Viernes, 5 de agosto de 2016 | Hoy
A LA VISTA
Por primera vez en Argentina, se invoca la figura de crimen por odio contra personas lgtbi, para dictar reclusión perpetua. Fue en San Juan donde un hombre con un macabro prontuario homofóbico asesinó a un señor de 85 años porque era gay.
Por Alejandro Modarelli
Luis iba temprano a misa a la Iglesia de la Merced, y a la tarde a las reuniones de oración, como el gay liberado y cosmopolita va los domingos a ese otro ritual sublimador que es el shopping. La Merced queda justo frente a la Plaza Aberastain, donde se encuentran y circulan a la hora del ángelus los maricones sanjuaninos (algunos hablan de zona roja), y en todo pueblo donde se juntan más de dos maricones en nombre del sexo hay ahora un pastor evangélico (el mismo Luis lo parece, porque va de negro a todos lados con su biblia) y hay cuerpos masculinos con rigidez de mampostería y gestualidad sobrecodificada, en el registro perlongheriano. Si se precisa plata, hay que buscar platea entre los arbustos y ver transcurrir la mala fama en cuatro ruedas.
La hija de Luis declaró que varias veces retó a su padre por frecuentar la Plaza Aberastain y que eso lo sabía por sus propios hijos adolescentes “que cuando salían de misa en La Merced corrían a avisarle para que fuese a buscar al abuelo a la plaza”. Se sabe que la edad quita inhibiciones y qué más da, si el escándalo a los ochenta y cinco puede ser confundido con algún capricho de la demencia. La señora que limpiaba la casa del abuelo dijo en el juzgado estar cansada de levantar revistas de pornografía masculina y preservativos usados (el viejito vivía con VIH y nunca se descuidaba ni descuidaba a otros), lo que para el Juez sumaba “como indicio de su homosexualidad y su activa vida sexual”. De la vida contemplativa a la vida enunciativa, la cercanía de la tumba diluye la discreción y en la pared de la propia casa aparece una mañana el grafito “Luis viejo puto te gustan los pendejos”, y así el rumor pueblerino que se desprecia alcanza gran marquesina y sonroja a hijos y nietos.
Travestis, lesbianas que corrieron el velo de su deseo y homosexuales de todas las edades, pero sobre todo aquellos que pasaron la edad de conseguir placeres sin esfuerzos, son en las estadísticas los corderos predilectos en ese coto de caza donde abreva el lobo que es patriarca, que es homófobo. Y donde se cierran de modo brutal las biografías. La que ocupó el pensamiento del juez Blejman fue la de Luis, un sanjuanino de ochenta y cinco años, asesinado. De las biografías simultáneas entrevistas (las del asesino y la víctima) emergen un repertorio de cuerpos gozados y el sufrimiento que los acompaña como su doble siniestro; el modo en que, sobre todo para los mayores, se experimenta -con su porción de violencia, dolor y silencio- la homosexualidad en esas ciudades chicas. Las prácticas secretas, no exentas del placer más intenso, las disputas internas de la identidad y el crimen.
Quien lo mató en su modesta casa fue un hombre que decía “odiar a los putos,” después de lo cual se dedicó a robarle minucias, mucho más no había, una de ellas un llavero con la imagen de Cristo y la inscripción “Río”. Como es característico, el asesino cuarentón -que había entablado desde hacía un tiempo una cierta confianza con la víctima- le clavó una navaja en el cuello, porque si hay algo de qué vaciar a un puto en su ocaso es, sobre todo, de su propia sangre.
Se me ocurre que el llavero turístico cristiano, en su semiología, ilumina el deseo del viejo Luis, aquello con lo que soñó seguramente en su vida de apostolado y chongos en provincia. Que no era por tanto una existencia insípida, pero de la que los hijos nunca quisieron saber más de lo evidente. Aquella cosita robada resume en su fetichismo amores contrapuestos: un dios salvador de sus pecados y una ciudad brasileña lujuriosa en la que poder olvidarse por un rato de la mirada de ese dios, que signó la cosmovisión en que creció y la fe en que murió.
