Viernes, 5 de agosto de 2016 | Hoy
MI MUNDO
Ocampo, Pizarnik, Rinaldi y tantas más: todas fueron cayendo rendidas a su mirada. Muchas de esas imágenes tomadas por Sara Facio, que hoy conforman el acervo de nuestra iconografía nacional, aparecen en La foto como pasión (Ed. Planeta). Un libro de memorias y de arte gestado a través de una extensa entrevista (realizada a lo largo de cinco años) por Guillermo Gasió y Mariana Docampo, que funciona como un mapa intelectual y sáfico de la Argentina de los 50 hasta hoy.
Por Paula Jiménez España
En todas las fotos se las ve sonrientes: comiendo las dos junto a Annemarie Henrich, con la Torre Eiffel de fondo, remando en el Tigre, paseando por Viena, en Buenos Aires, en un concurso de croquis, o en 1985 en el Centro Cultural Recoleta, posando en la muestra homenaje a sus 25 años de carrera en común. Sara y Alicia se hicieron ¿amigas? a sus veintitantos y ya en ese entonces comenzaron a cimentar un futuro glorioso para ambas. La de esta relación, en la que incluso llegaron a firmar obras con el sello inseparable de “SF y AD”, es una de las tantas historias que Sara Facio se encarga de contar en La foto como pasión, una larga e interesantísima entrevista biográfica conducida por Guillermo Gasió y Mariana Docampo en la que vida, foto y pasión son palabras que no pueden diferenciarse. El extenso y dinámico relato funciona, además, como un mapa cultural, intelectual y sáfico/artístico de la Argentina de finales de los 50 hasta la actualidad (como agua corren para ilustrar anécdotas tribales los nombres de Alejandra Pizarnik, Iris Sachieri, Susana Rinaldi, María Heminia Avellaneda, Silvina Ocampo, Gabriela Massuh, Diana Bellessi, y por supuesto María Elena Walsh, entre otros tantos).
A mitad de camino entre libro de memorias y de arte, se exponen también aquí muchas de las obras de Facio, algunas de ellas son las que ya forman parte de nuestra iconografía nacional: la imagen de Cortázar con el pucho en la boca, la de Pizarnik con una media sonrisa giocondesca parada delante de un afiche en su casa familiar, la de la Walsh intervenida con crayones fluorescentes, la de Quino sosteniendo el dibujo de Mafalda. Las primeras que el dúo Facio/D’amico publicaron en los medios datan del tiempo en que lxs fotógrafxs aun no se identificaban como autorxs y menos si eran mujeres: “Y si tenías apellido judío, menos todavía –cuenta–. Los que firmaban lo hacían con seudónimo. Yo me he peleado con amigos judíos por ese tema porque aceptaban firmar con seudónimo. (…) Entonces nos negamos, les recordamos que en 1813 se aprobó la libertad de vientres, es decir se terminó con la esclavitud”. La sumisión, puede verse, no es un rasgo que ni siquiera roce a esta artista aguerrida, creadora entre otras cosas de la Fotogalería del San Martín (cuando era impensable que un espacio así de exclusivo pudiera asignársele a este arte, Sara le peleó un pasillo de mala muerte al teatro para convertirlo en un espacio memorable) y de la colección de fotografía, hasta entonces inexistente, del MNBA.
Si se recorre su obra se hace evidente el encantamiento que siempre le despertaron lxs escritorxs. Primero fueron los héroes del boom latinoamericano, las imágenes inolvidables de Cortázar, Paz, García Márquez, Rulfo, Neruda y más, y después llegaron las chicas, como es el caso de Beatriz Guido o de una Sara que no era ella, sino Gallardo: “Siempre me gustó –dice Facio– era una mujer encantadora, muy culta, muy refinada, muy hermosa”. Dentro del mismo estrato social, Victoria Ocampo fue una de sus confesas obsesiones fotográficas: prácticamente la única persona en toda su carrera a quien le “robó una foto” contra su voluntad, en un momento en que, ya mayor, no dejaba que nadie la retratara. Los ojos de la mayor de las Ocampo intimidan bajo las gafas oscuras y parecen haber pescado el lente intrusivo de Sara eternizándola en una de las más naturales fotografías que de ella se han visto.
