Si salir del closet es un proceso, las vacaciones suelen imponerse como una parte cíclica del mismo: hay que sostener la mirada para exigir que se cumpla la reserva de la habitación matrimonial, aunque en recepción crean que fue un error, hay que encontrar los sitios donde conocer gente, hay que repetir otra vez que no, que no hay incesto en ese beso sino una pareja en vacaciones. Frente a estos y otros equívocos, los caminos son infinitos; aquí, sin embargo, algunos recorridos que no exigen protección extra.
› Por Patricio Lennard
Así como su afectado europeísmo le permitió creerse en otro tiempo una sucursal de París a orillas del Río de la Plata, hoy Buenos Aires se arroga el honor de ser la San Francisco latinoamericana. Pero, ¿qué hay más allá de Palermo y de San Telmo, del Axel Hotel y de la disco Amerika, de las milongas gays y de los shoppings en que miles de turistas vienen a derramar la miel de su “dinero rosa”? En el mapa del federalismo –fruto de tantos resentimientos por la hipertrofia de la metrópoli–, el turismo gay y su infraestructura ad hoc dejan a Buenos Aires, una vez más, haciendo gala de su acendrado centralismo.
Pero el interior también existe. Hacia allí, de hecho, parte población porteña en busca de descanso y se sabe que la mayoría de los turistas que llegan desde el extranjero también lo visitan. Aunque algo hace que en las provincias (o en destinos como Mar del Plata, que a pesar de contar con una considerable movida gay, no tiene ni siquiera un hostal que se diga gay friendly) no haya una voluntad del todo explícita de imitar el cascabeleo con el que Buenos Aires busca atraer a este tipo de viajeros. “¿Será que en el interior los dueños de los hoteles tienen miedo de que se enteren de que hospedan putos y que eso les perjudique su negocio?”, se pregunta Juan, representante de Buenos Aires Gay Travel, una agencia de viajes especializada de Buenos Aires. “A la hora de ofrecer paquetes que incluyen destinos turísticos en el interior del país, nosotros nos manejamos con hoteles en los que a lo sumo podemos aclarar que los pasajeros desean una cama doble, pero no mucho más que eso.”
Y así es cómo se suscitan después los malentendidos... ¿O acaso la escena de la pareja gay que llega a un hotel y se ve forzada a aclarar que no hay ningún error en la reserva de una habitación con cama matrimonial no es a esta altura un cliché al cubo? “Nos pasó en un hotel en Salta, un hotel familiar al que fuimos el verano pasado y que era atendido por una señora mayor. Nosotros habíamos reservado una habitación con cama matrimonial y cuando llegamos, la típica: nos derivaron a una con dos camas. Enseguida bajamos y le explicamos que había un error, y la mujer, que nos miró con cara de desentendida, musitó un ‘sí, sí, sí’ y siguió escribiendo en un cuaderno sin dar indicios de querer modificar la reserva. Mi novio, que a esa altura estaba muy cansado después de horas arriba del colectivo, no tuvo mejor idea que agarrarme y partirme la boca de un beso delante de la señora, y decirle: ‘Ca-ma ma-tri-mo-nial. ¿Entiende? Somos pareja’. Y ella, que se quedó dura por un segundo, apenas si emitió sonido mientras agarraba la llave que le habíamos devuelto...”
Si bien a veces se tornan necesarias medidas drásticas como la que tomó el novio de Pablo, lo cierto es que hay algunos hoteles, pocos, fuera de Buenos Aires, en donde no hacen falta mayores contraseñas. En Mendoza, por ejemplo, el año pasado abrió lo que fue promocionado como el primer apart-hotel exclusivo para gays y lesbianas en esa provincia. Ubicado a cinco minutos del centro, Life Apart (¿hacía falta aludir al tan mentado ghetto en el nombre?) ofrece departamentos de una y dos habitaciones con todas las comodidades por un valor de 180 pesos. En Rosario, a tres cuadras del Monumento a la Bandera, está Che Pampas Hostel, un lugar que algunas páginas de turismo definen como gay friendly, y que mezcla una decoración de inspiración pop con toques de jamaican reggae. Y en el Tigre, la mejor opción es el Marcopolo-inn Náutico, un coqueto hotel situado en medio del Delta, con playa privada y la –¿feliz?– restricción de no contar “con los servicios necesarios para alojar a menores de 15 años”, según se lee en su página web, en la que aparece debidamente destacada la afiliación del hotel a la Iglta (la Internacional Gay & Lesbian Travel Association). Algo que varios hoteles que se promocionan en páginas de turismo gay no hacen en sus propias páginas porque todavía creen que asociar directamente su imagen institucional con los colores del arco iris podría restarles clientela de la otra. Lo que, sin ir más lejos, es una contradictio in terminis: hoteles “tapados” en su modalidad gay friendly.
