenta escribir la biografía de la vida de su amigo y termina escribiendo fragmentos de su autobiografía.
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