“Alejandra era muy amiga de una poeta muy amiga mía, Elizabeth Azcona Cronwell. (…) Alejandra se sumó al grupo. Me acuerdo que el primer día que vino al estudio trajo un libro de sus poemas para Alicia y para mí, y justo en ese momento llegó Silvina Ocampo, que pasaba siempre, despistada total. Y cuando Alejandra la vio, Alicia y yo perdimos todo interés para ella, ya no existimos porque estaba enamorada de Silvina. Y bueno, nos arrancó el libro de las manos, se lo dio y se fueron juntas”, cuenta Sara. Por este motivo, el intento de fotografiar a Pizarnik recién pudo consumarse al tiempo, en la casa de los padres de la poeta, donde fue a parar a su regreso de Europa. Aquella imagen formó parte de la muestra “Mujeres en la literatura” que en 2010 acompañó “Mujeres terribles”, la obra teatral que buscó revivir la relación entre Alejandra y Silvina. En uno de los pasillos del Centro Cultural San Martín se expuso aquella serie que culminaba con la de una bellísima adolescente cuyo nombre comenzaba a resonar fuertemente en los círculos poéticos: era Diana Bellessi. La lista de todas las fotografiadas por Sara es muy larga y rendidas a su mirada cayeron casi todas: además de las ya nombradas, Marta Lynch, Elvira Orpheé, María Rosa Lojo y tantas otras. Una de las pocas en haber quedado afuera fue la gran Griselda Gambaro: “Porque en esa época no tenía su importante obra posterior”, explica Sara.
La primera vez que escuchó hablar de María Elena fue en boca de una profesora del Bellas Artes que le mostró un ejemplar de Otoño imperdonable, con el cual, a los quince años, la autora de “La reina batata” (la canción preferida de Sara) ganó el Premio Municipal. Diez años después y tras algunos intentos fallidos de encontrarse ambas en Europa, se vieron en Buenos Aires y comenzaron a estar juntas de modo definitivo, hasta la muerte de María Elena en 2011. Sobre el final de la entrevista, Gasió y Docampo interrogan a Facio –que en lo que va del libro no hizo mención a su sexualidad– respecto del contundente coming out hecho por Walsh en Fantasmas en el parque: “Sara no es una hermana, es mi gran amor”, había escrito. “Esa fue una de las cosas que me dio a leer –cuenta Facio– y le dije, simplemente: “¿Te parece a vos, que toda tu vida fuiste tan british, publicar esto tan íntimo?”. Y me dijo “Sí.” “Bueno, está bien –le dije– me parece perfecto, es la verdad.” Porque antes pregunté: “¿Es la verdad?”. “Sí” –me dice–. “Bueno, muchas gracias”. Y terminé: “Si te parece bien decirlo, no tengo ningún inconveniente, porque para mí también es la verdad y como dicen en el barrio, la verdad siempre se sabe”.
La época de la publicación de Fantasmas… coincidió con la de la sanción de la Ley de Matrimonio Igualitario, tema sobre el cual Sara confiesa: “A mí me parece fantástico que las oportunidades se den para todo el mundo, pero yo también tengo que tener la libertad de aceptarlas o no. (…) A mí nunca me interesó casarme. Me han propuesto matrimonio desde los quince años hasta hace poco y nunca me pareció que hubiera que casarse, incluso desde el punto de vista económico. Muchas amigas ahora me dicen: “Ah, sí vos te hubieses casado no hubieses tenido ningún problema (…) Pero de María Elena, hoy lo que necesito es su presencia, nada más. (…) Nosotras nunca tuvimos estos problemas prácticos ni económicos. Cuando quisimos ir a vivir juntas lo hicimos, no le pedimos permiso a nadie”. Y así fue. María Elena es la única pareja que en el libro Sara reconoce haber tenido y convivió con ella por mucho tiempo sin mezclar familias ni trabajo (solo por encargos), ni amigxs. Una de las pocas excepciones en cuanto a las relaciones amistosas en común parece haber sido la que mantuvieron con Susana Rinaldi y María Herminia, que posan en una de las fotos más hermosas del libro junto a Walsh: “Tengo fotos de Susana desde que debutó en La botica del ángel, con un vestido que Antonio Berni le pintó delante de todo el público. Luego, cuando se fue a París, me acuerdo que íbamos en mi Fiat 600 a Ezeiza a buscar las notas que salían en los diarios franceses y que enviaban ella y María Herminia en un paquete, para que las mandáramos a los diarios de acá”.
Fue en 2005 cuando Sara dejó de sacar fotos a raíz de una caída en el París Foto. Iba con libros, folletos, de todo, dice, y con el golpe se quebró las dos muñecas. Y aunque lo que vino después no fue estrictamente una decisión, la nueva situación la hizo sentir muy conforme porque “todo tiene que terminar alguna vez, todo cumple su ciclo”. Su alejamiento de la práctica fotográfica no parece haberle restado ni un ápice de la pasión que le despertó siempre y que le ha hecho ambicionar ese lugar central, descollante, cuyo deseo admite sin el menor disimulo: “Recuerdo como uno de los momentos felices de mi vida el día en que vi mi foto en una estampilla del Correo Argentino –confiesa–. ¡Millones de estampillas! Ese es el mayor premio, lo que más me gusta y me hace feliz es ver mis fotos publicadas, en diarios, en revistas, tapas de libros. Prender el televisor y ver siempre una foto mía. Ese es el premio y la mayor satisfacción de mi vida”.
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