Viernes, 22 de mayo de 2009 | Hoy
Cuenta la leyenda que la imaginación de unas cuantas lesbianas pioneras dio como resultado un buen número de originales juguetes sexuales que hoy circulan alegremente por el mercado mundial. Aun así sigue siendo un misterio qué lugar ocupan los dildos y vibradores en la intimidad de sus alcobas. Vale la pena formular la pregunta en voz alta para comprobar que las respuestas tan variadas hablan de una sexualidad lésbica muy por afuera de guiones y estereotipos.
Por Viviana Mil
El supuesto de que el sexo consigue hacer vibrar los cuerpos y las almas sensibles, tiene una versión literal: la repetición rítmica de los movimientos, la insistencia en ese lugar, esa zona, ese punto que se dilata en un eco y en otro, que pide otra vez, justo ahí, justo ahí donde tiembla... O ahí donde es posible poner a temblar con precisión mecánica y hasta electrónica esos objetos que permiten detenerse y no transpirar, insistir sin miedo al calambre, perseverar hasta escuchar el basta y guardar la energía suficiente para mirar con sonrisa de medio lado cómo cambia el color de la piel, cómo se perla de agua, cómo se moja y se expande el cuerpo que vibra bajo las buenas artes, manuales o electrónicas. Y sí, después de tantas reuniones estilo tupperware para vender y comprar juguetes sexuales, después de que hasta Susana Giménez puso su grito en el cielo de la televisión frente a las cosquillas de diversos vibradores habilitando el ingreso del juguete sexual a cualquier living, nadie puede obviar la existencia de estos adminículos de precios la mayoría de las veces desmesurados, sobre todo a sabiendas que en el sexo, pasada la novedad, también pasa la efectividad. Aunque es cierto que puestos en la escena mediática, los juguetes sexuales existen, sí, para mujeres, también, para mujeres heterosexuales. Pero eso, ya se sabe, es todo lo que existe para la imaginación mediática argentina. ¿Y las lesbianas? Bueno, lesbianas fueron las pioneras en el diseño de objetos de placer con más gracia que la mera reproducción del pene y más portables que las máquinas eléctricas que usaban los médicos en la época victoriana para curar la histeria –¡liberando orgasmos!–. Claro que la mirada de los otros (esa que acusa la falta sin siquiera nombrarla) y la necesidad de esquivar esa fe ciega en una especie de “destino anatómico” que conduce siempre a la penetración hicieron que haya cierto prejuicio con respecto a los juguetes sexuales, como si éstos, en lugar de ampliar el abanico de posibilidades, fueran una claudicación. La vida sexual de cualquier lesbiana, sin embargo, no se parece en nada a lo que se espera de, hace caso omiso de definiciones unívocas y elige la experimentación por sobre los guiones ya escritos. En el portal Cultura Lésbica, por ejemplo, una encuesta sobre el uso de juguetes sexuales que ya contestaron 3 mil mujeres da cuenta de cómo la curiosidad viene ganando la partida: un 31 por ciento asegura usarlos siempre u ocasionalmente, mientras que el 50 por ciento dice que no los usa pero les gustaría. Para el 22 por ciento restante que jura que no le interesa, he aquí unas cuantas experiencias de mujeres que gustan de los juguetes, no sólo por lo que aportan en vibración sino también en diversión...
Comprobado: no se puede hablar del mundo toy sin que medie la risa. Desde la tímida sonrisa a la explosiva carcajada, pasando por todos sus tonos y semitonos, la risa acompaña cualquier comentario alusivo al uso del juguete sexual. El chiste, la ironía, preceden casi siempre a la confesión íntima. “Está el chiste ese de cómo se llama la piel que le sobra al pito. Prepucio no. Se llama hombre. Los hombres saben que no pueden competir con un vibrador, y en realidad es porque no tiene nada que ver”, dice Lucy (32). Y aunque tras la ironía eluda establecer una valoración sobre el vibrador o sobre el hombre, es obvio que la comparación, finalmente refutada por ella misma, salió de un imaginario para el cual todo muchacho corre el riesgo de ser reducido, alguna vez en su vida, a un pene. Como si hombre fuera, para una mujer o incluso para otro hombre, según dicho imaginario, una síntesis demasiado específica. Para Soledad (45), dildo y hombre no tienen nada que ver, y el mismo acto de penetración le resulta placentero sólo con relación a una mujer: “Por un varón no me gustaría ser penetrada. En cambio a una chica sí se lo permito. Y también me gusta hacérselo”.
