Viernes, 6 de febrero de 2009 | Hoy
PRIMER AMOR
Por Patricia Galassi
Vino, empanadas y risas, charlas infinitas sobre arte. Las tres amigas coqueteábamos con la política y la transgresión. La mirada intensa de Andrea, la hija de Mónica desconcentrándome todo el tiempo. Algo en esa casi niña de 15 años que insistía en observar todos mis movimientos me producía un cosquilleo inquietante. ¿Por qué me miraba de esa forma?
Ese día sus ojos dibujaron mi sueño y quedaron plasmados en un recuerdo incómodo y obsesivo. Nunca la volví a ver.
Tres años más tarde, en el fono-bar donde yo trabajaba haciendo radio abierta, la voz de una mujer joven en el teléfono de mi mesa: “Soy tu admiradora... conozco toda tu carrera”. Y la catarata de sensaciones, de risas, una charla telefónica con una desconocida que desde alguna mesa insistía en seducirme.
Y yo, con mis 34 años y una vida de esposa y madre, dejándome llevar por una voz femenina en el teléfono al mejor estilo de las novelas románticas de mi adolescencia.
Mi mirada comenzó a buscarla por las mesas del bar... allí estaba justo delante de mí con ese vestido solera que a sus 17 años casi ridiculizaba el cuerpo extremadamente delgado que se intentaba mujer.
—¡Pero vos sos la hija de Mónica! ¿Cómo no me lo dijiste?
—Quería que me conozcas a mí y no me tomaras por una nena.
—¡Pero sos una nena!
Y mi grito susurrado.
—Y además... ¡tu madre está al lado mío! ¡Mirá si nos descubre!
La incomodidad y la vergüenza, la seducción y la emoción, todas mezcladas en un momento de desconcierto. Algo nuevo, como un elixir excitante. Se sentó a nuestra mesa. Ahora su mirada era directa y penetrante. Ahora ella sabía bien que yo era su presa. Estaba totalmente decidida... Y yo, la párvula inexperta delante de esta mujer de cuerpo adolescente y mirada seductora que descaradamente me tocaba la pierna por debajo de la mesa. Nos despedimos. En el abrazo todo mi cuerpo quedó temblando.
No volví a visitar a mi amiga por temor a encontrarme con su hija, y sin embargo no podía quitarme esa idea de la cabeza.
Seis meses después golpeó a mi puerta vestida de colegiala.
—En dos meses cumplo 18 —dijo.
Juro que intenté resistirme, que traté de convencerme con todos los argumentos posibles. Pero ya era tarde. Estaba atrapada por aquella piel y aquellos labios.
Y, aunque ustedes no lo crean, desde ese día, mi sexualidad cambió para siempre.
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