› Por Paula Jiménez
A pocos kilómetros de Miramar, una ciudad veraniega de religioso carrito a pedal y tributo a la familia argentina, se encuentra, si se lo busca, el balneario nudista La Escondida, ligado a la Asociación de Naturistas del Sur. Hay que bajar por una escalerita y dejarse sorprender, porque durante el descenso se va abriendo, de pronto, ante nuestros ojos, una bahía por donde se pasean hombres y mujeres sin malla y de todas las edades, tan relajados como en el paraíso. Rodeada de médanos rocosos y de dunas, La Escondida es una luz en la oscuridad donde se respira un airecito a mundo evolucionado. Esto significa que por fin los gays y las lesbianas podemos sentirnos cómodos en la costa argentina, sin necesidad de estar aislados o adhiriendo a un modo de vida straight. Y si bien La Escondida parece organizarse por afinidades electivas y sobre el sector de la derecha yacen las familias heterosexuales desnudas tomando mate con amor sobre las lonas –hijitos incluidos– y sobre la izquierda los grupos o familias de gays, las lesbianas no se han decidido por ninguna ubicación en particular y toman sol distribuidas por todos lados, colaborando con la integración social y cósmica que el naturismo propone. Claro que esta filosofía alternativa impone ciertas restricciones para la convivencia: no se puede hacer nada que perturbe la tranquilidad de sus visitantes, ni juegos al aire libre, ni música al palo, ni sacar fotos, ni llevar a tu mascota y soltarla para que se sacuda el pelaje. Si viene un señor pajero, por ejemplo, infiltrado del occidente costero y te molesta, será expulsado gentilmente por el personal del balneario. “¿Cómo identificar al personal del balneario?”, te preguntarás vos. Es fácil: están vestidos.
Cerca de la entrada, sobre el acantilado, se acaba de construir un barcito muy mono con deck de madera y mesitas, y al lado una pileta paquetísima de agua climatizada y reposeras supermodernas cubiertas por lonas desplegables que protegen, como una carpa, del sol y del viento. El alquiler de este último servicio sale $ 120 para dos personas, y un poco más lejos tenés sombrillas agrestes como las que se veían en el programa del doctor Chapatín cuando se iban de vacaciones a Acapulco, y que cuestan exactamente la mitad. Si no querés nada de eso, podés pasarla bomba sin pagar un centavo: salís a caminar o te sentás en la arena mezclándote con el popolo desnudo. Y te ponés pantalla solar, por supuesto, para taparte con algo.
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