Pero, ¿qué pasa cuando uno mismo es el tapado? ¿Qué decirles a los amigos ocasionales que uno se hace en diez o quince días de vacaciones? ¿Cómo lograr pasar por amigxs siendo novixs, descontando el trillado recurso de juntar las dos camas antes de acostarse y separarlas antes de que venga la mucama? ¿Evitando pasarle bronceador al otro? ¿Sumándose impunemente al elogio de la rubia o la morocha? Una pareja de chicos que viaja de incógnito recibe las disculpas del conserje de un hotel de Mar del Plata (“toc, toc, toc”, les golpea la puerta) por haberles dado por error una habitación con cama doble (cuando ellos, en realidad, no deseaban otra cosa). “¡Imaginate nuestra cara y la del tipo cuando vio toda la ropa, que ya habíamos sacado de los bolsos, puesta sobre la cama!”, se ríe Gonzalo, 24 años, estudiante de Derecho. Por peripecias o equívocos similares también pasaron Cecilia y Alejandra, una pareja de 29 y 30 años, cuando el año pasado viajaron a San Martín de los Andes. “Paramos en un hostel muy amigable, donde enseguida entablamos relación con otros huéspedes –una familia que tenía dos hijos, dos parejas que viajaban juntas, otras chicas–. Un grupo que se fue animando entre sí y con el que salimos de excursión, porque así de sociables suelen ser las vacaciones. Y en uno de los almuerzos, al segundo o tercer día, no va que uno pregunta: ‘¿Ustedes son hermanas o primas?’. Las dos nos quedamos de una sola pieza, hasta que Alejandra, más rápida de reflejos, dijo: ‘Ninguna de las dos cosas’. Y si bien nadie se animó a reformular la pregunta, el ambiente amigable y familiar nos disuadió de entrar en detalles. No mentimos, pero tampoco fuimos explícitas. Y así no sólo tuvimos que andar disimulando el resto del tiempo (más allá de que al cabo de seis años de pareja ya no es tan difícil aguantarse las ganas de tomarse de la mano o besarse en cualquier parte) sino que nos vimos obligadas a escuchar sugerencias de que podíamos visitar un boliche en busca de chicos.” Costos y beneficios de asumir la discreta represión que involucra el equívoco.
Diferente es cuando las vacaciones brindan la oportunidad de algún amor de verano. Más allá de la controversia que hay entre “vacaciones tranquilas / vacaciones fiesteras”, del deseo de noches de trajín con bailes electrónicos o de noches de tranquilidad bajo la luna, lo cierto es que los amores veraniegos de gays y lesbianas tienen otro gustito. Ni qué hablar si el primer beso nos toma por sorpresa en la espesura de un médano. O cuando se viaja a buscar aquello que no se ha atrevido a buscar en la propia ciudad, como Augusto, quien ocho años atrás emprendió su viaje de iniciación de su Corrientes natal a Salvador de Bahía. “Mi primer viaje propiamente gay (hacía poco que había terminado con mi pareja hétero y ya había decidido hacerme cargo de lo que me pasaba) fue a Brasil, a Salvador, una ciudad con mucha vida gay, además de cultural y artística. Allí fui, con 21 años, decidido a tener mi primera experiencia homosexual, y ni bien llegué al hotel ya estaba recorriendo las playas con el radar prendido. Enseguida me hice amigo de un grupo de chicas y chicos, al que me acerqué dándoles crédito a mis palpitantes sospechas. Al tercer día me preguntaron si quería acompañarlos a un boliche gay y yo, lleno de prejuicios como estaba, se ve que puse cara de susto porque una de las chicas me aclaró, guiñándome un ojo, que ellas también iban. Llegamos al boliche y esa chica, que se llamaba Clara y que era esposa de un paulista que estaba en el grupo, me sacó a bailar y sin muchas vueltas me dijo que yo le gustaba a su marido. A esa altura yo ya estaba borracho, y cierta dificultad con el idioma hizo que no le entendiera. Pero ahí mismo sacó a relucir el espíritu samaritano que había demostrado en la playa aquella tarde y me aclaró que si yo no me animaba a estar solo con él, ella me ayudaría. Así fue que terminé en una megacasa, encamado con el hermoso paulista, mientras su mujer nos preparaba el desayuno.” Porque, después de todo, viajar no sólo sirve para descansar y sacar fotos sino también para conocerse a uno mismo.
