Viernes, 8 de mayo de 2009 | Hoy
OUT
Por Nicolás Dojman
Lo que voy a contar no es una historia original, pero es la mía. No me acuerdo qué edad tenía porque siempre tuve un problema para fijar temporalmente eventos que tuvieron lugar en el pasado; 21, 22, 23. Yo estaba efervescentemente saliendo con Mñ y había depositado en él una amplia gama de sentimientos primaverales vinculados con el deseo y con el futuro. Mñ era mayor que yo y vivía solo, así que yo frecuentaba mucho su casa y solía pasar allí la noche. Era genial: su departamento quedaba cerca del Botánico y siempre me encantó pasear por ahi a la mañana y leer un libro a la sombra de los muchachos en flor. En mi casa, mientras tanto, el estado de cosas no era idílico. Mis prolongadas ausencias despertaban resquemores y sospechas, y yo me veía constantemente obligado a urdir toda serie de excusas. Como mi hermano vivía fuera del país, había egresado de Puan, era más grande que yo y siempre había mostrado cierta tendencia a la liberalidad sexual, le conté todo por messenger. No pareció sobresaltarse y su naturalidad me hizo pensar que quizás no todo estaba perdido. Me conminó a contarle todo a mis padres, una suerte de deber moral. Así lo hice, un día que mi padre había ido a sacar al perro que teníamos entonces. Mi madre estaba viendo El refugio de la cultura. Me planté en el umbral y le dije algo así como “Tengo que contarte algo”. Lo que siguió después lo tengo totalmente reprimido. Sí recuerdo los insultos de mi madre. Me los reservo, por decoro, pero me recordó a Linda Blair. Se puso a llorar, yo huí y me refugié en la cocina a leer un libro de Cocteau. Mi padre llegó y mi perro movió la cola; la sexualidad de sus dueños le resultaba indiferente. Hubo un breve conciliábulo entre mis padres y Osvaldo Quiroga, y luego mi padre se me acercó a la cocina y me dijo: “Disculpala a mamá, vos sabés cómo es” (mi padre se estaba refiriendo a los orígenes italianos de mi madre y lo que tienen de temperamental, frente a los nuestros, nórdicos y calculadores). “Dale unos días”, y me dio unas palmaditas como si fuera el perro. De alguna manera me hizo bien. Y en efecto, el tiempo probó ser el único que consuela, como dice Voltaire. De todos modos, en mi casa no se suele hablar del tema; una vez, mi madre sí mencionó que había superado el asunto porque su psicóloga le había dicho que ésa había sido mi elección. Como si hubiese habido un momento en mi vida en el que, puesto ante una encrucijada, hubiese optado racionalmente por una alternativa en lugar de otra.
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