En cuanto al uso del arnés, este no parece ser, para Lucy, indicativo de ninguna posición subjetiva en particular: “El arnés es bueno para controlar fuerza, velocidad y otras cosas. No me produce ninguna cuestión asociada a la posesión. Quizá sí algo asociado al fetichismo. Yo tengo fetichismo con cualquier cosa, hasta con las camisas”. En este caso, entonces, no son las habilidades que pueden desplegarse con el arnés las más estimadas por Lucy, sino el objeto en sí mismo, como elemento ligado a una práctica sexual. Soledad, en cambio, identifica el arnés con lo que su incorporación en la relación con otra mujer le evoca: “A mí me da como una sensación de potencia y de poder jugar a eso que hacen los varones, se me representa la situación de ser como un varón que penetra a una chica”.
Es cierto que en muchos casos, las fantasías con relación a lo masculino alimentan el erotismo entre lesbianas. Pero quizá se precise aclarar que “fantasías” está en los antípodas de “literalidad”, y que las imágenes que las fantasías puedan traer consigo no tienen por qué corresponderse con la presencia real de un señor de carne y hueso. Para Mite (35), la asociación con lo masculino en relación con el uso del dildo es insoslayable: “Este juego a mí me pasa por algo ligado a lo que tiene el hombre, es algo alrededor de la imagen de la pija. Y si esto está relacionado con el mito popular sobre lo que se espera de una lesbiana, en mí se corresponde y no me importa, porque yo no me identifico con un varón sino que siento desde mi lugar masculino, un lugar masculino vivido desde mí, como mujer”.
Existen dildos dobles que sirven para la penetración simultánea entre dos chicas (pero que podrían ser utilizados junto a un hombre también) y que proporcionan, según dicen las malas lenguas, una gran alegría para sus usuarias. Esta “equitatividad” y “simultaneidad” en la distribución del placer diluiría tal vez ciertas especulaciones sobre el rol masculino o femenino. Pero también está claro que, a esta altura de la soireé, el mercado del juguete sexual ofrece infinitas posibilidades más allá de la penetración: “Un juguete sexual no es necesariamente para penetrar. Se puede estimular el clítoris y nada más, y sentir otro tipo de placer. A decir verdad: eso es lo que más me gusta”, cuenta Mariela (35). Es que la sexualidad es multiforme y mientras algunas chicas gozan de un modo, otras lo hacen de otro. Lo más notorio es que, contrariamente a la inamovible asignación de roles que la cultura imaginó para las lesbianas, casi todas transmiten su experiencia íntima como la de un espacio flexible, de juego y de intercambio, y coinciden en que, en una relación entre mujeres, el uso de un dildo no es imprescindible, ni su incorporación establece fijeza alguna de los lugares a ocupar. Mite nos cuenta: “Es un espacio más de juego. No es que la mayoría de las veces las relaciones me pasen por el uso del dildo. Cuando se da, funciona un poco como un juego de rol, pero ese rol es intercambiable”. Con respecto a este tránsito por distintos lugares durante el encuentro sexual, dice Soledad: “Jugar, entrar y salir de una escena, eso es lo que me permite poder usar un dildo con una chica. Yo pienso que la penetración de un cuerpo en otro implica, en ciertos casos, una cuestión de apropiación. Implica un poder que tal vez experimentan los hombres en ese momento y que una quiere conocer también. Es como una transformación temporaria”. Según Mico (24), no somos únicamente las mujeres quienes deseamos pasar por este tipo de experiencias: “Hay mucho ligado a que la mujer quiere probar ser un varón, incluso desde chica yo imaginaba cómo sería hacer pis de parada, pero me parece que los varones, homo o hétero, no importa, también transitan una situación análoga o similar, sobre todo en la adolescencia”. Probablemente. Según la mitología griega, Tiresias, el adivino tebano, durante un tiempo se transformó en mujer y luego volvió a ser hombre. Al tiempo Zeus y Hera quisieron saber qué sexo gozaba más en el amor y Tiresias respondió que la mujer: “Nueve veces más que el hombre”, dijo. Pregunta al margen: ¿la misoginia comenzará en la envidia?