Pero si de playas y amoríos se trata, ¿cómo no referirnos a Playa Chica? Sepultado el balneario nudista en el que Moria Casán solía inaugurar las temporadas cortando corpiños a diestra y siniestra (la vedette dijo no hace mucho que evalúa el proyecto, ya no de tener otro balneario sino directamente ¡una isla propia!), y sepultada también la playa gay que durante algunos años funcionó cerca del faro de Punta Mogotes, hoy las vacaciones diversas tienen como punto de referencia en la Ciudad Feliz a los acantilados de esa playa en cuyos pétreos recovecos más de uno ha cumplido la fantasía de darse un revolcón con el mar y algún mirón como únicos testigos. Otro tanto puede decirse de La Escondida, una playa muy frecuentada por lesbianas y gays, situada a unos diez kilómetros hacia el lado de Miramar (ver aparte), en la que el nudismo y el naturismo son la consigna. Y para aquellos que piensan veranear en Punta del Este y buscan escaparle a la frivolidad de las playas frecuentadas por muchachos musculosos y modelos con gafas vintage, qué mejor que Chihuahua, la playa nudista en la que Naomi Campbell solía florearse el año pasado como Dios la trajo al mundo y que, además de ser un balneario que con los años se ha ido volviendo más y más exclusivo, es la única playa gay de la costa uruguaya. Incluso es posible hospedarse ahí mismo en una posada ubicada a metros del mar (los precios de las habitaciones oscilan entre 70 y 140 dólares), y que en su página web (www.nudismochihuahua.com) dice: “Nuestra prioridad es la persona, sin importar su inclinación sexual: ambiente liberal y diversidad sexual”. Una clara declaración de principios.
Es el preconcepto de aquellos a los que la sola idea de desnudarse en público les genera el pudor que suele asociar el nudismo con el sexo. Sin embargo, la Federación Naturista Internacional prohíbe en su reglamento el exhibicionismo y el sexo en la playa (la idea es que en el cuerpo no hay partes púdicas y, si se tiene una erección, basta con taparse, ponerse boca abajo o meterse en el mar hasta que pase).
Si bien el nudismo –relacionado tradicionalmente con la cultura europea– no termina de imponerse en estas costas (más allá de que este año abrió la primera playa nudista en Villa Gesell), ya no hace falta parapetarse en alguna terraza o visitar una playa alejada para evitar las eternas marquitas de los trajes de baño. De hecho, hace un tiempo funciona en Pilar –a pocos kilómetros de Buenos Aires, cerca de la Ruta 8– “la primera quinta gay nudista” (según se lee en su página web: www.chavoncito.com), la que cuenta con casi nueve mil metros de parque, pileta y cómodas instalaciones por si uno quiere pasar allí un fin de semana. Si no, la otra es intentar congeniar con la cultura swinger y darse una vuelta por Palos Verdes, un paraíso nudista que está en la localidad bonaerense de Moreno, sobre la Ruta 24, en el que además de celebrarse la diversidad sexual (aunque el ambiente sea predominantemente straight), a veces se filman películas porno (lo que explica que el lugar ofrezca un servicio llamado “Plasmá tus fantasías, hacete la película”, que consiste en que el visitante se lleve a modo de souvenir un video con el registro de sus destrezas sexuales por la módica suma de 50 pesos).
Diferente fue el caso de Miriam y Lucía, una pareja de 32 y 34 años, que sin estar anoticiadas de la onda del lugar cayeron en son de paz en un complejo de cabañas swinger en las sierras cordobesas. “Después de pasar unos días en la ciudad de Córdoba, decidimos irnos a las sierras en busca de un lugar lo suficientemente tranquilo como para poder descansar incluso de las miradas pías de la ciudad de las iglesias”, cuenta Lucía. “Claro que las sierras no son lo que se dice gay friendly. Entonces buscamos por Internet un lugar que nos pareciera adecuado, y como la experiencia indica que niños y niñas suelen ser el mascarón de proa que exige recato a la hora de los besos y las caricias lésbicas, encontramos con alegría un lugar de cabañas en Nono, un pueblo a 130 kilómetros de la ciudad de Córdoba, donde no se admitían chicos. Llegadas al lugar, que se llama Rancho Inn, descubrimos que la decoración del paisaje serrano incluía imitaciones de la Venus de Milo en pleno desierto, un jacuzzi al aire libre y hasta un caño lustrado para probar el baile en medio de un quincho. Conclusión: era un lugar adaptado para la festichola swinger, que nos recibió de lo más bien, pero que no nos libró de las miradas ajenas sino todo lo contrario. Prácticamente convertidas en frutillas de la torta –o tortas de la frutilla– debimos explicar que lo nuestro no era para alegría ajena sino propia, y que no estábamos interesadas en sumar amiguitos o amiguitas a nuestra relación de pareja.” Y así Miriam y Lucía, sin llegar a sentirse sapos de otro pozo, decidieron desentenderse de las miradas rapaces, descansar y ser felices también frente al televisor con pantalla plana y porno libre que era parte del servicio. Lástima que ya no volverán, salvo que encuentren con quien dejar a su niño recién nacido.
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