Hace unas semanas el juez de la provincia de San Juan Maximiliano Blejman escribió una sentencia que resulta, para los derechos humanos, una valiente incursión jurídica que debe haber alegrado a la vanguardia legislativa que insistió en incorporar a la figura de homicidio, en el Código Penal, el agravante de odio “a la orientación sexual o identidad de género y su expresión” de la víctima. Muchas veces “lo nuevo” impacta en la periferia antes de que se vuelva fama en el mismo centro donde surge. Como en el palacio entrerriano de Urquiza, que gozaba del sistema de agua corriente más moderno del país, en desmedro de la orgullosa Buenos Aires. Por primera vez un concepto todavía en construcción en la jurisprudencia internacional, el crimen por odio contra personas lgtbi, fue invocado en la Argentina para dictar reclusión perpetua. Ni siquiera se lo utilizó, al menos todavía, en el curso de la causa contra los supuestos autores del asesinato de Diana Sacayán, donde para avanzar en una configuración penal agravada se prefirió aplicar de inmediato el protocolo de femicidio. Habrá que ver si, en el caso Sacayán, se modifica el encuadre.
Fogueado en otros crímenes homofóbicos, y condenado en La Rioja a diecisiete años de prisión, Claudio había ya matado y quemado a un hombre con quien mantenía relaciones sexuales. Solía decir que “con una operación en el homóplato, un homosexual podía ser normal”, pero él no se había operado. La sentencia riojana acude a todos los prejuicios para acreditar las pruebas del crimen, la más prehistórica es “la vida amoral desarreglada y cuasi marginal, que llevaban tanto la víctima como el victimario, que se movían en un submundo sórdido como el del homosexualismo y la prostitución masculina”. Si la víctima hubiese resucitado, debería haber sido enjuiciado como responsable de su propia muerte. O, al menos, haberse sometido a la cirugía prescripta por el asesino. La dilatación del ano, los pliegues y otras cuestiones pudendas siguen siendo fuertes indicios de prácticas espinosas para la medicina forense, y la psiquiatría continúa navegando en las categorías de perversiones, psicopatías y sexualidades reprimidas. Pero Blejman, además de las clásicas pericias que habían obsesionado al juez riojano, decidió leer los informes de la Convención Interamericana de Derechos Humanos. Así se enteró del significado de la sigla lgtbi y de la incidencia del odio por discriminación y prejuicio en los crímenes contra nuestra población. Los ojos de la ciencia vueltos hacia el ano y los de Blejman (aunque a veces confunda en el largo escrito género y orientación sexual) a instrumentos jurídicos de vanguardia para enmarcar el crimen. No es poco.
El término homofobia aparece en 1971 en el libro de George Weinberg, Society and the Healthy Homosexual, y se impuso rápidamente para expresar y unificar en un solo concepto la discriminación de toda clase contra los gays, cuando solo estaba cubierto hasta entonces el catálogo de voces denigratorias, de invertido a maricón. Y hasta los aficionados a la derecha conservadora lo adoptaron, sin oponer más condición que la de no ser confundidos con esas dolidas víctimas de la homofobia. Basta de homofobia, dijeron, pero a no mezclar la hacienda.
El juez se dejó persuadir por un vocablo y una sigla que, en el mundo tribunalicio argentino, representa un avance cultural notorio. A partir de esa opción semántica, fue distribuyendo en su fallo las precisiones técnicas, sorteando obstáculos, afinando argumentos que no son simples de sostener (probar el sentimiento de odio por prejuicio de un imputado a todo un colectivo es una ingeniería compleja) para poder, así, llegar a una figura penal que marca todo un salto modernizador. El fallo de Blejman interviene desde la periferia en el centro de los debates de estos últimos años sobre los derechos lgtb en la Argentina, así como hace años intervino el asesino en la radio donde una vez trabajó, cuando se declaró horrorizado porque los homosexuales pudiésemos adoptar. Sin darse cuenta, Claudio estaba escribiendo en parte la sentencia que lo llevó otra vez a la cárcel. Del mismo modo que el viejo Luis, de negro y con su biblia, entre la iglesia de La Merced y la Plaza Aberastain, trazaba sin saberlo para esta crónica en SOY el mapa de la vida de los homosexuales mayores en la provincia de San Juan.
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