Durante mi adolescencia, recuerdo, circulaba una historia bochornosa para aquellas épocas: la de una monja que había sido revisada en un aeropuerto y en cuyo equipaje se halló un dildo. En el libro de Henrich Böll, El honor perdido de Katharina Blum, la protagonista se ve obligada a dar detalles de su vida íntima sexual ante los sucesivos detectives que investigan un caso en el que ella, de carambola, queda implicada por haberse acostado con el asesino. El famoso cuadro Santa Teresa del pintor y caricaturista belga Félicien Joseph Victor Rops muestra a la religiosa desnuda en situación de masturbación con un juguete en la mano y un libro en el piso (no se sabe si es la Biblia o un manual de instrucciones). Aun hoy siguen siendo millones los ejemplos de cómo la cultura vigila y a la vez alimenta su morbo entrometiéndose en el goce femenino, y obligándonos a estar alertas y a crear y defender un espacio de privacidad que parece siempre amenazado.
De su experiencia en el paso por las aduanas, nos cuenta Lucy: “Una vez me compré uno en San Francisco y después tuve mis taquicardias al cruzar cada frontera hasta llegar acá, porque es un objeto íntimo que no me interesa que todo el mundo vea o toquetee”. Por su parte, Mariela relata algo semejante, pero duplica la apuesta: “Yo tenía una novia española y cuando se volvió a su país me dejó su dildo porque tenía miedo de que le revisaran el equipaje y se lo encontraran. Lo gracioso es que ese dildo ella lo había heredado de una ex novia mexicana que antes de irse se lo dejó porque tenía pánico de que la revisaran en el aeropuerto”. Para Soledad, igual que para Lucy, un juguete sexual es “un objeto íntimo, y por eso no se muestra. Pero por otro lado esto también puede entrañar la cuestión negativa que todo lo ligado a la sexualidad tenga que ocultarse. En mi caso, no lo tengo guardado en un lugar recóndito, pero tampoco está en la mesita de luz. Quizá lo vea quien entró a mi habitación, aunque si ya entró en mi habitación por algo es”. Pero la idea que de lo íntimo se tiene no es igual para todas, y quizás haya una cuestión generacional que divida las aguas, en este como en tanto otros temas. Mico vive la cosa de un modo muy distinto a Soledad: “Yo lo dejo bastante a la vista y no me incomoda para nada que lo vean. De hecho un par de amigos lo vieron. Y es que en realidad no estoy usándolo en ese momento en que ellos lo están mirando; es sólo un objeto más”. Sin embargo, eso que Mico define como “sólo un objeto más” devela su condición de presencia subjetiva a medida que continúa su relato: “El que tengo ahora se llama Ernesto, porque es revolucionario, y al anterior le decíamos ‘El Eléctrico’”. Al respecto, Lucy da otra vuelta de tuerca sobre el género de la silicona: “Con mi novia lo llamábamos ‘El Amigo’, nos preguntamos por qué tenía que llevar nombre de varón, y una de las propuestas fue ponerle de nombre Laura, pero no funcionó”. En los catálogos de los sex-shop, no hay género predominante para nombrar a los juguetes. Así, algunos rinden homenaje a divas como Gilda (la de Hollywood) o Madonna, y otros evocan la potencia animal o asesina y se llaman Tiger o Magnum. Existen Billy o Delfín también, para quienes buscan simbolizar algo más suave, o Ella, sin más, si se prefieren generalidades (a menos que se aluda a Ella Fitzgerald, q.e.p.d.).
“Las chicas del interior contaban que allá no llegan los dildos, que esas son cosas de los sex-shop de Capital Federal. Una chica entonces nos contó cómo se armó uno: con un repasador reapretado, lo envolvió con cinta de embalar y arriba le puso un preservativo. De estas experiencias contaban un montón. Un dildo típico y casero son las bananas de plástico que reparten en las fiestas en la parte del carnaval carioca”, cuenta Claudia Castro, coordinadora del taller de juguetes sexuales del Encuentro Nacional de Mujeres Lesbianas y Bisexuales llevado a cabo en 2008 en la ciudad de Rosario. Algo muy distinto a conformarse con lo que hay es, obviusly, la posibilidad de poder elegir. Dice Lucy, oriunda del barrio porteño de Almagro: “Aunque la mayoría de las veces prefiero métodos artesanales, es decir, el uso de mi cuerpo, mis manos, o lo que sea, a veces se introduce en el juego sexual con otra chica algún objeto. También artesanal es lo que una se puede fabricar con un pepino y un forro, por ejemplo; eso me gusta también. Por supuesto que he ido a algún sex-shop y he hecho mis compras. Ahora tengo uno con cara de conejito que es maravilloso. Yo viajo mucho y lo malo de viajar es que de tanto llevarlo de acá para allá, fue perdiendo funciones”. Acto seguido, Lucy