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Silenciadas por pudor en los diccionarios, poco contadas por si acaso, muchas historias de amor queer palpitan en la mitología griega. Dioses y mortales también lo hicieron.
› Por Facundo Nazareno Saxe
Antes de que el más bello de los mortales fuera el príncipe Paris (¡interpretado en Troya por Orlando Bloom!), el hombre más bello fue el también troyano Ganimedes, príncipe hijo del rey Tros y la ninfa Calirroe. Este mortal bello fue visto por Zeus, el padre y rey de los dioses, y el deseo se apoderó de la mente del padre todopoderoso. Zeus secuestró a Ganimedes y lo llevó al Olimpo, para convertirlo en el copero de los dioses, sustituyendo en ese puesto a su propia hija, Hebe, la diosa de la juventud. Desde ese momento, Ganimedes vivió allí complaciendo los deseos de Zeus y jugando en sus ratos libres con Eros, el dios del amor. Claro, su padre fue recompensado con unos caballos mágicos y Troya se convirtió en leyenda por ser la tierra de los hombres más bellos. Y más deseados.
Aquiles, la bestia, el héroe más fuerte y valiente, tenía una debilidad: el joven Patroclo, su compañero y amante. Juntos viajaron a Troya a recuperar a Helena. Y juntos compartieron los días y años de lucha frente a Troya. Pero Patroclo murió, confundido con Aquiles, asesinado por el primogénito troyano, Héctor. El dolor de Aquiles por la pérdida de su amado fue milenario. Llega hasta nuestros días (incluso en las traducciones e interpretaciones que nos disfrazan la relación de los dos guerreros como una simple amistad). Ese dolor, puede ser, tal vez, una explicación de la violencia y el sadismo con los que Aquiles vengó la muerte de su amado. Héctor murió y Aquiles supo que su suerte estaba echada. No le importó, Aquiles había decidido morir para que sus huesos descansaran al lado de su amado y sus almas se encontraran en la isla de los bienaventurados.
Jacinto era joven y bello. Deseado por dioses y hombres: por el poeta Támiris, el primer hombre que se enamoró y quiso conquistar a otro hombre; por el dios Apolo, el primer dios en desear a otros hombres, y por Céfiro, el viento del oeste, que lo deseaba para sí por completo. Apolo se deshizo de Támiris (de una forma tremendamente violenta, tan habitual en los dioses griegos) para poder disfrutar de la belleza y los juegos del bello Jacinto. Pero su placer no duró mucho. Céfiro, el dios del viento, celoso y posesivo, quería a Jacinto para él solo. Y un día en el que Apolo y Jacinto jugaban al disco, Céfiro hizo que el viento desviara el disco y golpeara en la cabeza de Jacinto, matándolo. Si no era suyo, no sería de nadie. Amor obsesivo, le dicen. Apolo, con su corazón roto, tomó el cuerpo de su amado y lo convirtió en una flor bella, la misma que hoy lleva su nombre. El bello Jacinto.
El héroe de la música, el hijo de la musa Calíope, amó a Eurídice, su joven y bella esposa. Pero ella murió poco después del casamiento. El valiente Orfeo intentó rescatarla. Pero un error condenó a la joven Eurídice a mantenerse en el Hades, el lugar de los muertos. Orfeo no tuvo consuelo. O se podría decir que sí. Abandonó a las mujeres y las rechazó, se convirtió en sacerdote en el templo de Apolo y no tuvo ojos para otra mujer. Pero sí para los muchachos, y especialmente uno, el joven alado Calais, hijo de Boreas, dios del viento del norte. Calais y Orfeo fueron amantes inseparables y juntos se sumaron a la expedición del navío Argos. La felicidad fue corta para Orfeo, asesinado tremendamente por un grupo de Ménades, sacerdotisas del dios Dionisios, el dios del vino. Según algunos, por su rechazo al culto dionisíaco. Según otros, por haber rechazado a las mujeres.
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