enumera las múltiples virtudes de su conejo y de su relato impresiona lo mucho que la tecnología del juguete sexual ha avanzado en los últimos años. Hoy en día este mercado es vastísimo, sus ofertas van de los clásicos dildos a los vibradores vertebrados e invertebrados (como los seres vivos), calientes o fríos (ídem), de silicona y de otros materiales sofisticadísimos, como los de un tipo de cristal hipoalergénico liso o con engarces de jade (a pedido), hasta succionadores de clítoris y lenguas penetradoras, y juegos de dados que indican en cada tirada el rumbo que irá tomando una relación. En algunas páginas web que promocionan estos productos se da por sentado que la vida sexual de una pareja nunca es demasiado larga y, lejos de estimular la imaginación y la creatividad individual (que no le da dinero a nadie), ofrecen una salvación a mano de cualquiera con un buen pasar económico, o al menos no tan malo. Pero, por otro lado, se la pasa de perlas con esta moda que otorga a la vida sexual una innovadora ligereza. El sexo entre lesbianas, al no tener su fin en la reproducción, ha quedado para la ecuación cultural del lado del pecado o, peor aún, de la inexistencia. Pero los sex-shop modernos comienzan a hacer justicia y se dirigen, casi exclusivamente, a todas las mujeres y sus catálogos exhiben dildos y vibradores especialmente diseñados para lesbianas. El auge de los sex-toy deja en primerísimo plano la cuestión del erotismo y la palabra “juguete”, nos guste o no, comienza a aportarle a la sexualidad un revolucionario sentido de placer y entretenimiento.
Después de 30 años de pandemia de VIH/sida, los casos de transmisión por vía sexual entre mujeres lesbianas o mujeres que sólo tienen sexo con mujeres siguen sin estar documentados, o apenas se los consigna como raros o escasos. La falta de datos estadísticos se muerde la cola: al no ser éste un vector importante de transmisión, no se invierte en estudios, por lo tanto no hay números reales –como tampoco hay, vale la pena aclararlo, estadísticas demasiado ciertas sobre la transmisión del virus a través del sexo oral cuándo éste se le practica a una mujer–, ni grandes ni pequeños. De hecho, hasta 2005, el Centro de Control de Enfermedades de los Estados Unidos no podía dar fe de ningún caso reportado de transmisión del virus por vía sexual entre mujeres. Y ahí terminan los datos. Queda entonces aplicar el sentido común, echando mano de lo que sí se sabe sobre transmisión de VIH: 1) Que el virus se encuentra en las secreciones vaginales y en la sangre. 2) Que para que exista la transmisión es necesario que una cantidad suficiente de virus ingrese en el torrente sanguíneo, a través de las mucosas o heridas en la piel. Con estos preciosos y precisos datos, cabe agregar que el VIH no es la única infección de transmisión sexual a la que una puede estar expuesta durante las relaciones sexuales o el intercambio de juguetes; mucho más frecuentes son otras enfermedades como la gonorrea, sífilis, clamidia, herpes o HPV. Por lo tanto, al usar e intercambiar juguetes sexuales se pueden tomar precauciones que apenas difieren de las que se toman con respecto a las propias manos cuando se usan para la penetración:
Superficies irregulares –como las que pueden encontrarse en objetos sexuales artesanales o bien demasiado grandes– o filosas –uñas largas o esculpidas– pueden provocar heridas o escoriaciones que podrían convertirse en puerta de entrada a infecciones.
Muchos juguetes sexuales aceptan el uso de preservativos sin problemas –-ya sea por su forma o tamaño–, que evitan introducir secreciones de una en el cuerpo de la otra al cambiarlos asiduamente.
En caso de no usar preservativos, es bueno limpiar los objetos antes de intercambiarlos, esos geles que ahora se usan para lavarse las manos en seco pueden resultar muy útiles y sencillos. También se puede utilizar saliva para limpiar flujo vaginal, pero esto no evita la transmisión de hongos o de hepatitis C.
Los juguetes hechos con materiales porosos –látex, jelly, siliconas, etc.– necesitan más cuidado en la limpieza si no se usa condón. Hay que tener cuidado de lavarlos con jabón y secarlos bien antes de guardarlos, así su vida será más larga y sin olores desagradables.
Hay juguetes de vidrio o acero quirúrgico –preciosos, ¡pero carísimos!–- que se limpian mucho más fácil; pero también, hay que decirlo, son más fríos.
Si se utilizan preservativos hay que tener cuidado al elegir lubricantes, ya que cualquiera que no sea de base acuosa –desde la manteca hasta la vaselina– podrían romper los condones.
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